Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Estas son las palabras que ha dejado en su nota Dimitris
Christoulas, el jubilado, de 77 años, que se suicido ayer de un disparo
en la Plaza Syntagma, de Atenas, frente al Parlamento griego:
El Gobierno de Tsolakoglou ha
aniquilado toda posibilidad de supervivencia para mí, que se basaba en una
pensión muy digna que yo había pagado por mi cuenta sin ninguna ayuda del
Estado durante 35 años. Y dado que mi avanzada edad no me permite reaccionar de
otra forma (aunque si un compatriota griego cogiera un kalashnikov, yo le
apoyaría) no veo otra solución que poner fin a mi vida de esta forma digna para
no tener que terminar hurgando en los contenedores de basura para poder
subsistir. Creo que los jóvenes sin futuro cogerán algún día las armas y
colgarán boca abajo a los traidores de este país en la plaza Syntagma, como los
italianos hicieron con Mussolini en 1945".*
Las palabras —terribles en su desnudez y frontalidad—
reflejan una fractura real del sistema. Es un acto real —el suicidio— que se
convierte en simbólico ante la imposibilidad de que un acto simbólico se
convierta en real —la revolución—. Dimitris Christoulas ha dejado en herencia lo único que le habían dejado, su dignidad.
En Túnez, el suicido real de un joven desesperado, se
convirtió en símbolo que trajo la revolución. En Grecia, es la muerte de un
jubilado que, sin esperanza de vida digna, tiene como última visión la futura revolución
de los “sin futuro”. El joven se suicida porque se le arrebató su única fuente
para tener una vida digna para él y su familia, que dependían de él. El anciano
se suicida porque se ve condenado, al final de su vida, a perder la dignidad con la que
había vivido. No me quedan fuerzas ni
ganas para más, viene a decir Dimitris Christoulas. Y no se suicida en su casa. Lo hace en la Plaza frente al Parlamento al que responsabiliza de su condena a la indignidad de la mera supervivencia.
La alternativa de vivir “hurgando en los cubos de basura”,
en sus propias palabras, es una imagen tan poderosa como la de la revolución
que imagina como forma de ser reivindicado en un futuro que él no vislumbra y
del que no podrá, por su edad, participar. Morir se convierte en la otra cara
digna de la moneda, un rechazo del destino social que padecerá ante la ausencia
de otra opción viable.
No sé si somos conscientes de hasta dónde hemos llegado y
del camino que nos queda por recorrer. No sé si habrá bastantes suicidas y
suicidios como para que se reflexione sobre esto más allá de las meras cuentas,
de la economía, de las luchas partidistas.
Los argumentos que se esgrimen siempre utilizan elementos materiales
para definir la sociedad: bienestar, calidad de vida, etc. Pero Dimitris
Christoulas introduce el elemento ausente: la dignidad. Es una palabra en desuso porque lo que se enseña todos
los días, de forma teórica y práctica, es que es la utilidad lo único que se debe tener en cuenta.
La dignidad es
algo que afecta a las personas y a las instituciones y tiene que ver con la
propia forma en que se perciben. Un salario puede ser alto o bajo,
pero debe ser “digno” a los ojos del que lo recibe porque se justifica así su
esfuerzo, energía, conocimiento y vida, es decir, que se lo merece quien lo recibe. Una persona es indigna de recibir algo cuando no se
corresponde con su esfuerzo o mérito. La “indignación” surge cuando alguien
recibe algo sin merecerlo o no recibimos lo que nos merecemos. Indignación causa un
sueldo indigno, tanto por defecto como por exceso. Por eso causan indignación
los sueldos millonarios, las primas a los que han hundido empresas y bancos; por eso lo hacen los sueldos miserables.
Por eso se ponderan tanto los
méritos de los que más tienen, para que se pueda seguir justificando socialmente
su codicia sin límite. Cuando vemos la creciente desigualdad, constatada en la
mayor parte de los países, teorizada como nueva justicia retributiva, comprendemos que lo que crece con ella es la
indignidad. Cuanto más crezca la distancia entre los méritos de las personas (estudios, trabajo, etc.) y lo que esas personas reciban, más indignación existirá. Cuanto más crezca la distancia entre lo que se da y lo que se recibe, igualmente, aumentará. Cuanto más reciban aquellos cuyos méritos son más que dudosos, que se aprovechan de privilegios y posición, para recibir más de lo que se merecen, más indignación aparecerá. Cuanto más se sigan bajando los sueldos y pensiones ya bajos, se siga precarizando lo precario, la gente se sentirá indignada porque no le dejan vivir con dignidad.
Y entonces, puede que el sueño de Dimitris Christoulas ya no sea el de alguien sin fuerzas incapaz de hacerlo realidad.
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