Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La
retirada de Ron DeSantis de la campaña de las primarias republicanas es un
espaldarazo a la candidatura de Donald Trump, que queda solo con Nikki Haley
como rival. DeSantis era el segundo, a gran distancia de Trump, por lo que las
posibilidades de Haley, por mucho que se radicalice van a quitar poco a Trump.
Su negación de la existencia del racismo en los Estados Unidos no creo que le
traiga muchos votos cuando precisamente el racismo ha sido uno de los éxitos
perversos del propio Donald Trump en su presidencia y campañas electorales.
Es sorprendente
el grado de deterioro democrático en los Estados Unidos donde esos grupos
ultras de la América profunda se han ido expandiendo hasta conseguir
convertirse en una extraña y radical "normalidad" que aspira a volver
a la Casa Blanca. La única perspectiva positiva de esto es saber si este
radicalismo es capaz de provocar, como reacción, la movilización de los demócratas
hacia las urnas cuando sean las elecciones a la presidencia.
Lo que parece muy evidente es la caída de un liderazgo positivo y constructivo, una figura que pueda representar el progreso y gane la confianza. Esto forma parte de una crisis mundial del liderazgo, una situación que sacude a muchos países que se ven sacudidos por esta forma iracunda y chillona, extrema de hacer política. Basta con echar un vistazo a la situación mundial para comprobar que países que han sido soporte de las democracias internacionales se han visto arrastrados hacia conflictos constantes con la creación de un estado iracundo permanente.
La
"indignación", la "ira", etc. ya no es un estado que pide
soluciones ante problemas con la esperanza de que se solucionen. Por el
contrario se trata de un estado permanente que permite el enfrentamiento
continuo y que crea un áspero tono de todos los mensajes que se lanzan, con el
objetivo de desprestigiar al otro, elemento esencial en la comunicación que se
establece.
Ese
"otro" creado es hacia el que se dirigen los reproches, a quien se le
asigna el origen de los problemas. Es el objetivo de la artillería verbal y, a veces,
formas más contundentes que no son fáciles de controlar.
Esta
forma de hacer política y no ocupa solo el territorio de las campañas
electorales, sino que convierte cada minuto de las legislaturas en parte de una
guerra constante.
La
política norteamericana lo ha logrado con Donald Trump, que llegado desde el
exterior republicano, es incansable en su lucha abierta. El punto culminante de
esta forma de hacer política lo hemos tenido en el asalto al Capitolio, donde
la democracia estuvo a punto de caer ante las mismas puertas de su sede.
El
discurso político de Trump, en su narcisismo, se basa en un aspecto esencial:
nadie puede ganarle sin trampas. Ese fue su banderín de enganche para sacar a
la gente armada a la calle, a los que llamó "patriotas".
Esta
forma extrema de hacer política solo es posible negando el principio de la democracia,
que no son los votos, sino lo que se hace con ellos. La manipulación de los
votantes, su radicalización populista está barriendo la posibilidad de una
democracia dialogante en la que las diferencias de votos no sean diferencias de
mundos, sino la posibilidad del diálogo. Dicho así, parece de una enorme
inocencia, pero es la base de la superación del enfrentamiento social, el
construir juntos, y no la amenaza constante de revertir lo que los otros hacen.
La expresión "gobernar para todos" es lo que significa. Sin embargo,
los enfoques radicales buscan exactamente lo contrario. Necesitan de la
radicalización para poder mantener una irritación constante de los electorados.
Basta
con echar un vistazo a las declaraciones de nuestros políticos para comprender
que se trata de un peloteo envenado entre unos y otros, algo que debe ser
reflejado en los medios, que pasan a tener que elegir entre la crítica o el
papel de altavoces de este estruendo constante. El papel de los medios es
esencial pues este sistema requiere de todas las fórmulas comunicativas para
poder mantener la atención irritada de los votantes.
Estados
Unidos y muchos otros países, democracias avanzadas, se pasan al lado de la
ira, al de la política conflictiva, al griterío constante. Mientras, los
distintos dictadores repartidos por el planeta se sonríen ante la calma y
aplauso de que disfrutan.
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