Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Cuando el euro se implantó en España, un conocido
presentador de un informativo televisivo introdujo una noticia de la siguiente
manera: «Según estudios
realizados en la Universidad de X, pensar en euros puede causar accidentes de
tráfico». Ante tal entrada —y la llegada del euro—, no me moví de delante del
televisor. La pieza nos mostraba un experimento realizado en una universidad
española sobre los efectos de la distracción al conducir. Una pequeña cámara situada
junto al retrovisor observaba y grababa las reacciones de los ojos del
conductor mientras conducía. El investigador le pedía al conductor: «Piense:
¿cuántos euros son mil pesetas?». Se trataba de ver cómo disminuía la capacidad
de reacción cuando vamos distraídos al volante, en este caso calculando la operación solicitada. Podían haberle preguntado por
los euros o por cómo se llamaban los siete enanos de Blancanieves. Era indiferente
el tema, se trataba de hacerle pensar en otra
cosa, simplemente.
Con lo de la voz de los políticos ocurre lo mismo. Las voces profundas son más agradables que las agudas, sean de un político o de un fontanero. Los sonidos con frecuencias altas son hirientes, mientras que las bajas no. El Diccionario de la Real Academia dice de “estridente”: “Dicho de un sonido: Agudo, desapacible y chirriante”, por lo que el mismo lenguaje identifica lo agudo con lo molesto si necesidad de que lo diga ninguna universidad americana. Cuando gritan o se alteran, las voces de las personas —además de subir de volumen— se agudizan volviéndose estridentes, desagradables. No tiene nada que ver con la política. Todos preferimos a las personas que no chillan, son menos molestas. Los que chillan demuestran menos control emocional y eso no se suele valorar en un político. Tiene que ver con el carácter, no con la voz. No se deben confundir los efectos y las causas.
Por eso,
sacar conclusiones de que en la política, para triunfar, hay que tener voces graves, no es más que incidir en los
aspectos más triviales y trillados. No se trata de tener voces profundas, sino ideas
profundas y cuanto menos se haga creer a la gente —incluidos los políticos más
simples— que con maquillaje y ortofonía se puede hacer una carrera brillante,
pues mejor para todos.
Los
estudios no dan a elegir entre dos
personas, sino entre dos “voces”. Deducir que porque la voz de uno es más agradable eso lo convierte en el más
votado es un disparate. Por ello, titular la noticia “La voz profunda, clave
para triunfar en política” es además de una tontería, una falsedad. Por más que
se encuadre la noticia como “Ciencia / Psicología
/ Investigación en EE.UU”, formas de intentar conferirle a la cosa algo de credibilidad, son barbaridades.
Tendrían que explicar que es “triunfar” y que es “política”, algo que es mejor
que no hagan.
La
investigadora de la Universidad de Duke, autora de la investigación, según
reproduce El Mundo, señala que
"parece que nuestras voces llevan más información que
las palabras y saberlo puede ayudarnos a entender factores que influyen en
nuestras relaciones sociales, e incluso explicar por qué hay tan pocas mujeres
en altos cargos políticos"
El
descubrimiento de que las voces “llevan más información que las palabras”
simplemente demuestra que la autora desconoce la diferencia, por ejemplo, entre
leer un poema y escucharlo recitado o entre leer una obra de teatro y después
escuchar a Sir Lawrence Olivier. Demuestra que no ha leído jamás a Walter Ong,
a Paul Zumthor o a Marshall McLuhan, por ejemplo, solo por citar a conocidos
investigadores sobre las diferencias entre la oralidad y la escritura. ¡Pasmoso!
Pero la conclusión de que existen menos mujeres en “altos cargos” por las voces no es siquiera simpleza. Va más allá. Aunque después se habla de “sociedades patriarcales” (que también tiene lo suyo), como algún factor que añadir a las voces, la barbaridad es de tal calibre que no creo que sea necesario comentarla.
Mientras
sigamos concibiendo la política como una cuestión de voces y no de ideas,
estaremos potenciando el triunfo de los que han proliferado al hilo de esta
democracia mediática, en la cual solo se desarrolla la segunda parte, la de los
medios. Aquí a nadie parece interesarle las ideas ni los hechos, solo las voces
y las caras, es decir, todo aquello que se puede enviar a un periódico, una
radio o una televisión. Convertimos nosotros mismos las elecciones generales en
la Moncloa Fashion Week.
Mientras
los políticos se preocupen más de escuchar a sus asesores de imagen que a los ciudadanos, la política será cosa de
peluqueros, maquilladores y maestros de ceremonias. Y ninguno de ellos es capaz
de arreglar la economía, el paro, la educación, etc. Solo de vivir de su
asesoramiento, generalmente bastante bien.
El
resultado es ver la política como una pasarela, porque habrá quien se lo crea
realmente. Creo que desde los medios y desde la ciudadanía deberíamos empezar a
manifestar rechazo por este tipo de orientación, esta tendencia a la frivolidad
en la política. Empezar a analizar las
palabras y las ideas tras ellas y no los peinados, trajes o voces.
Porque
—sí, hay que decirlo— la política es algo serio,
que no excluye ni la ironía ni el sentido del humor, pero sí la frivolidad y la
trivialización. Nos va mucho en ello.
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