Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
El
diario El País nos trae una
entrevista con Michel J. Sandel, profesor de Filosofía Política de la
Universidad de Harvard y autor de la reciente obra Lo que el dinero no puede comprar. Los límites morales del mercado, un texto que irrumpió en pleno
debate electoral en la última campaña en Estados Unidos y que ahora aparece
entre nosotros. En una entrevista con el título “La desigualdad creciente es un problema para la
democracia”, Sandel critica la reducción de la Política a la aplicación de las
normas de mercado hasta convertirla, dice, en una "sociedad de
mercado".
Los
grandes temas sociales son reducidos a cuestiones
de mercado, palabra que parece querer decirlo todo, presente en todas
partes como invocación más que explicación, que nos remite a un inmenso vacío
producido no por el silencio sino por la repetición incondicional. La palabra
se ha vuelto mágica en un sentido
ritual, de normalización aburrida y aceptación acrítica, sin ir más allá de su sonido.
Se le
pregunta a Sandel sobre el poder de los mercados, otro de los tópicos de
aceptación que rondan la palabra mágica:
P. Pero los Gobiernos parecen cada vez más
débiles ante el poder de los mercados.
R. Hay una frustración creciente en las
democracias de todo el mundo, por cómo funcionan las constituciones y actúan
los partidos políticos, y la razón, creo, es que los discursos públicos están
vacíos de los grandes temas éticos. En la mayor parte de democracias no se está
debatiendo sobre las grandes cuestiones como la justicia, la desigualdad o el
papel de los mercados... Es porque tememos el desacuerdo y creemos que las
soluciones de los mercados pueden proporcionarnos un modo neutral de solventar
los conflictos y el resultado es la pérdida de confianza en las instituciones.
Muchas democracias debaten hoy sobre temas técnicos, en lugar de grandes
valores como la justicia o el bien común.*
Hay
muchas cuestiones en la respuesta de Sandel. Si empezamos por el
final, podemos decir que la conversión de la política en la resolución de
problemas técnicos obedece al planteamiento previo de la política como una cuestión técnica y no moral. El avance en
la complejidad de las situaciones globales ha llevado a un aumento de las instituciones
que son ocupadas por una nueva casta, los políticos profesionales, que ha sustituido prácticamente a los funcionarios. La conversión de los políticos en casta técnica deja a las sociedades sin liderazgo, que es asumido precisamente por los mercados. La presentación por parte de los políticos de sus acciones como inevitables convierte la política en falsa mecánica celeste, en la que se trata de eliminar
obstáculos para la verdadera fuerza que mueve el mundo: los mercados. En este
sentido, solo existe una posibilidad de acción política: liberar de obstáculos su funcionamiento,
garantizar la competencia, concepto
que sustituye a otros propios de la política como "justicia" o "ética", que son redefinidos o desestimados para ajustarse al nuevo marco ideológico.
La
ideología de los mercados no necesita de la política, la sustituye porque es
una filosofía de la acción desglosada en dos niveles, uno real y otro metafórico:
el individual y el colectivo. El segundo es solo el resultado acumulativo del
primero, que tiende a la desigualdad como elemento esencial para su
funcionamiento. Sobre ese nivel se establecen los mitos del emprendimiento;
sobre el segundo, como simple derivación acumulativa del primero, el mito del dinamismo
social y la igualdad de oportunidades, de la riqueza general, que es el contrapunto de la simple igualdad. De esta forma, la misión de la política inspirada en los
mercados no es una sociedad igualitaria —que se muestra como injusta y
antinatural— sino una sociedad de igualdad de oportunidades cuyo resultado es
una creciente desigualdad justificada en esa igualdad original que solo es una
mítica línea de partida en una carrera olvidada. Las desigualdades se acumulan
y se acrecientan, como nos muestran todos los indicadores económicos año tras
año, de Alemania a Bangla Desh. Es la consecuencia natural de la inacción política frente a los efectos de los mercados.
La creciente preocupación teórica por la desigualdad es que deja al descubierto los mitos fundacionales de la sociedad, sean los que sean, y pervierte sus mecanismos cuyo objetivo final es la convivencia. ¿Es posible la convivencia en una sociedad profundamente desigual, más allá de la teoría del estímulo social, que se demuestra falsa? La función de lo político, precisamente, es evitar ese problema mediante la construcción de la convivencia. La pregunta se traslada entonces al origen mismo de lo político, que se ve pervertido por el efecto de la desigualdad, y de la representación política.
