Joaquín Mª Aguirre (UCM)
El Covid-19
no entiende de navidades. No hay buenos o malos mensajes, solo la vida misma en
sus vaivenes. Todos nuestros buenos deseos de felicidad se quedan en nada ante
lo que es la naturaleza. Por eso sigue siendo muy chocante que sigamos
dando un toque "humano" a lo que nos ocurre. ¿Somos incapaces de verlo
en su perspectiva real, biológica?
Ya nos dijo Nietzsche hace mucho tiempo que el ser humano "antropologiza" la naturaleza para entenderla en sus propios términos. El coronavirus no es una excepción. No hemos dejado de entenderlo así desde los inicios, desde lo del "virus chino" a las interpretaciones actuales de las llamadas "olas", que no son otra cosa que el resultado de nuestros propios movimientos, pero que interpretamos como si estuviéramos tumbados en las cálidas arenas de una playa viéndolas llegar.
Nos
resistimos a pensar que las personas a las que queremos "nos
contagien". Quizá la extrema interpretación "humana" de la
enfermedad la contamos aquí cuando un egipcio loco lanzó un mensaje por las
redes sociales desde los Estados Unidos diciendo
que el "virus era un regalo", un arma que Dios daba para que se
pudiera contagiar a sus enemigos, pidiendo que los enfermos fueran a abrazar y
besar a policías, jueces y autoridades de su país. La manía de meter a Dios por
medio en esto también ha surgido con el "Jesús es mi vacuna" de los
integristas cristianos norteamericanos. No solo allí. En las cifras españolas de
las encuestas que revisábamos aquí el otro día, salía un 5'7% de antivacunas
que decían no hacerlo por "motivos religiosos o éticos". Verlo como castigo o prueba forma parte de esas mistificaciones humanas de lo que nos rodea.
Hemos establecido toda una serie de preceptos sin saber realmente cómo funcionaba el virus. Hablaba el otro día con una amiga sobre esos 10-15 minutos que hay que estar junto a una persona infectada para que se considere que se debe mantener cuarentena y hacerse un test. En realidad, conque respiremos una bocanada de aire con coronavirus en suspensión ya está dentro de nosotros. No hay nadie a quien reclamar si han sido solo unos segundos.
Hay
gente que está sin mascarilla mientras está sola en su oficina y se la pone si
se acerca alguien. Al no estar ventilado el aire, que es el principal medio de
transporte del coronavirus, ya ha echado a la sala lo que tenía dentro y el que
llega, si no va protegido con su propia mascarilla que filtre lo que respira, ya tendrá en su interior el coronavirus indeseado. El virus, claramente, no necesita 15 minutos para entrar en nosotros. Pero hay gente que así lo cree porque ese es el tiempo que hemos establecido para hacerse pruebas y confinarse.
Se podrían poner muchos ejemplos de comportamiento irracional por parte de mucha gente que no se fija en cuál es el sentido de las acciones, sino que las aplica mecánicamente o desde una perspectiva antropomórfica. En ocasiones se llega al absurdo creyéndose protegidos cuando no lo están.
Lo esencial es precisamente lo contrario, tomar decisiones basándose en el sentido común y en el contexto en que uno se encuentre, donde las circunstancias mandan. Por eso, cuanto más claros estén los principios básicos, mejor. Sin embargo, nos empeñamos en reglamentar hasta el infinito nuestras acciones y racionalizar nuestros deseos, desplegando el autoengaño. En vez de creer que el coronavirus piensa como nosotros, mejor haríamos en pensar cómo actúan los virus realmente y desde ese punto poner soluciones y barreras.
Muchos se sorprenden porque las normas que se imponen —como hemos visto estos días— sirven de poco. O, si se prefieren, sirven para que creamos que hacen algo por nosotros. Lo básico sigue funcionando.
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