domingo, 31 de julio de 2011

Un mar de flores

Joaquín Mª Aguirre (UCM)

La respuesta de los noruegos a los horrendos crímenes de su ciudadano más deleznable ha sido cubrir Noruega con un mar de flores. El país ha reaccionado en la dirección contraria que esperaba el asesino, que reclama en estos momentos la dimisión del primero ministro para declarar todos sus planes ante sus interrogadores.
La respuesta de Noruega es la de un país sensato en los que, como en todo país sensato, puede vivir un loco. Lo malo de la proporción entre locos y cuerdos es que es terriblemente desigual en sus efectos. Pero el ánimo de muchos siempre vence a las exaltaciones de unos pocos. A las palabras sigue el valor de los gestos de paz y manifestación decidida de no dejarse arrastrar por la locura asesina. Si buscaba adhesiones a su gesta criminal, solo ha conseguido rechazo.
Las sociedades tienden a olvidar con demasiada frecuencia la fragilidad de las libertades que disfrutan. Nos acostumbramos tanto a usarlas que forman parte de nuestra vida, frente a aquellos que tienen que realizar verdaderos esfuerzos para poder disfrutar de una mínima parte. Los criminales nos recuerdan que nosotros no lo somos. Los asesinos nos recuerdan con sus actos cuánto aborrecemos la violencia.

Sin embargo, cuando ocurren situaciones tan terribles como las vividas estos días por los noruegos y, con ellos, todos los hombres y mujeres de buena voluntad del mundo, debemos recordar esta precariedad, este olvidado privilegio de ser libre en una sociedad democrática en la que puedes manifestar tu opinión junto a personas que son muy distintas a ti sin necesidad de odiarlas y desear su exterminio.
 El problema de la violencia  se combate con unas medidas; las causas que llevan a la violencia con otras. El racismo, la xenofobia y la intolerancia religiosa, son fantasmas que toman cuerpo en cuanto se comienza a prestarles el cuerpo terrenal de nuestra desidia. Cuando se mira hacia otro lado, los problemas crecen. La respuesta siempre es más y mejor educación para evitar que surjan estos criminales y, si surgen, que exista la firmeza para rechazarlos. Es importante la eficacia, la excelencia, la formación, etc., pero damos demasiado por supuesto que los sentimientos de ciudadanía, los de respeto y convivencia, surgen de forma espontánea solo por escribirlos en las constituciones y comentarlos, en el mejor de los caos, una vez al año.
La “ciudadanía” no es un ejercicio escolar. Eso es solo una parte. Es sobre todo demostración y ejemplo, la vida que queremos y se concreta en pequeños detalles. Los noruegos han recordado brutalmente sus valores y se han reafirmado en su voluntad de continuarlos activamente. No se retiran, pasado más de una semana, de unas calles en las que unos y otros se abrazan y hacen gestos públicos de solidaridad. No son momentos para quedarse solo en la oscuridad de una habitación, sino de buscar lo que nos convierte en comunidad y no solo en un país-empresa. El error del nacionalismo, como invento emocional romántico, es pensar que se trata de una cuestión de sangre, una fusión de genes y tierra. Querer a un país es una metáfora; es querer lo mejor para sus gentes, para todos los que lo han hecho suyo con su presencia y esfuerzo, como lugar de trabajo o como refugio, y contribuyen a su bienestar general. Un país sin gente no existe, es solo un solar vacío. Por eso la aventura criminal de demostrar su amor patrio a través de la muerte de sus compatriotas es la evidencia de la doble locura del asesino, por matar y por matar en el nombre de su país a sus propios ciudadanos.
El mar de flores de los noruegos los noruegos expresa su dolor por los muertos y su firmeza, personal, social e institucional, para continuar con su proyecto de vida en común.

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