Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La mejor prueba de los problemas de privacidad que se producen
con las redes sociales nos la acaban de ofrecer en Pierce County, Washington.
Gracias al tratamiento de vínculos entre las personas, Facebook le brindó a una mujer la posibilidad de entablar “amistad”
con otra. Una de tantas ofertas diarias de amistad en el espacio más amigable del universo. La curiosidad le
llevó a investigar quién era esa persona y saber qué tenían en común. Al
explorar su muro vio su foto de bodas cortando el pastel nupcial. No
habría pasado nada de no ser porque él era su marido desaparecido sin rastro hacía tres
años y del que nunca se divorció.*
Dejando de lado el problema de la bigamia, lo interesante es
el funcionamiento de las redes sociales. No hay duda de que acertaron al
encontrar un “interés común” entre las dos mujeres. Lo que hacen las redes en
agrupar toda la información que vamos produciendo con nuestras acciones y
contactos. Realizan un mapa personalizado en el que todo se transforma en
información manejable, procesable. Peras y manzanas se suman cuando se
transforman en datos. Un libro, la música, los amigos comunes…, cualquier cosa
que hagamos se traduce en datos creando unos patrones específicos que son
confrontados con otros patrones, resultando unos más próximos que otros. Se trata de poner en contacto a los que tienen patrones similares, intereses comunes.
¿Por qué tienen tanto interés en que hagamos amigos? La “amistad” es fuente de más informaciones ya que
se traduce en más interacciones. Compartir algo es establecer una relación doble,
con lo que se comparte y con quien se comparte. Cuando la red
detecta que dos personas tienen una serie de puntos en común, los pone en
contacto. Si funciona, producirán más y más precisas informaciones que contribuirán
a mejorar la precisión de su perfil.
Etiquetado de marcas en las fotos |
El revuelo causado por el cambio de privacidad en Google
está justificado. Al poder cruzar todos los servicios que utilizamos en el
marco de la compañía, la precisión del perfil se eleva exponencialmente. Es
mucho más fácil poder anticiparse y ofrecer lo que se desea o se necesita por
medio del viejo sueño de la publicidad: el anuncio personalizado.
La cuestión no se puede limitar —como algunos quieren— a la eficacia comercial. Eso es un
despropósito absoluto. La creencia en que las actividades comerciales son “neutrales”
y que se puede almacenar información sobre los sujetos porque vender es una buena causa, no deja de ser infantil. E
interesada, claro.
El caso del bígamo, más allá de la anécdota, nos muestra lo
fácil que resulta identificar a una persona. Las personas se ocultan en la vida
real, pero no lo hacen en la vida virtual. El bígamo se había cambiado de
nombre, pero no es eso con lo que trabajan las redes para poder garantizar el “anonimato”.
Dice el avance del diccionario de la RAE (en su tercer sentido) que “anónimo”
significa “indiferenciado, que no destaca de la generalidad”, y nos pone como
ejemplo “gente anónima”. ¡Gran error! Solo una sociedad de mentalidad nominalista
puede creer que es el nombre el que
nos saca del anonimato, pero eso
mismo es lo que implica “anónimo”. Es el nombre lo que nos diferencia, nos
dicen. Sin embargo, la moderna sociedad cibernética prescinde del nombre y se
centra en la acción y la interacción. Les sobra nuestro nombre.
Somos lo que hacemos; nuestra historia es la acumulación de
nuestros actos. Somos un patrón, un
conjunto repetitivo de acciones traducido en un “perfil”. Una parte de nuestras
acciones son interacciones, que es la
forma de describir desde la teoría de la acción las relaciones con otros. Como
seres humanos nos relacionamos y tenemos nombres. En las redes, en cambio,
interactuamos y generamos un perfil. Lo que las máquinas extraen de nuestro
comportamiento son regularidades y contactos, que son las conexiones que forman
las redes más amplias, el tejido social, por el que fluirán las ofertas que nos hagan llegar. Cada
aplicación que nos regalan es un
nuevo escenario para que nos relacionemos con otros. Es una incitación
constante a vivir en el nuevo espacio virtual para poder seguir agrupando
datos.
La idea de que no les importamos nada en lo personal, sino
solo por las acciones que podamos realizar es cierta. El problema es que además
de una dimensión económica, tenemos otras políticas, afectivas, etc., que
también quedan registradas y pueden ser intervenidas o espiadas. De lo que
hemos hecho, se deduce lo que podemos hacer; de nuestras relaciones pasadas, las
futuras. Se hacen proyecciones
y estimaciones. Nuestro perfil dice
que tenemos una probabilidad mayor o menor de hacer A, B o C. Nada más. Pero
eso es más que suficiente.
Cada día aportamos más de nuestra vida al alter ego virtual.
Ya no es solo en el terreno de las amistades y aficiones, sino también laboral e
institucionalmente. Las posibilidades de desaparecer en la vida real son cada
vez más sencillas en comparación con las de hacerlo en la vida virtual. De ahí
los graves problemas que ya se plantean con el borrado
real de datos.
Cuando hemos creado unas grandes cantidades de información personal
en las redes, aunque nos cambiemos de nombre, pronto apareceríamos gracias a la
emergencia de los patrones. Como experimento,
podríamos crearnos una nueva identidad. En poco tiempo, es muy probable que la
red nos ofreciera la posibilidad de ser nuestro propio amigo. ¡Tendríamos tanto en común!
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