Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Leo en
el diario El Mundo de hoy la entrevista con el filósofo francés Michel Serres*, con
motivo de la publicación de la segunda parte de su obra Pulgarcita. Ese es el nombre que le da a la nueva generación,
representada por una mujer joven y moviendo a gran velocidad sus
"pulgares" sobre la pantalla de un "smartphone".
Nunca
he creído demasiado en la idea de las generaciones,
fabricaciones artificiales que aíslan fenómenos sociales mientras que olvidan otros.
El espacio no es uno por efecto
precisamente de nuestro tiempo cultural.
Habitualmente se distingue entre el tiempo cósmico —el del universo—, el tiempo
cronológico —el que nos marca la Historia— y nuestra percepción del tiempo o
duración, un forma psíquica de administrar y sentir de forma variable cada uno
de nosotros el paso del tiempo.
El
"tiempo cósmico" es cosa de los científicos y nuestras mentes
difícilmente pueden manejar sus medidas. Ya es nuestro, en cambio, el tiempo de
la Historia, el que manejamos como exterior a nosotros mismos y al que le damos
la objetividad del calendario. Sin embargo, ese calendario no es neutral, sino
el resultado del predominio cultural de unos sobre otros. La socióloga y
ensayista marroquí Fátima Mernissi** —Premio Príncipe de Asturias—, por ejemplo, señaló la especie de humillación, de interiorización del fracaso histórico, que supone para el
mundo islámico que nuestro tiempo se
mida conforme al calendario cristiano, que es el que manejamos en Occidente y
se ha extendido. El islam tiene su propio calendario, su forma de llevar la
cuenta desde acontecimientos que cada cultura fija en función de su relevancia
y que se acaba exportando si hay poder para ello. Cuando lo tuvo, también lo
ejerció.
La
necesidad de sincronización universal es una de esas cuestiones que se dan por
hechas, acabando por aparecer como "naturales" —a usted y a mí nos parece
natural que dentro de unos días
despidamos 2013 y demos la bienvenida a 2014—, sin embargo no hay nada de natural en ello, sino, por el contrario,
unas grandes dosis de cultura, de
avances científicos que lo
posibiliten y de fuerza que lo
sostenga. Cultura, conocimiento y poder dan como resultado que nosotros
celebremos esa fecha y hagamos avanzar el calendario. Como sabemos, el año
nuevo chino llegará más tarde, o dentro del mismo mundo cristiano existen
diferencias en algunas fechas, que son precisamente formas de mantener
identidad y diferencia simultáneamente.
Hemos
olvidado (o no se explica) que la creación de calendarios ha sido la forma de
mantener una identidad histórica de las comunidades y una referencia estable
que nos permita situar los momentos, contar los plazos, etc. Durante siglos
cada comunidad tenía su forma de organizar el tiempo histórico conforme a sus
acontecimientos relevantes. Son los intercambios fuera de la propia comunidad,
el comercio, el que obliga a unificar fechas de plazos, a establecer
equivalencias para cumplir compromisos y plazos.
Aunque
nos podamos referir a elementos estables como los ciclos lunares para los meses
o los anuales de la tierra para los años, eso no evita la asignación de un comienzo, de un principio significativo
para empezar a contar. Y es aquí donde comienzan las discrepancias, a veces muy
graves y conflictivas. El calendario puede convertirse en transparente
—olvidarnos de su origen y darlo por hecho— o en un recordatorio de la
incapacidad de imponer el tuyo a los demás, porque, en el fondo, ninguno es natural, sino el resultado de una
decisión política, religiosa o de ambas.
En la
idea de las generaciones se esconden algunas otras que no he acabado de
comprender, pero con la que se tratan de representar fracturas en la Historia, el segundo de los tiempos. Una nueva
generación supone, nos dicen, un nuevo
tiempo. Representar "nuestro tiempo" a través de una "joven
que maneja los pulgares con rapidez sobre una pantalla" me parece una gran
simplificación. Eso nos convierte a muchos otros en la "generación del
índice", que es el dedo que solemos utilizar —porque es el que tenemos más
históricamente entrenado— para escribir en los teléfonos y ordenadores táctiles.
