Joaquín Mª Aguirre (UCM)
“Ganarse la vida es vender algo que la gente necesita una vez al año. Ser millonario es vender algo que la gente necesita cada día. Ser un artista es tratar de vender algo que la gente no necesita nunca”. Con esta sesuda reflexión, a mitad de camino entre la concepción kantiana del arte y Adam Smith, el acaudalado empresario de Yonkers, el Sr. Horace Vandergelder, deja clara la separación entre el valor estético de las cosas y su valor económico.
Como han señalado los economistas, el valor de las cosas es el que determina su mayor o menor escasez. Las cosas valiosas son las que escasean y la gente necesita mucho. Eso afecta a todo tipo de elementos, productos, servicios o cualquier otra cosa, la mano de obra incluida. Cuando todos queremos algo, inmediatamente sube su valor. Cuando no lo queremos, su valor cae. Si el valor cae, podemos tratar de hacerlo más atractivo para que vuelva a suscitar interés. Eso lo hacemos aumentando los beneficios hasta que los demás vuelven a fijar su mirada en lo que ofrecemos. En ciertos casos lo haremos disminuyendo lo que pedimos —bajamos los precios si queremos vender— y en otros aumentado lo que ofrecemos.
Pero habrá casos en que dé igual lo que ofrezcamos, porque a nadie le interesará. Cuando eso ocurre, tenemos un “bono-basura” que, según el razonamiento de Horace Vandergelder, reduciría a un mero valor decorativo lo que antes tenía algún valor. La expresión “valor decorativo” de las cosas es metafóricamente interesante porque considera ese nivel de inutilidad en el plano estético: la decoración. Cuando algo ya no tiene utilidad, lo colocamos sobre la chimenea, el televisor, el piano o un estante convirtiéndolo en decorativo. Solo pasaría a tener valor si alguien también lo quisiera sobre su piano, por decirlo así.
Los mercados están decidiendo el paso del “valor” a la “decoración”, de lo útil a lo que se coloca en un marco. Los problemas provienen de los que creen que los “rescates” no son más que “ficciones” desarrolladas para devolver el valor a algo que ya no lo tiene.
La política de la confianza, de afirmar repetidamente que las cosas van a mejor, tiene unos límites. Y entre las palabras y los hechos se pueden establecer disonancias. Lo que escuchamos puede que no sea lo que vemos y los mercados se guían más por lo que ven que por lo que oyen. No se creen la obra teatral. La política europea de reuniones precipitadas no deja de ser una escenificación destinada a tranquilizar. Pero no es lo mismo hacer algo que hacer ver que se está haciendo algo.
En España, nuestros políticos se han pasado años diciendo cosas que no se correspondían con la realidad, negando hechos con palabras balsámicas que han servido para tranquilizar a los ciudadanos más que para solucionar los problemas reales. Han hablado, pero no han solucionado la fuente de los problemas que es nuestro crecimiento de lo improductivo y decrecimiento de lo productivo. Esta política del discurso de la confianza solo es sostenible cuando va acompañada de hechos y eso es lo que ha faltado. La mayor parte de las situaciones que se dijo que no iban con nosotros, iban especialmente con nosotros. Tenemos que empezar a exigir a nuestros políticos una mayor responsabilidad en sus discursos y el compromiso de los hechos.
Paolo Fabbri |
En una visita a España del semiólogo italiano Paolo Fabbri, me comentó que los titulares de la prensa española estaban llenos de verbos en tiempo futuro. Pusimos los periódicos encima de la mesa de hall del hotel y comprobamos que era cierto en una gran mayoría de titulares políticos. Los políticos españoles se han acostumbrado a que es más barato prometer las cosas que hacerlas, que la promesa es un acto en el presente que remite a un futuro que puede llegar o no. Aquel famoso “puedo prometer y prometo” con el que se inauguró la vida política democrática española marcó verbalmente a los políticos que siguieron. Y siguen en la senda de la promesa.
Ahora que parece que los ciudadanos están decididos a mantener el nivel de exigencia de cumplimiento alto de las promesas políticas puede que se esmeren más en precisar su descripción de la realidad y las medidas que toman para corregirla. La promesa que no se cumple es también un acto estético, pero un acto estético diferido: le sirve al político para lograr algo hoy, pero no tiene valor para el ciudadano mañana. Las promesas no se pueden sustituir por otras promesas, sino por los hechos cumplidos.
Por seguir el razonamiento de Horace Vandergelder y parafrasearle, “una promesa política es algo que todos necesitan desesperadamente escuchar hoy y que nadie verá cumplido en el mañana”. Existen “promesas-basura”. Y no hay mejor muestra de confianza que no tener que escuchar promesas. Con los hechos suele ser suficiente.
El Sr Horace Vandergelder y su brooker la Srta Dolly Levi |
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