Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Acabo
de regresar. Han sido poco más de tres minutos en la calle, lo que se tarda en ir al
contenedor de basura y regresar. Ha sido una experiencia dura; es la primera
vez en muchos días, desde que comenzó el confinamiento, que salgo de casa, que atravieso el marco de la puerta, más allá del
felpudo. Allí he recogido las bolsas de comida que mi hijo me traía del
supermercado. Él ha seguido en su trabajo, en primera línea, día tras día.
Tuvo que vencer su propio miedo inicial, como todos los que han tenido que
estar en su puesto y allí se han mantenido.
Ayer
intenté salir pero se necesita un esfuerzo mental, una fuerza especial para sacar
al cuerpo al exterior. No sé si llamarlo valor o simplemente control, recuperar
el control de tu cuerpo, que tu cuerpo avance hacia esa barrera invisible que
te separa del mundo durante el confinamiento.
Desde
mi ventana he ido viendo cómo la gente se iba animando poco a poco. La basura,
el perro... hace una semana los niños... después la gente saliendo por parejas
a hacer deporte. El mundo visto desde una ventana, otro mundo. La sensación a
las ocho de estar unido emocionalmente de los que estás separado físicamente.
Muchos han descubierto a los vecinos del otro lado de la calle, a los vecinos
de enfrente, invisibles durante años. He visto cantarse el "cumpleaños
feliz" de un lado a otro de la calle. Los adultos han tenido que ocultar
sus miedos ante los niños transmitiéndoles una sensación de extraña normalidad.
Quizá algunos, además de a sus vecinos, hayan descubierto la vida familiar.
Bajé a
tirar unas bolsas de basura, papeles y dos con plásticos. Fui a buscar mi
manojo de llaves, olvidado en algún pantalón. Las encontré y se me hizo extraño
su tacto olvidado. ¿Cuáles eran las llaves que tendría que usar? Mi llavero
tiene más de una veintena de llaves. Hice mentalmente el recorrido, necesitaba
localizar las llaves para estar el menor tiempo posible en la calle. Me costó
recordar cuál era la de la entrada de la calle al jardín, pero finalmente el
automatismo volvió y el recuerdo se formó en mi mente. Sí, era esa. La de la
entrada al edificio era más fácil. Esta junto a la llave del buzón del correo.
Recordé que hará un mes (¿un mes, cuándo?), me sobresaltó el sonido del telefonillo.
Era el cartero. Algo habría en el cajetín. Tenía que recordar recogerlo al
subir.
Preparé
las cuatro bolsas (dos de plásticos, una de papel y otra de basura) junto a la
entrada. Me aseguré varias veces que llevaba las llaves en el bolsillo y guarde
la cartera con la documentación, también olvidada sobre una mesa. Cogí una
pequeña bolsa como guante y no lo pensé más.
Repetí
el gesto que hago siempre al salir de casa, antes de cerrar la puerta: sentir
las llaves en el bolsillo, asegurarme que las tenía. Y allí estaban. Noté
resistencia en el brazo al cerrar, pero no lo pensé y cerré. Me lancé hacia
adelante, recorrí unos metros y allí está la primera resistencia, la puerta que
da a la escalera. La abrí empujando con las bolsas y salí al descansillo, dos
pisos por delante.
Mis
rodillas se resintieron en la bajada de las escaleras. Era una sensación muy
distinta a la de las de la bicicleta estática. Bajar era una sensación nueva,
los primeros escalones han sido extraños y han provocado inseguridad, más
teniendo las manos ocupadas con las bolsas. Pero no había vuelta y llegué
abajo. Abrí la puerta que da al jardín.
Esta
vez la sensación fue otra. Era el aire caliente de la calle frente al más frío
de la escalera. Era muy raro porque estaba atravesando la barrera del invierno
y saliendo a la temperatura de la primavera, que era lo que me esperaba fuera.
Los olores del césped y una temperatura que sentí en la cara primero y en mis
brazos después.
De
nuevo el desmenuzamiento de lo que hacemos cada día automáticamente. Salir de
casa pensando en nuestras cosas y salir ahora lleno de pensamientos sobre lo
que ves, sobre lo que te rodea. El temor a encontrarte a alguien, a mantener la
distancia. Es una extraña sensación de transgresión, de miedo a lo que vas a
encontrarte al otro lado.
La reja
me deja ver la avenida. Alguna gente separada que camina evitando la
proximidad. Al salir y girar a la izquierda, hacia mí, en mi camino hacia los
contendores, a no más de 20 metros, veo que viene un hombre con mascarilla paseando
un perrito. Él se dirige a la izquierda con el perro olisqueando el muro de la
casa. Yo me alejo al otro lado, el que da a la avenida, donde están los cuatro
contenedores. Apenas miro alrededor, me fijo en los contendores. Veo que el de
los plásticos está lleno y dejo las bolsas junto a otro par que no han cabido y
han quedado fuera.
Voy al
de la basura, levanto la tapa giratoria con la bolsa de plástico que utilizo
como guante y dejo en el interior la bolsa. Después me dirijo a tirar los
papeles evitando rozar el contenedor.
Las
medidas higiénicas han obligado de nuevo a envasar en plástico o la gente se
siente más segura comprando alimentos envasados. Eso explica el contenedor
rebosante de los plásticos. Todo tiene efecto en el sistema, cada cosa nos
lleva a otras.
