Las palabras del presidente Obama respecto a las redes
sociales son un paso importante en un momento delicado: «Estas tecnologías existen para darle más poder a los
ciudadanos, no para aumentar la capacidad de reprimirlos.»*
La
declaración debería interpretarse en un sentido más allá del uso que las
dictaduras están haciendo de la redes como herramientas de control e
intoxicación de sus ciudadanos. Está, por un lado, la vigilancia sobre las
personas e instituciones, la acción directa sobre ellos. Las dictaduras han
aprendido mucho sobre la “primavera árabe”. Han descubierto que los ciudadanos
se pueden organizar e intercambiar información, que es precisamente lo que
define la superioridad de los Estados respecto a las atomizadas y carentes de
medios de comunicación agrupaciones de ciudadanos.
No son
solo las dictaduras las que buscan el control de las redes. Los países
democráticos también están empezando a temerlas y a satanizarlas como el “eje
del mal”. Las redes son un ágora y como tal deben ser entendidas. Las tonterías dichas al respecto por un par
de nuestros ministros demuestran que los gobiernos no están bien preparados
para entender el fenómeno, un aumento de la capacidad crítica y organizativa ciudadana.
En el fondo, todo el que está en el poder —unos y otros en cualquier lugar del mundo— teme la mayor articulación de la sociedad, el que se dé una mayor densidad de relaciones horizontales que pudiera erosionar o cuestionar el liderazgo. Nada resulta más molesto para el que está arriba que tener que escuchar permanentemente y no que le escuchen a él. Los políticos se preparan para la oratoria, pero no para escuchar, algo en lo que todos deberían entrenarse más a menudo. De ahí la tendencia a ver negativamente las redes o —peor todavía— considerarlas como una herramienta promocional, como una forma nueva de publicidad del candidato, partido o gobierno.
Sin
embargo, por otro lado, a estos dos peligros hay que añadir un tercero que afecta a todos, el que
se deriva del enfoque comercial de las propias redes. Olvidamos con demasiada
frecuencia que nos encontramos ante un fenómeno empresarial. Esas redes en las
que volcamos nuestra intimidad y nuestras relaciones son una propiedad de alguien. Y ese alguien puede ser indefinido,
pero tiene un objetivo claro: ganar dinero. Nosotros somos su materia prima. La tentación empresarial de plegarse a los designios totalitarios de los gobiernos es fuerte si el plato que te ponen delante es el mercado chino, por ejemplo. Ocurrió con Google China. Ocurre con Twitter.
La
visión del presidente Obama es ingenua, pero correcta. Esas tecnologías
existen, efectivamente, para dar más poder a la gente. La cuestión está en que
ese poder nos llega en forma de “producto”.
La transparencia de las redes, su estar ahí, nos hace olvidar dónde estamos y
que nosotros somos un medio para ellos. Su objetivo no es darnos más poder como
ciudadanos, sino simplemente que aumente el tráfico de nuestras relaciones para
producir un beneficio.
Mientras
las redes (empresas) respeten las reglas del juego, el “contrato social” se mantendrá.
Pero en el momento en el que movidas por la tentación de ceder ante los poderes
públicos de ciertos países, las empresas se plieguen a actuar o a permitir
hacerlo contra los ciudadanos, se habrá quebrado una ilusión, una fantasía que nos
hace creer que la redes tienen algún empreño particular en que nosotros
funcionemos mejor como sociedad, más democráticamente.
Facebook, Twitter o Google son
gigantes económicos, como grandes aparcamientos. Dejamos allí nuestra caravana
y vivimos junto a otros. Pero no se debe olvidar que en cualquier momento
alguien puede llegar a recordarnos que no es nuestra casa y mostrarnos la letra
pequeña. Las alternativas de redes sociales de titularidad pública serían
complicadas porque los gobiernos no aceptarían las críticas con demasiada
cordialidad. Si tratan ahora de regularlas, peor sería que trataran de
gestionarlas.
Tendremos
que inventar algo intermedio entre los estados y las empresas. No es sencillo.
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