Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Conforme van saliendo datos del criminal de Oslo, el perfil se va dibujando. Lecturas mal digeridas y parciales, exigencias de mayor radicalidad a los que le rodean, cierto éxito social, el contemplar un mundo plano dividido entre amenazas y traidores… Todo ello constituye un retrato psicológico y, sobre todo, social del momento. Una vez más, no es un paria.
Este tipo de asesinos mimetizan en su interior los ecos sociales porque tienen un componente mesiánico esencial. Ellos rectifican el mundo. Parece ser que ha declarado que lo que hizo “era necesario”. No es un apocalipsis del final, que lleva a la inmolación personal en la destrucción, sino un apocalipsis del principio, el que ha de marcar un cambio de rumbo en la sociedad. La cita de John Stuart Mill que ha dejado en su twitter es como su testamento sobre la fatalidad que le ha llevado a asumir su responsabilidad histórica despejando el camino a los débiles. Él ha cumplido ya su misión; que los demás cumplan ahora la suya.
El hecho de que no haya volado una mezquita o una sinagoga casa con la idea de su mesianismo. Lo suyo no es la “guerra santa”. No ha atacado al Islam que odia, lo ha hecho contra los “traidores” que les amparan y acogen, los responsables de la degeneración cultural y social que contempla en su mente. En realidad, el Islam le preocupa menos que el deterioro que provoca, a su juicio, en su entorno. Como ultranacionalista, su problema no son los otros, sino los otros que vienen y, especialmente, los que dejan que esos otros lleguen. Es contra estos últimos contra quienes ha arremetido, contra sus "compatriotas traidores". En su pensamiento distorsionado, adquiere su propia lógica: si hubiera atacado una mezquita un viernes, habría provocado reacciones de apoyo y mayor permisividad. Y no es eso lo que quería provocar.
La base de todo esto no es más que la intransigencia y la cultura del odio elevadas a su máxima expresión. El crecimiento del sentimiento xenófobo y nacionalista, fundamentalista, debe hacer extremar el cuidado sobre los discursos que se desarrollan socialmente en distintos ámbitos, especialmente en los medios de comunicación y, muy importante, en la escuela. Los dos ámbitos son espacios de recepción, junto con la familia y los grupos, de los discursos mediante los que se alientan este tipo de acciones. Pensamos que son necesarios discursos directos para incitar a la violencia, pero no es así más que en una minoría de casos. La violencia se construye gota a gota, con pequeñas palabras, con chistes, con miradas ocasionales, con actos mínimos que se van acumulando hasta alcanzar la maduración tras la que ya no es posible la marcha atrás.
El director de cine Samuel Fuller dirigió una película extraordinaria, Perro blanco (1982), en la que nos mostraba a una joven que acoge y cuida un perro perdido. Pasado el tiempo, nota que el perro se muestra agresivo y ataca violentamente a los vecinos afroamericanos que pasan junto a su casa. El perro amable y tranquilo se transforma en una bestia asesina. Investigando, descubre que es un perro entrenado para “cazar negros” por los racistas. La película nos muestra la lucha para tratar de neutralizar el condicionamiento que se ha provocado al animal mediante el entrenamiento conductista del odio. Finalmente, el perro tendrá que ser sacrificado. La metáfora de Fuller sobre el racismo es clara: es el resultado de la programación social. El odio se enseña y se aprende.
La sociedad está permanentemente enviando mensajes de odio. El hecho de que nosotros los ignoremos o los ridiculicemos, no significa que no prendan en otros, aunque sea en estos psicópatas. No se necesita una mayoría para causar una masacre; basta con uno solo. Por eso es esencial la claridad de los discursos, la nitidez de los principios, la rotundidad de las condenas para que se produzca el mínimo de ocasiones en que la monstruosidad y el horror se manifiesten.
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