Inicio
el camino de vuelta sin el peso de las bolsas. No era mucho peso, pero noto la
sensación de vacío en las manos, por lo que cojo las llaves. Dejo que el hombre
del perrito siga avanzando por el lateral. No sé si finalmente entrará en mi
casa. La mascarilla me ha impedido identificarle como vecino. Cuando estoy a
mitad de camino, veo que sale de casa una pareja. Lo hacen a gran velocidad y
cruzan la calle para situarse en el centro de la avenida, en el paseo. Yo voy hacia
la puerta tratando de identificar la llave de entrada en el manojo. Me cuesta,
pero finalmente la encuentro. No toco la puerta y la llave entra con precisión.
La empujo con el pie y la propia llave. El camino hacia el edificio está libre.
Una vez
dentro, me acuerdo del buzón. Abro y extraigo las cartas acumuladas y una
notificación de correos. La subida de la escalera se convierte en otra fuente
de sensaciones extrañas, olvidadas por el cuerpo. Deseo llegar pronto arriba. La
escalera es un espacio cerrado y, no sé porqué, se percibe más en la subida que
en la bajada. Llego al descansillo y voy a la puerta. Sigue allí. La veo desde
otro ángulo, esta vez de frente; antes había quedado a mi espalda. Ahora veo lo
que antes no veía. Abro. Estoy dentro.
Dejo
las cartas en un sitio que no toque. Compruebo el aviso de correos,
probablemente para recoger el libro sobre Clarice Lispector edito por mi
querida amiga Isabel Mercader. Hay una carta del seguro médico con —por el
tacto— la nueva tarjeta. Las otras serán recibos... el agua, la luz, algo del
banco, una fotocopia de alguien que busca piso en la zona... Son indicadores de
la extraña normalidad que sigue pese a que el mundo ya no es el mismo. Al menos
para mí no lo ha sido.
He
dejado los zapatos junto a la entrada. Voy a limpiarme las manos. Lo hago
primero con un desinfectante que una querida alumna me trajo un día
("Tome, profe. ¡Cuídese mucho!"). Me quito la ropa y la echo a lavar.
Luego me vuelvo a lavar. Es la forma de aplacar al cuerpo, de disciplinarlo
para que acabe viviendo como normalidad
las nuevas rutinas a las que deberemos acostumbrarnos.
Todo el
tiempo pasado en casa se ha basado en rutinas que habrá que ir modificado, de
las que habrá que desprenderse para empezar de nuevo a vivir dentro y fuera. En
días pasados bromeaba sobre buscar las instrucciones de uso del ascensor o de
salir con mapa para no perderme camino de los contenedores. El humor sirve para
sobrellevar las cosas y también para expresar de forma simbólica ese
distanciamiento del mundo que nos ha llegado como forma de pandemia, de riesgo.
La
sensación del miedo no es tanto a lo propio. Lo terrible de esta situación es
que te hace sentir el riesgo del contacto con los demás. Nos afecta en nuestro
punto más débil, la sociabilidad y, si me apuran, el amor, ya que el riesgo
aumenta con aquellos que están más cerca de nosotros. Por eso cuando usan las
metáforas —como hoy escuché— de que "ya podemos abrazar a nuestros
abuelos", hay que romper esa falsa idea. Salir a la calle, comprar, pasear
al perro, tirar la basura... no es abrazar a nadie. Los únicos que recomendaban
abrazar a tus enemigos eran los islamistas, como recordarán los lectores
hipotéticos de este blog. El coronavirus no identifica si abrazas al amor de tu
vida o a tu peor enemigo, por eso es tan duro y lo seguirá siendo mientras no
haya una seguridad absoluta con una vacuna. Mientras tanto lo que tendremos es
un riesgo, mayor o menor, sabiendo que hoy podemos estar sanos y mañana
contagiados.
El
miedo hay que vencerlo. Lo entiendo hoy perfectamente, el día en que he tenido
que enfrentarme a mis propias sensaciones, a las del cuerpo, que no sabe de
afectos sino de supervivencia.
¡Son
tantas las cosas que echamos de menos! Son cosas sencillas, cotidianas, pero
son precisamente esas las que no podemos vivir con normalidad sino
virtualmente. El mundo digital, el de las comunicaciones, el de los videochats,
nos ha permitido vivir un nuevo estado. Pero las sensaciones físicas de bajar o
subir una escalera vuelven al cuerpo con extrañeza, con una suerte de distanciamiento
que hace que los cuatro o cinco minutos empleados en bajar la basura se hayan
convertido en una odisea emocional, física y mental.
Todavía
en mi cabeza están las sensaciones de lo ocurrido hace apenas una hora, una
salida a la calle tras muchos, muchos días. Una experiencia olvidada. Todos
tendremos algo que se nos ha quedado en el camino; alguna experiencia nueva que
vamos a hacer de nuevo, poco a poco. La viviremos de nuevos: coger un tren,
entrar en el metro, entrar en el despacho, ir al cine, sentarse en una terraza,
ir a tu restaurante habitual, dar una clase... algún día. Viviremos una
experiencia que, por ausente, ha vuelto a ser tan intensa como si fuera la
primera vez que la vivimos.
Los que
han vivido en primera línea también necesitan —ellos sobre todo— empezar a
vivir sin miedo, como normalidad, el trabajo de cada día, sin estrés, sin
agotamiento. Gracias a ellos, por su sacrificio, hemos podido ir reduciendo la
monstruosidad de la pandemia. El mejor tributo que podemos rendirles, más allá
del aplauso, es evitarles el riesgo de que tengan que seguir estando expuestos al mismo nivel de riesgo por nuestras imprudencias.
Habrá que ir ganando terreno al miedo, recuperando la normalidad segura, la confianza en los gestos más sencillos, en los movimientos que vuelven a nosotros. He querido dejar constancia de ellos, pasarlos al papel, antes de que se pierdan en el flujo de lo cotidiano. Antes que las rutinas nos vuelvan confiados, un estado peligroso.
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