Joaquín Mª Aguirre (UCM)
El artículo publicado por The New York Times sobre las exploraciones del cerebro mientras se
realizan lecturas de ficción* confirma algunos resultados previos sobre cómo
funcionamos ante los relatos. A veces la Ciencia necesita navegar por la
obviedad, pero es su sistema de trabajo, necesita pruebas experimentales. El
descubrimiento de que las personas que se acercan a la Literatura (o al cine o
al teatro), es decir, a cualquier arte que imite la vida, desarrollan una mejor
comprensión del comportamiento de los otros y una mayor habilidad social podría
parecernos evidente, pero la Ciencia necesita pasar a la gente por el scanner para comprobar cómo les funciona
el cerebro cuando leen.
Han descubierto, por ejemplo, que las metáforas activan
zonas del cerebro implicadas en los elementos sensoriales conectados. Eso
significa que cuando leemos “su voz era de terciopelo”, por ejemplo, se activan
zonas del cerebro relacionadas con el tacto.
The brain, it seems, does not make much of a
distinction between reading about an experience and encountering it in real
life; in each case, the same neurological regions are stimulated.*
Es similar a la falta de distinción entre los sueños y la
realidad cuando estamos dormidos. Nuestro cerebro no distingue entre los dos
estados porque todo le parece igual de “real” y, en cierto sentido, lo es, ya
que es el cerebro el que representa todo ante la conciencia. También el sueño
es una ficción, una producción cerebral sin estímulo exterior. La lectura hace
que experimentemos cerebralmente situaciones que no estamos viviendo
corporalmente, aunque en la lectura la "información" venga de fuera. El lenguaje "encapsula" la experiencia, que se expande en la imaginación.
La cuestión va más allá. Leer ficciones nos ayuda a colarnos
en la mente de otros y salimos del observatorio
en que nos encontramos. Los científicos lo llaman “Teoría de la mente”, que es
el equivalente a tratar de adivinar a
través del comportamiento exterior lo que hay en la mente de los demás, una
especie de ingeniería inversa de la motivación
y los sentimientos. Señalan en el artículo:
Narratives offer a unique opportunity to engage
this capacity, as we identify with characters’ longings and frustrations, guess
at their hidden motives and track their encounters with friends and enemies,
neighbors and lovers.*
Hace tiempo que los psicólogos enunciaron otra obviedad
necesaria: que los humanos somos muy buenos estableciendo deducciones sobre lo
que los demás puedan tener en la cabeza. Es un requisito para la convivencia.
Tanto para evitar los conflictos como para meterse en ellos, es necesario saber
qué molesta a los otros para evitarlo (o fomentarlo). De esta forma nos ahorramos,
por ejemplo, herir los sentimientos de la gente al “ponernos en su lugar” o “ponemos
el dedo en la yaga” cuando queremos fastidiarlos. Nos anticipamos para evitar
conflictos cuando desarrollamos esa habilidad social. Para ello nos tienen que
importar los demás, claro.
La ficción crea universos con reglas más o menos parecidas a
las del espacio-tiempo en el que vivimos. Por muy fantásticos que puedan ser
los escenarios y las acciones, las motivaciones deben ser humanas porque no
disponemos de otras. Aunque hagamos películas como Cars o pongamos de protagonistas a dioses, semidioses, zorras,
liebres o tortugas, son variantes de lo humano. Nos proyectamos en ellas. Le damos
forma humana a todo. Por mucho que lo
intente, solo puedo crear seres que se comporten conforme a principios que
entiendo y que los demás puedan entender, y eso va del gato de Cheshire a
Hal-9000.
Los grandes narradores son los que son capaces de crear
universos que nos permitan sumergirnos en ellos, vivirlos, o —como dirían en un estudio neurológico— activar las
zonas correspondientes del cerebro. Esa es la maravillosa capacidad simbólica del
lenguaje —cuando las palabras están implicadas—, la de reproducir en nosotros
lo ausente, recreándolo en nuestro interior. Las ficciones nos envuelven como
una burbuja y, mientras duran, nuestros sentidos son sustituidos por las “sensaciones
simbólicas” que nuestro cerebro experimenta a través de las palabras. Decimos
que nos aislamos con la lectura, y es
cierto, desconectamos porque nuestro
cerebro está ocupado recreando las falsas sensaciones que la ficción nos
ofrece.
Nos dicen
como conclusión: «Reading great literature, it has long been averred, enlarges and
improves us as human beings. Brain science shows this claim is truer than we
imagined.» Lo
importante — el “great”— también es una obviedad, pero necesaria. La reducción
lingüística que los investigadores van comprobando generación tras generación,
la reducción del número de palabras conocidas y manejadas, reduce nuestra experiencia comunicativa y comunicable del mundo y, por tanto, nuestra capacidad de absorber
ficciones de forma eficaz. De la misma manera que se activan zonas de nuestro cerebro cuando leemos una metáfora, es de
suponer que si desconocemos los términos no se encenderán allí por donde se
encuentren. Evidentemente, no se trata —como alguno pensaría— de encender
muchas zonas del cerebro, sino de mejorar nuestra percepción de algo tan
complejo como son el mundo y nuestras emociones. Tanto un campo como el otro se
vinculan a través de nuestra ventana al exterior, la conciencia. Cuanto más entrenado esté nuestro cerebro para
comprender ficciones —maquetas del mundo— mejor se moverá por la realidad o, al menos, tendrá
más recursos para enfrentarse a situaciones y canalizar sus sensaciones y
experiencias, podrá verbalizarlas y compartirlas con otros.
No
basta con decir que se activan zonas de nuestro cerebro con el lenguaje más
allá de la zona lingüística. Por eso hablar de “gran literatura” no es ocioso. Es
donde vamos a encontrar la variedad y riqueza de experiencias con las que
enfrentarnos a la complejidad del mundo y a nuestra propia educación
sentimental y social. No es el único lugar en donde aprender del mundo y los sentimientos, pero sí uno de los más enriquecedores y gratificantes.
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