Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Acabo
de ver la emoción de la actriz Angela Lansbury al recoger su Oscar honorífico. Había
estado tres veces nominada al premio sin conseguirlo. Es mucho más de lo que
consigue la mayoría. El Oscar no es más que una parte de su trayectoria;
también ha sido dieciocho veces candidata a los premios Emmy, según algunas fuentes,
el récord de nominaciones sin haber ganado nunca. El teatro, en cambio, sí la
ha premiado cinco premios Tony y ha merecido tres Grammy por su participación
en grabaciones de los musicales en que participó. Lansbury ha sido una
institución en el teatro, especialmente en el musical, pues, además de ser gran
actriz, es una magnífica cantante. Sus interpretaciones en papeles tan
distintos como en el trágico Sweeny Todd
o en la más festiva Mame, dan
testimonio de su versatilidad musical sobre un escenario. Donde alcanzó la
celebridad mundial fue a través de la televisión, con la célebre serie de diez
temporadas Se ha escrito un crimen, en el que interpretaba a la señora Fletcher,
una escritora de novelas policiacas metida a detective. La serie se sigue reponiendo
con éxito.
Ha dado
la feliz casualidad de que en estos días pudiese disfrutar de un par de sus
trabajos en el cine. Ha sido una coincidencia, pero que me ha permitido apreciar
el magnífico trabajo desarrollado por esta gran actriz a lo largo de su vida.
El primero
de los trabajo que pude ver ha sido el que le valió su tercera y última candidatura
a los premios Oscar como actriz secundaria: El
mensajero del miedo (The Manchurian
Candidate, John Frankenheimer 1962). La película, un thriller político, nos
la muestra convertida en una ambiciosa y ultraconservadora madre que ha formado
parte de un complejo complot para situar a su marido en la Casa Banca. usando
para ello a su hijo, que regresa de Corea convertido en un héroe de guerra. El
personaje de Angela Lansbury, una especie de Lady Macbeth sureña, logra
transmitirnos la ambición, el fanatismo y el deseo incestuoso que concentra en
su hijo. La actriz logra dotar a su personaje de la vaciedad pública de la mujer que se sitúa en la sombra del marido
candidato a la presidencia de la nación, la ambición y el poder en las escenas
en que no es vista más que por sus allegados y, finalmente, el desbordamiento doloroso
del drama pasional en el que ha sido forzada a destruir a su propio hijo para
conseguir sus objetivos. Lansbury deja a años luz de distancia interpretativa a
pesos pesados como Sinatra, Harvey o Janet Leight. Se convierte en el centro de
la película.
En los
extras que acompañan al DVD se encuentra un diálogo, pasados los años entre
tres de los responsables del proyecto cinematográfico, Frankenheimer (el
director), George Axelrod (el guionista) y el protagonistas, Frank Sinatra.
Todos ellos coinciden en lo extraordinario de la interpretación de Angela
Lansbury. El mensajero del miedo es hoy una película de culto, que mereció un remake
en 2004 a cargo del director Jonathan Denme. La actriz encargada de repetir el
papel de Angela Lansbury fue nada menos que Meryl Streep, lo que muestra que
fue necesario apostar fuerte para estar a la altura del personaje que la actriz
había creado. La película no tuvo gran repercusión crítica, valorándose más el
film original, pero Streep recibió una nominación al Globo de Oro y otra a los
premios BAFTA. A Streep le gustan los retos y de este salió bien.
El buen efecto que me causó ver su trabajo en El mensajero del miedo me hizo ver con
atención su trabajo en otra película que no había seleccionado precisamente por
ella. Tenía a Gaslight (George Cukor
1944) pendiente de revisión desde hacía tiempo, pero siempre se me cruzaba
alguna otra película en el camino. Finalmente decidí sentarme a ver esta
película que llegó a crear una frase hecha "hacer 'luz de gas'" a
alguien, es decir, intentar hacer creer a una persona que ha perdido el juicio mediante
mentiras y engaños. La película de Cukor es un remake de otra británica con el
mismo título , de cuatro años antes, un muestra de cómo Hollywood adaptaba a
sus estrellas los buenos guiones o los éxitos de otras cinematografías para
impulsarlos con sus potencial de distribución mundial. Ambas películas se
basaban en la misma obra teatral de Patrick Hamilton, que había saltado a la
escena en 1938.
A un
director de éxito como era George Cukor, se le sumaron dos grandes intérpretes
del momento, Charles Boyer y una impagable Ingrid Bergman —, que recibió el
primero de los tres premios Oscar de su carrera y un Globo de Oro por su
actuación. Complementaba el trío protagonista, Joseph Cotten, otro gran actor,
junto a unos magníficos secundarios. La propia Angela Lansbury califica como
increíble que ella, una debutante de dieciocho años, pudiera colarse en el
reparto de un filme destinado a ser un gran éxito, en una de esas películas que
Hollywood mimaba al máximo. La obra tuvo siete candidata a siete premios de la
Academia: a la mejor película del año, al mejor actor (Ch. Boyer), por su
fotografía en blanco y negro, guión y Angela Lansbury como secundaria; fueron
premiados Ingrid Bergman, como mejor actriz, y Cedric Gibbons y su equipo, por
la dirección artística.
Dos
años después de Casablanca (1942), la
interpretación de Bergman está deslumbrante, pues pocas son las mujeres que han
desprendido más luz desde una pantalla. En su papel tiene que pasar del amor
inocente y la ilusión a la depresión, rozar la locura a la que la quiere llevar
un psicópata que ha conseguido casarse con ella en busca de un botín oculto. El
personaje de Paula Anquist (I. Bergman) está lleno de matices, para los que la
actriz se preparó visitando clínicas mentales y observando el comportamiento de
los pacientes en sus mínimos gestos.
