Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Debo
confesar que me ha perturbado la imagen que aparece en Ahram Online. No es por
su crudeza, sino más bien por su irrealidad. La fotografía está tomada de una
de las múltiples batallas callejeras que se están desarrollando en alguna parte
del mundo. Esa parte es Ecuador, pero podría estar tomada en casi cualquier,
allí donde haya protestas. Es más fácil encontrar un lugar donde no las haya.
La
imagen nos muestra un primer plano de la máscara de Pennywise, el payaso
diabólico salido de la mente de Stephen King en su obra "It",
recuperada desde los 70 en dos partes, recientemente estrenada la segunda parte
como "It Chapter 2".
No es
la primera vez que saltan las máscaras de la ficción a las manifestaciones
reales. La más conocida es la que se extendió desde los ochenta, la máscara de
Guy Fawkes, quien intentó dinamitar el parlamento británico y a la que se dio
forma fijándola por parte de la novela gráfica y posteriormente la película V de Vendetta. Con ella, la rebelión
pasaba a tener "cara" más allá del grupo de haktivistas Anonymus. La ficción contribuyó a dar forma a la
realidad exterior.
La
aparición de Pennywise entre las figuras de una manifestación supone un paso
más en esta interacción política entre la realidad y ficción. La máscara ha
tenido una doble función: ocultar y mostrar. Hace desaparecer la individualidad
y hace nacer una personalidad colectiva, la de aquellos que eligen un rostro,
el de Pennywise, en este caso.
Han
coincidido "casualmente" dos películas con la máscara deformada del payaso en
estos meses, la del Joker y la de payaso alienígena Pennywise. Los
dos son deformaciones grotescas de un circo que ya ha desaparecido en todo el
mundo, sustituido, precisamente por los personajes de la ficción.
Aquellos
rostros antiguos, aquellas más caras del "augusto", del
"clown", ya no tienen sentido en un mundo en el que los trapecistas
se tenían que disfrazar de Spiderman para que los niños los admiraran. Eso ya
ocurrió hace muchos años y hoy los niños interpretan las máscaras de los
payasos como de grupos de atracadores, como ocurría en El Caballero oscuro. La máscara es otra y otro su sentido.
Los 70 y 80 fueron pródigos en máscaras de villanos, de Scream a Jason, pero no creo que llegaran al nivel profundo que estas de payaso llegado. Al final no había que crear nuevas, sino llenar de dolor, de resentimiento, de ira las viejas.
Ha muerto su comicidad. Son ahora un elemento intimidador en la realidad de las calles en las que se
ponen al frente del caos. Parece que han saltado desde la pantalla.
Han
triunfado las máscaras del mal, las de Joker y Pennywise, frente a su tradición
cómica. Esto se llegó a escenificar en un cortometraje presentado en el programa de James Corden donde se representaba el encuentro de ambos villanos con unos apesadumbrados clowns tradicionales porque dejaban de tener atractivo para los niños en sus fiestas.
Ahora, un par de años después, un Pennywise corona el vaso del menú infantil en las salas de cine. Los niños lo quieren. Se olvidan de Georgie.
Hemos escuchado y visto en decenas de películas ese miedo de los niños
a los payasos, algo sorprendente si tenemos en cuenta el muestrario de horrores
al que son sometidos los niños actualmente dentro de una estética feísta que
constituye nuestro entorno.
El rostro del payaso tiene un atractivo
profundo cuyo sentido es necesario explorar por nuestra salud mental. Es peligroso hacer de estos enloquecidos personajes el centro de nada. Pero nos enganchan y actúan como mediadores entre la furia interior y la violencia exterior, a la que se suman.
Cada
época es distinta. La nuestra no solo es distinta, sino que es cambiante a
enorme velocidad, por lo que los elementos que quedan permanentes en el cambio
son de interés. Dicen mucho de nosotros cuando sobreviven a la moda.
Estamos empezando a vivir en un mundo en el que algunos ya no saben distinguir lo real de lo ficticio. Las propias imágenes se vuelven equívocas, como las fakes news que nos marcan un presente irreal. La violencia que habita en nosotros busca excusas y máscaras para salir.
Vista
así, como parte de una manifestación en Ecuador, se me ha hecho presente como
una imagen a la vez real e irreal. Es la presentación del estado intermedio en
que vivimos.
He intentado ponerme en la mente de quien la eligió para lanzarse a la calle intentado
encontrar sus motivos más allá del anonimato. No lo he conseguido.
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