Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Comenta Jacques Derrida a Jean Bimbaum en el
libro-entrevista Aprender por fin a vivir:
Cada libro es una pedagogía
destinada a formar a su lector. Las producciones en masa que inundan la prensa
y la edición no forman a los lectores: suponen, de manera fantasmática y
primaria, un lector ya programado. De modo que terminan configurando a ese destinatario
mediocre que habían postulado por anticipado. (29)*
Este es uno de los grandes problemas que la cultura
contemporánea tiene planteados, la degradación de sus receptores por efecto de
las iteraciones existentes entre la oferta y la demanda. Utilizo
deliberadamente los términos económicos puesto que es la introducción de
criterios estrictamente de mercado lo que está en la base del problema.
Siempre se argumenta que el arte ha estado sometido a reglas
económicas y, en la mayoría de las artes, es cierto, pero lo que no existía era
la conciencia de mercado en los términos absolutos que hoy la poseemos.
Los textos poseen su propia pedagogía, nos dice Derrida.
Esto quiere decir que el libro nos enseña no con su contenido sino con su “lectura”, que debemos aprender cómo leerlo. Frente a la consideración
ramplona y utilitarista del libro como mero empaquetado de “contenidos”, la moderna idea de Derrida implica que los libros podrían
estar diciendo toda la eternidad "lo mismo", pero con escrituras diferentes. Es la valoración de la lengua y de su
configuración textual en detrimento del hecho o trama, elementos
extralingüísticos. El valor de un texto no está en lo entretenido de su trama, sino en su construcción, en su escritura. Lo literario no son los hechos contados, sino la forma de contarlo.
A mediados del siglo XIX se planteó el reto de la lengua
como objeto de la escritura y de la obra artística como su máxima expresión.
Las tramas pertenecían a la vida y la vida empezó a dar signos de vulgaridad
extrema, mostrando la muerte del héroe en la sociedad industrializada. El
heroísmo pasaba al acto de la escritura y al desafío que la lengua supone al
escritor que se enfrenta a ella.
Flaubert se planteó el reto antiheroico de escribir una obra
que no tratara de nada, es decir, la
anulación de la trama en favor de la lengua. Su idea de la palabra justa no es otra cosa que encontrar ese punto de equilibrio
expresivo en el que la palabra pasa a ser la gran protagonista. Para alejarse
de la literatura de héroes y heroínas, Flaubert buscó entre los seres más
vulgares y estúpidos que pudo encontrar para alejar el fantasma heroico. Sufría
por tener que escribir sobre seres tan anodinos y pretenciosos como su Madame
Bovary, de la que dijo que había una en cada pueblo de Francia para resaltar su
vulgaridad extrema. Pero la lectura heroica programada convierte en protagonista al que
se pone frente a los focos por el simple hecho de ponerse. Y Emma pasó a ser
para muchos una heroína cuando para Flaubert —ahí están sus cartas— era solo el
ejemplo de una mala lectora víctima
de sus tontas lecturas, pervertida por un gusto cursi y narcisista. No es casual que
Emma muera con un sabor a tinta en su boca. Hasta el veneno se vuelve
simbólico.
No podía contar Flaubert —y eso que no tenía en mucha estima
al futuro— con que Emma se multiplicaría como modelo de lector y que su propia
obra sería consumida como una lectura heroica romantizada. Emma era esa lectora
“programada” de la que habla Derrida, el fruto de la conjunción entre mercado y
mediocridad como forma de producción artística. Emma ya era un prototipo de
lector al que hay que gustar, era la demanda sentimental.
Para cualquiera que esté en contacto con las aulas, la
degradación lectora es un hecho incontrovertible. La reducción de la capacidad
de aceptar ese reto pedagógico que supone la lectura ha sido un auténtico
maremoto, dejando la cultura como una playa revuelta llena de objetos
inservibles o solo parcialmente recuperables.
Frente al desafío lector, la lectura rutinaria. El efecto es
el sedentarismo mental, la
pereza de enfrentarse a cualquier tipo de actividad intelectual a partir
de la lectura. Los libros son clasificados como “útiles” (los que nos aportan conocimientos
prácticos), “entretenidos” (los que nos permite matar el tiempo, en terrible expresión cotidiana) y los “escolares”
(los que hay que leer, aun sin
entender, para la configuración curricular). No hay espacio para mucho más. Ni interés.
En una cultura de la
facilidad, el simple hecho de pensar en producir un objeto cuya función sea
resistirse al “usuario” es contemplado como una locura comercial. Para eso ya
se inventaron los puzles y similares. La mercadotecnia moderna explora los
gustos del público y les da lo que esperan en un ciclo cerrado en el que ya
solo se espera lo que se puede asimilar. Es la postulación previa de la que Derrida habla. Preocupado por la
extensión —el gusto mayoritario— que es la que determina su éxito de ventas, el
libro lima diferencias y nos hace igualitariamente
receptivos. Es semilla de demanda. Se siembra lo que se pedirá y se ofrece
lo que se solicita.
Existen los libros que nos piden un poco más y los que nos
piden un poco menos. Estos últimos van ganando la batalla. El sedentarismo
mental triunfa. Se trata de pasar la vida, no de pensar en ella.
* Jacques Derrida (2006). Aprender por fin a vivir. Entrevista con Jean Bimbaum. Amorrortu
Editores, Buenos Aires.
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