La
profesionalización de la política tiene como consecuencia el descontento social
porque deja de servir a la voluntad popular, como sería propio de una
democracia, y pasa a ser percibida como un "cuerpo" al servicio de
una entidad anónima, llamada "mercados". El político profesional pasa a ser un simple mediador,
un rostro en el que se concreta la ilusión del cambio en la elección y la
frustración en su desarrollo. La política se reivindica en su capacidad de
transformar el mundo y se vacía en su incapacidad, ya asumida, para hacerlo.
Es
falsa la idea de que los políticos son víctimas maniatadas de los mercados. Esa
es la coartada profesional de los que ocupan sus puestos desde la maquinaria
institucional. Con ello la política se ha desvirtuado en gran medida, da igual
la retórica que se utilice en cada momento. El hecho real es que los mercados
no son formas "neutrales" de hacer política porque ninguna forma lo
es; solo son distracciones retóricas cuya finalidad es la justificación de la
función subordinada de la política.
La
violencia que se percibe en muchas partes del mundo es la constatación
precisamente de este papel subordinado, cuyo ejemplo más claro tenemos en estos
momentos en las calles de Ucrania en donde una evidente voluntad popular es
negada en beneficio de una unión comercial con la Rusia de Putin. Los argumentos que doblegaron la resistencia
armenia no han podido hacerlo con los ucranianos, que se han rebelado contra
sus propios políticos, que se negaron a firmar otro acuerdo de adhesión, esta
vez con la Unión Europea. Puede que los ucranianos se muevan por deseos
políticos, pero los deseos de los políticos no lo son o lo son en ese otro
sentido subordinado a una política económica que se revela en toda su crudeza
en este caso extremo. Los ucranianos luchan, en última instancia, aunque ellos
no lo sepan —esa es su miseria y grandeza— por pertenecer a un mercado u otro,
a estar con unos o con la competencia.
No es culpa suya, desde luego; no tienen más salidas.
Hemos
convertido nuestras sociedades en mercados, efectivamente. No vivimos,
competimos; no aprendemos, nos formamos. Toda nuestra vida se organiza y dirige no hacia
la felicidad, el bien, la justicia, la belleza o cualquier otro concepto
trasnochado, sino hacia la producción. Nuestros políticos hablan, ya sin disimulo, en esta jerga económico-laboral digna de la Metrópoli,
de Fritz Lang, un universo sin más sentido que el trabajo y el beneficio, el primero al servicio del segundo.
El
debate político ha desaparecido de la política porque los verdaderos políticos han
desaparecido de la política. Reducidos a hábiles retóricos, sofistas
profesionales, los políticos no usan ciertas palabras más que como adulación e
ilusión de los que les escuchan, sin más compromiso que el de la justificación
de la fatalidad que les obstaculizará en la consecución de lo prometido sin
medida. Los más eficientes se
limitarán a concretar sus "promesas" en cifras, en
"objetivos" económicos alcanzables y costes asumibles.
Todo
esto, esta ideología, efectivamente, no es neutral:
Muchos economistas creen que las reglas del
mercado son neutrales, pero yo no lo creo. Cuando introducimos la lógica
mercantil a conceptos como la ciudadanía, por ejemplo, cambia el significado y
el valor de esa ciudadanía. Con un televisor, la compraventa no cambia su
valor, es el mismo aparato. Pero, por ir a un extremo, no ocurre lo mismo con
la amistad: si pudieras salir a la calle y comprar amigos, no funcionaría,
porque el mismo hecho de comprar esa amistad cambiaría el significado de la
relación. Si aceptamos que las personas puedan comprar la ciudadanía, el significado
de lo que es la ciudadanía cambia. Por ejemplo, hay escuelas que incentivan a
los alumnos a leer libros a cambio de cobrar dos dólares, en este caso por el
hecho de mercantilizarlo, el valor de leer un libro cambia.*
Ese
cambio es la perversión de cualquier tipo de relación, que queda reducida a
parámetros de costes y beneficios en cualquier sentido que se le pueda
encontrar, puesto que todo, absolutamente todo tiene que ser evaluado para
demostrar su eficacia y rendimiento.