Es el dedo de los teléfonos de disco y de la máquina de escribir, dedo de otra
época. Eso explica que mientras que yo escribo una línea, mis interlocutores de
entre veinte y treinta años escriben cinco, cosa que en efecto ocurre para mi
desesperación porque cuando yo estoy contestando a lo que me escribieron, ellos
ya me han mandado cinco cuestiones más. Este desfase en las velocidades, puede
ser tomado como un signo de los tiempos, que somos esclavos de la velocidad del
dedo que cada generación eligió, pero para mí lo que muestra es que existen dos
o más generaciones con una necesidad imperiosa de sincronizarse, de compatibilizar la velocidad de sus dedos.
El
aumento de la velocidad de los pulgares, además, no nos puede hacer olvidar que
el dedo "mandón", el que señala, sigue siendo el índice. Por muy
lento que sea sobre una pantalla, sigue siendo el que marca la dirección del
mundo. Los que dictaban —los dictadores— no necesitaban demasiado el dedo, todo
lo más como en el circo romano, para indicar el destino final de los demás. En el fondo, el poder no está en la velocidad del dedo, sino en la importancia de los contactos.
Responde
Serres a una de las preguntas en la entrevista:
Nuestras instituciones han sido creadas en un
mundo que ya no existe. Nuestras políticas también. La última campaña electoral
en Francia ha sido una campaña de prostáticos. No entiendo cómo la generación
Pulgarcita abordará la política. Pero está claro que el actual sistema fue
inventado antes de la revolución tecnológica y se ha quedado anticuado en
muchos aspectos. Así que los jóvenes tendrán que reinventarlo todo y crear una
democracia nueva y más participativa.*
Todas
las instituciones han sido creadas en mundos que ya no existen. Pero son
también las instituciones las que hacen
al mundo y no solo el mundo a las instituciones. El problema es cuando los hombres
no se identifican con las instituciones ni las instituciones con los hombres
porque ya no hay sincronía ni sintonía. Es cierto que la tecnología ha cambiado
nuestra percepción del mundo porque ha cambiado el mundo mismo, pero no soy tan
fácilmente optimista como Serres en ese "tendrán". Los problemas del
mundo van más allá de lo generacional.
La idea de que el mundo es de la generación que llega es relativamente nueva y
bastante irreal. En el mundo estamos todos y es responsabilidad de todos. Es la
aceleración histórica—El shock del futuro,
como señaló Toffler— lo que nos hace percibirnos como okupas y desclasados temporales. Toffler también advirtió también, en los 60, de que el mundo futuro estaría dividido por edades antes que por clases. En muchos aspectos lo está, pero no en todos ni en los esenciales.
En muchas sociedades, el peso lo tendrán las personas mayores por el creciente envejecimiento de la población. ¿Deben ser pasivos ante los cambios o exigirán, por su número, una sociedad a su medida? En otras sociedades, en que han experimentado una explosión demográfica, tenemos el ejemplo de lo ocurrido en las "primaveras árabes". Han sido los jóvenes los que han provocado el cambio con sus protestas, pero han sido mayoritariamente las fuerzas tradicionales —la generación prostática, por usar el término de Serres— quienes sigue manteniendo poder y control. Su papel ha sido esencial, pero han movido el árbol y otros han aprovechado para llevarse sus nueces. Algunas de las revoluciones que hemos visto hoy se oponían a las revoluciones de los jóvenes de antaño, hoy ya vejestorios, que una vez llegados al poder no soltaron su presa o se la pasaron a otros jóvenes, sí, pero sus hijos, como el caso de Al-Asad o el intento de Mubarak. Hay jóvenes para todo y es fácil vender juventud.
Personalizar
en los más jóvenes el avance del
mundo es, además, un gran error y cierta hipocresía porque se va ampliando su
dependencia de los mayores y se prolonga la juventud hasta los treinta años o
más para camuflar esa dependencia. Cuando esa joven de pulgares rápidos de la
que nos habla Serres tome posesión
del mundo y decida sobre su destino, tendrá ya mechas que tapen sus canas.
Puede que —si tiene suerte— entre en el cupo de jóvenes, de caras nuevas, que
los adultos seleccionan para mostrar lo abierto que está todo, pero no será
relevante estadísticamente. El mundo no es de los jóvenes —a la publicidad le gusta repetirlo porque es rentable— y aquí la semántica
echa una mano a los que controlan el diccionario, que tampoco suelen ser muy
jóvenes.
