Joaquín Mª Aguirre Romero (UCM)
Conquistamos un imperio porque nos sentíamos amenazados.
Primero fueron nuestros vecinos del norte. Nunca habían sido
agresivos, pero eran una amenaza. Nos inquietaba saber que si ellos lo hubieran
deseado nos habrían acorralado contra el mar. Solo pensar que podrían arrojarnos
a las embravecidas aguas de este mar color vino nos resultaba insoportable.
Muchos de nuestros hombres sabios se opusieron; dijeron que era una locura
invadir a nuestros vecinos después de cientos de años de convivencia pacífica.
Pero cuando la desconfianza se ha adueñado de nuestros corazones, ya no es
posible que la mirada se dirija a las montañas sin que el puño se aferre a la
espada. Ya no ves un paisaje, las montañas en las que habitaron nuestros
dioses, sino el camino por el que ha de llegar la muerte en una noche sin luna.
La sorpresa fue determinante en nuestra aplastante victoria.
No nos esperaban y sus caras reflejaron la incredulidad hasta el momento mismo
en que nuestros aceros cortaron sus gargantas. Tras la masacre, pudimos
respirar tranquilos, dormir con la confianza en que nuestros enemigos no se
abalanzarían sobre nosotros durante el descanso. Nuestros hijos pudieron jugar
sin temor y nuestras mujeres tejieron nuevas túnicas para sustituir las que
habían quedado manchadas de sangre.
Tuvimos un periodo de paz y nuestros enemigos se
convirtieron en nuestros esclavos. Uno de los exploradores que había cabalgado
hasta los nuevos confines de nuestra patria nos contó que, tras otras montañas
lejanas, existía un pueblo desconocido. Traía un caballo cargado con los
presentes que nos enviaban como salutación. Agradecimos aquella muestra de
afecto colgando sus telas en las puertas de nuestro templo y guardamos sus
joyas junto a los tesoros reales.
Pero la visión de aquellas telas movidas por el viento
despertó en nosotros el recelo. Nos parecían las banderas orgullosas que ondean
tras la conquista. Nada nos indujo a pensar así, pero de nuevo llegaron las
noches de insomnio, la preocupación por nuestros hijos y esposas. ¿Cómo salir
tranquilos de nuestras ciudades sabiendo que en cualquier momento podríamos ser
invadidos por los que vivían al otro lado de nuestras fronteras?
Habíamos ensanchado nuestro imperio. Tuvimos que crear
nuevos puestos de vigilancia para proteger el nuevo territorio. Necesitábamos
más soldados y nuestros hijos fueron llamados
cada vez más jóvenes para incorporarse al ejército.
Cuando la visión de aquellas telas al viento se nos hizo
intolerable, uno de nuestros más bravos guerreros lanzó una encendida arenga al
pueblo reunido en la plaza. Todos gritaron y elevaron sus puños al cielo cuando
arrojó los regalos al fuego que ilumina la entrada del palacio. Nada une más a
un pueblo que un grito de guerra. Aquella noche fuimos uno.
Se reunieron todos los hombres disponibles y se abrieron las
puertas de los cuarteles para recibir a los que se ofrecían para traer la paz y
la seguridad a la tierra en la que descansan nuestros muertos. Nuestro
compromiso con ellos llega hasta el fin de la historia y debemos evitar que sus
tumbas puedan ser pisoteadas por corceles enemigos. Nuestra tierra es sagrada.
Fue una guerra dura, pero finalmente sucumbieron a nuestros
ejércitos. Los que regresaron contaron a los viejos y a los niños sus hazañas y
los poetas las pusieron en versos para ser recordadas. Se escribieron tragedias
que se representaron cada año en honor de nuestros muertos. Nosotros fuimos los
héroes y ellos los bárbaros amenazantes que ofendían a los dioses y buscaban
con envidia nuestra perdición.
Nuestro imperio ha crecido tanto que los que viajan a sus
extremos se asientan en tierras muy distintas a las que los vieron nacer.
Muchos han olvidado ya el sonido del mar y el reflejo de la luna llena sobre
las aguas. En ocasiones llegan extraños que dicen ser parte de nuestras
familias, hijos de los que se fueron. Y recelamos de cuáles sean sus
intenciones por temor a que reclamen algo que hace mucho tiempo que dejó de ser
suyo. No siempre les resulta fácil entenderse con nosotros pues nuestra lengua
ha cambiado en sus bocas. Ya no suena como martillos de plata sobre escudos de
hierro, sino como el golpeteo de puños sobre mesas de madera. No es fácil
entenderse con ellos. Pasan algún tiempo con nosotros y se van añorando los
lugares distantes desde los que vienen.
Cuando les despedimos, algunos creen ver en sus ojos el brillo de la codicia. Auguran
que regresaran algún día con otras intenciones y piden que nos preparemos.
PD: Maica se quejó el otro día de que hacía tiempo que no leía algún cuento mío. Aquí hay uno dedicado para ella.
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