Señala
Sandel que esos dos dólares por libro leído cambian el sentido de la lectura y lo
pervierten al mercantilizarlo. Nosotros hemos hecho lo mismo, por ejemplo, en nuestras universidades al convertir cualquier actividad en créditos, una conferencia, un seminario, etc. Al igual que con el ejemplo del
libro de Sandel, se establece una división entre lo rentable y lo que queda
fuera de la regulación, en el amorfo e improductivo campo de aquello a lo que
se han asignado créditos. La conferencia más interesante sin oferta de créditos
claudica ante la más zafia que ofrezca uno solo. Vale lo que valen los créditos ofrecidos; dos actos que reciben el mismo número de créditos, son iguales. El estudiante y el profesor
solo se movilizarán por esos créditos, certificados, etc. que pasa a ser lo
rentable de la acción. Es el mercado de la enseñanza. Sí, efectivamente estamos
en una "sociedad de mercado", cuyas formas y maneras se aprenden
desde la guardería.
Al
final no existen valores sino valoraciones. No es necesario creer en nada porque solo interesan las percepciones cuyo estudio nos permitirá
realizar las siguientes acciones. Y así
sucesivamente, temporada tras temporada. No hay progreso, hay innovación. En este contexto, la
política queda reducida a muy poco. Son, como a ellos mismos les gusta ser
considerados, los "gestores", los que llevan los países como empresas
o fábricas y a nosotros como "empleados", merecedores o no de los
beneficios, si los hay. Son los artistas de la coartada, los maestros de la
justificación. Los mercados les dejan el margen de demagogia necesario para que
el sistema siga funcionando en todo aquello que no le afecte. Así es posible
jugar al progresismo —como bien enseñó Blair y sus imitadores— lo cuando hace
falta o al conservadurismo moral —como bien enseñó Reagan y sus seguidores—,
manteniendo sin tocar el "resto" que es lo que la ideología de
mercado ha hecho suyo, lo que ha reivindicado como territorio propio, pero
siempre ampliable ya que es insaciable en su absorción de campos. Para
fagocitarlos basta con convertirlos en evaluables, en susceptibles de beneficio.
La
pregunta con la que se cierra la entrevista deja cierto sabor amargo:
P. ¿Por qué cree que el triunfalismo en el
mercado ha tocado a su fin?
R. No lo creo, yo creí, como hizo mucha gente
en 2008, que con la crisis tendríamos un nuevo debate sobre el papel de los
mercados, pero no ha pasado y uno de mis objetivos es inspirar este.*
Quizá
la ingenuidad inicial de Sandel fue no darse cuenta de que las crisis no son
tales, sino oportunidades, como nos repiten
constantemente; un simple cambio de unos por otros. El mercado no tiene apegos.
La auténtica crisis no es la de los mercados —que van muy bien, siempre gana
alguien— sino la de la política misma, carente de objetivos "reales"
y llena de objetivos "realistas". En este sentido, España,
desgraciadamente, es un observatorio privilegiado de esta decadencia
generalizada de la llamada "clase política", carente de grandeza de
miras y llena de miserias que nos salpican, ya sin sorpresas, cada día. No
somos los únicos, desde luego. Es un mal generalizado y el descontento crece en
todas partes. No es consuelo. A cada palo nos toca nuestra vela. Cambiamos de
palo, pero la vela de la paciencia se va consumiendo.
Quizá
el libro de Michael J. Sandel no debiera hablar de los "límites morales
del mercado", porque no los tiene. Los límites
son espacios de transformación de los exterior a sus propias condiciones.
Habría sido quizá más adecuado hablar de los "límites morales de la
política", ya que es ahí donde existe la responsabilidad colectiva de la
elección, una vez que se ha decretado que lo que mueve a los mercados es el
"interés", un eufemismo para el egoísmo. Al interés individual de los
mercados, se contrapone el interés colectivo
de lo político.
Se han
invertido las funciones: hoy los políticos escuchan a los mercados y convencen
a los pueblos. Debería ser al contrario, que escucharan a los pueblos y convencieran
a los mercados. Pero es más difícil.
No, no
son los mercados los que están en crisis. Somos nosotros.
* “La
desigualdad creciente es un problema para la democracia” El País 8/12/2013
http://economia.elpais.com/economia/2013/12/08/actualidad/1386519746_632684.html
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