La
joven "Pulgarcita" además pertenece a una región del mundo en la que
es posible manejar un teléfono inteligente o quizá sea una de las privilegiadas
dentro de una minoría despótica que disfruta de la modernidad tecnológica
mientras que aplica el medievalismo riguroso a sus compatriotas en una odiosa
dictadura política o religiosa. ¿Cómo pasa el tiempo dentro de un burka? ¿Igual que dentro de una
escafandra espacial?
Tendemos
a considerar el tiempo histórico de forma compartida —todos estamos en 2013— y
eso es falso, pues más allá del problema de los inicios que ante señalábamos,
el del punto desde el que se empieza a contar, está el grado diferente de desarrollo
de los distintos lugares del mundo. No es lo mismo hablar del siglo XXI en un
ático de Manhattan que en una tienda de campaña en Yemen. Aceptamos que el calendario nos engañe pero deshumanizamos el tiempo; lo usamos para escribir la Historia, pero la falseamos con esa unanimidad de la fecha.
A los
tres tiempos antes señalados, que se centran en las cifras los dos primeros y
en la subjetividad el tercero, el psicológico de la duración, debería existir
alguna forma de medir doble, de recoger el momento del conjunto y el estimado por su
desarrollo, un tiempo con diferencias. De esa forma tendríamos una valoración más precisa de las
diferencias que mantenemos unos respecto a otros, una conciencia de la irregularidad del progreso. Esas cifras que a los
economistas le gusta manejar en ocasiones cuando hablan de "retrocesos" o "saltos",
trasladarlas realmente a un calendario matizado. Podría mostrarse la fecha de un país como "2013
(2005)", por ejemplo, si se ha producido un retroceso en la economía del
conjunto de esa sociedad, un empobrecimiento, una pérdida de ocho años. Un país que no avanzara, se
quedaría con una fecha estable un año tras otro, anclado por su debilidad de
crecimiento o la mala gestión de sus responsables.
No hay
porque centrarse exclusivamente en la economía, claro. También podría
elaborarse esta forma doble de medir el tiempo para los derechos cívicos,
reflejando cuando se produzca una parálisis o un retroceso. Incluso para la
cultura se podría establecer esa doble contabilidad partiendo de los datos
sobre lectura, comprensión de los textos, conocimiento de la historia, la
filosofía, etc.
Esta
doble contabilidad temporal mostraría que frente a la rotundidad artificial del
calendario, existen muchas diferencias entre los países, incluso en su
interior. No todos vivimos en el mismo tiempo, por más que el calendario lo
muestre. Las diferencias pueden ser pequeñas, pero en algunos casos no lo son y representan abismos en ciertos campos.
No
sería fácil establecer esa segunda fecha, ese año cualitativo que se juntara al
meramente indicativo, al común. Se disputaría mucho sobre la contabilidad; los políticos estarían siempre discutiendo sobre fechas y herencias, dejadas o recibidas, pero eso no sería una novedad. Si se fabrican índices anuales de "transparencia", de
"derechos", de "educación", etc. seguro que a alguien se le
ocurre alguna forma de unirlos y traducirlos a fechas relativas que restituyan
las diferencias existentes entre diversos momentos de un mismo país y de unos respecto a los otros. Sería una especie de relatividad en el que las fechas serían ciertas dentro de su propio sistema.
Así
cuando preguntáramos en qué año estamos, podríamos contestar que en 2014, pero
en economía como en "2001", en derechos como en "1982", puede que estemos en "2005" en
educación, en cultura como "1972", en convivencia como en "1492", etc.
Habrá países en los que las diferencias podrían ser centenarias y encontrarse con las
mismas libertades que hace diez siglos o con las mismas cifras de analfabetismo que doscientos años. Aunque lo diga con cierta ironía, lo cierto es que no estaría
nada mal un sistema así.
Estamos
sobre un mismo planeta, pero con grandes diversidades, por lo que el calendario
se convierte en una forma de sincronización global. Lo que no está sincronizado
es nuestro desarrollo, con avances y retrocesos, con grandes diferencias en
muchos caminos. No sé si algún día llegaremos todos a vivir además de en el
mismo planeta, en el mismo tiempo.
* "Michel Serres: 'Nuestras
instituciones han sido creadas en un mundo que ya no existe" (entrevista).
El Mundo 21/12/2013
http://www.elmundo.es/espana/2013/12/21/52b4e6c022601db6358b4584.html?a=01c2551d75ad0ca35be71c84bddf5844&t=1387614545
** Fátima Mernissi (2007) El miedo a la modernidad: Islam y democracia. Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, Sevilla.
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