Joaquín Mª Aguirre (UCM)
En las Cartas desde la
montaña, Jean-Jacques Rousseau escribió:
En todos los Estados del mundo la
policía vigila celosamente a quienes instruyen, a quienes enseñan, a quienes
divulgan dogmas; solo a personas autorizadas consiente el desempeño de tales
funciones. Ni siquiera es posible predicar la doctrina admitida a quien no es
reconocido predicador. Ciego, el pueblo es fácil de seducir; un hombre que
predica sobre los dogmas atrae a numerosas personas, y puede con facilidad
soliviantarlas. El menor intento en tal sentido es siempre considerado como un
atentado punible, precisamente a causa de las consecuencias que pueden de ello
derivar.
No es ése el caso del autor de un
libro; aun si enseña, no atrae personas, no solivianta, no fuerza a nadie a
prestarle atención, a leerlo; no va en vuestra búsqueda, y viene solo cuando
vos mismo andáis en la suya; os deja reflexionar sobre lo que os ha dicho, no
entra en disputa con vos, no se enciende, no se obstina, no disipa vuestras
dudas, no resuelve vuestras objeciones, no os persigue; si queréis dejarlo, él
os deja; y lo más importante de todo: no habla al pueblo.* (139)
La obra fue escrita tras la condena, en 1762, de otros dos importantes
textos del autor, el Contrato
social y el Emilio. El pasaje es
notable por lo que hoy llamaríamos la distinción entre la “oralidad” y la “escritura”.
El poder de movilización de predicador, del que se basa en la palabra dicha
para captar la atención del pueblo se confronta con la impotencia del autor
libresco que está limitado en sus posibilidades de captación de adeptos por la
limitada alfabetización. Rousseau señala precisamente como el punto más
importante que el libro “no habla al pueblo”; que es el que le preocupa al del Poder. La
“ceguera” del pueblo, nos dice, le hace ser presa fácil para todos aquellos que
quieran manipularlo.
El libro, en cambio, realiza unas operaciones distintas: no persigue a nadie, sino que es el lector
quien debe buscarlo y abrirlo; y puede, además, abandonarlo en cualquier
momento de la lectura. Ese “no hablar al pueblo” nos muestra el libro como un objeto
cuyo público es reducido y distinto al del predicador oral, que se dirige a las
multitudes. Es solo un pequeño número de personas las que son capaces de leer y
entender frente a los auditorios irreflexivos,
que deben recibir las ideas como dogmas.
Los libros, concluye, no deben ser vistos como un peligro ni condenados. Rousseau afirma
que sus obras no están escritas para el
pueblo y dice haberlo dejado claro en sus prefacios; que, en el caso de Emilio, no se trata de una guía educativa para padres y madres,
sino de “un esbozo” ofrecido al “examen de los sabios” (140). Son ideas
especulativas, formas de “debate”. Enfrenta Rousseau las ideas de seducción y reflexión, que serán importantes en el desarrollo posterior de las
teorías sobre la relación entre oralidad y escritura como procesos diferentes y
las formas psíquicas y sociales resultantes.
Los teóricos que han trabajado en las diferencias entre oralidad
y escritura anunciaron la llegada de una “segunda oralidad” u “oralidad
electrónica”, la derivada de los medios electrónicos de comunicación. Nuestro
mundo es de nuevo oral, es aldea, en
los términos de McLuhan, proximidad y emocionalidad reforzada por las redes
sociales que han superpuesto una nueva piel al planeta. La posibilidad de que
esa nueva piel, además de ser sensible, sea inteligente depende en gran medida
de la propia autonomía de los que la integren.
Las redes pueden ser un espacio dogmático o un espacio
reflexivo, al igual que los libros pueden ser banales o transcendentes. Lo
importante de la reflexión de Rousseau es la relación que mantiene con las
intenciones de poder que tenderá a reducir a dogma o a emocionalidad cualquier
proceso para mantener el control. Las palabras
de Rousseau en el fragmento —“Ciego, el pueblo es fácil de seducir; un hombre
que predica sobre los dogmas atrae a numerosas personas, y puede con facilidad
soliviantarlas”— siguen siendo ciertas en cualquier contexto.
Si no se evita, bajo las apariencias más diversas, siempre vuelven
los dogmas. El dogma es hoy, en última estancia y en cualquier terreno, la
creencia en que las cosas no pueden ser de otra manera. Para muchos, la ceguera
es el estado deseable. Y cómodo.
Hay que volver a las “luces”. No a una república de sabios, sino a una república
sabia.
* Jean-Jacques Rousseau (1989): Cartas desde la montaña. Ed. Universidad de Sevilla, Sevilla.
[1762]
Muy interesante esa cita de Rousseau ... Voy a ver si tengo algo suyo en la biblioteca ;-)
ResponderEliminarA mi, más aún que la diferencia entre oralidad y escritura que has analizado, lo que más me inquieta es su primera frase, la que indica el temor universal del poder hacia quien está en condiciones de subvertirlo.
Y desde luego: si se concede a la oralidad la capacidad para subvertir el poder, y estamos entrando en una "segunda oralidad"... eso explicaría bastante bien los esfuerzos de los más variopintos gobiernos por controlar nuestra actividad en la red.