Pero
junto a esa luz irradiada por Bergman, había otra luz que no era tan fácil ver,
pero que sí supo hacerse notar, la de una jovencísima Angela Lansbury. No
podemos decir que "robara las escenas" porque es película es un
muestra de generosidad artística, como contaba la propia Lansbury de cómo, ella
—una principiante— fue recibida por aquellos dos grandes y consagrados actores
en un sistema que giraba sobre ellos.
Lansbury
cuenta una anécdota sobre la película señalando que fue una de las grandes
lecciones de su vida. Había terminado su parte del rodaje y salió a tomar café
acompañada de otra de las actrices. Cuando regresaron, Cuckor le echó la bronca
porque la otra actriz no había terminado y habían estado esperando. Lansbury
cuenta, con modestia, que aprendió en su primera película que hasta que el
director no dice que se ha terminado, no se ha terminado.
No
debió ser fácil para una principiante tener un papel en el que compartía
pantalla, junto y por separado, con Ingrid Bergman y Charles Boyer.
Si en El mensajero del miedo, Lansbury construía
un personaje con varias capas, con comportamientos distintos según con quién
estuviera, en Gaslight realiza una
labor similar. El personaje de Nancy Oliver, la criada recién llegada a la casa,
pasa del progresivo descaro que mantiene con Charles Boyer, el señor de la
casa, al tratamiento que le da a la señora, Ingrid Bergman. La inteligencia
interpretativa que podíamos apreciar en el personaje de la gran dama sureña, en
una actriz madura, lo podemos ya percibir veinte años antes en la construcción
de una descarada criada joven en un barrio londinense.
Angela Lansbury, nieta del político George Lansbury —quien dirigió el Partido Laborista británico, antiguo liberal, reformista, pacifista y activista, defensor de los derechos de las mujeres, editor de periódicos— destacaba haciendo un papel de joven deslenguada de la clase popular. Aquella interpretación,
reconoce ella misma, le abrió las puertas de su carrera. Al año siguiente, en
1945, sería de nuevo candidata al Oscar como secundaria por El retrato de Dorian Gray (Albert Lewin).
Cine,
teatro y televisión han sido sus campos y en todos ellos ha recibido reconocimientos
más que notables, manifestados en premios y críticas, además del favor del
público en sus etapas televisivas. En la película Muerte en el Nilo (John Guillermin 1978), con un elenco de grandes
glorias del cine, como Bette Davis o Peter Ustinov, o de las nuevas
generaciones, como Mia Farrow u Olivia Hussey, fue candidata por su papel al
premio BAFTA junto a Maggie Smith y ganó el de la National Board of Review, uno de los premios de mayor prestigio de
los Estados Unidos.
Angela
Lansbury es una gran actriz que ha sabido interpretar los papeles más dispares,
de la matriarca sureña a La bruja novata,
de la criada londinense a Jessica Fletcher, la novelista Se ha escrito un crimen, todos ellos con eficacia. Ha cantado sobre
un escenario y ha interpretado comedias y dramas; ha puesto voces a películas
de animación y a videojuegos. Ahora le llega el reconocimiento a toda una vida
de trabajo y esfuerzo, de dedicación meticulosa a una profesión en la que ha
demostrado desde los inicios su versatilidad.
Los
cambios de criterios en nuestras comerciales televisiones privan a las
generaciones nuevas del legado cinematográfico de los grandes actores y obras
de la historia del cine, desatendiendo los criterios artísticos y centrándose
en otros más rentables. Los antiguos
ciclos dedicados a los actores permitían descubrir sus trayectorias y
aportaciones al conjunto de un arte que ha sido central en la constitución de
la cultura en el siglo XX y que ahora entra
deslavazado en el XXI, falto de identidad por pérdida de la memoria colectiva
de sus raíces. El cine sigue sin entrar de verdad en la educación, junto a
otras artes, y eso lo deja en manos del comercialismo desmemoriado, interesado solo en el aquí y el ahora.
Son los
compañeros de la Academia los que premian ahora a Angela Lansbury con todo
merecimiento. Hace un par de días los medios nos informaban del nuevo paquete
de películas declaradas parte del legado cultural, que han entrado a formar
parte del Registro Nacional de Filmes de la Biblioteca del Congreso de
EEUU. Estados Unidos cuida su herencia cultural y reconoce a las
personas que han contribuido a construir ese legado que forma parte de su
herencia más allá de sus fronteras. Una gran parte de ese legado es compartido
más allá de sus fronteras, de igual forma que al él contribuyeron personas de
muchos países que fueron allí a realizar sus trabajos. En Gaslight, por ejemplo, el francés Boyer, la sueca Bergman y la
inglesa Lansbury aportaron su inteligencia y esfuerzo creativo a una obra que
puede ser disfrutada como una pieza artística por todos. El cine hace posible
conciliar tanto talento disperso. Es parte de su valor ser un arte colectivo, una suma de esfuerzos y talentos, que a veces produce momentos mágicos.
Me he
alegrado profundamente al ver la alegría de la propia Angela Lansbury con el
premio, al ver su satisfacción brillar en esos inmensos ojos. Habrán pasado ante ella muchos recuerdos, golpes de claqueta y bajadas de telón. Su emoción se puede compartir por cualquiera que haya disfrutado, como me
ocurrió a mí hace unos pocos días, de su buen arte en la pantalla.
Enhorabuena por el premio y gracias por su legado.
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