Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Nos hallamos […] en un mundo paradójico en el que la cosa
accidental adquiere más sentido, más encanto que los encadenamientos
inteligibles.** (161)
Un mundo sin encadenamientos, sin causalidad, es
irrecuperable como sentido; es un ocurrir,
un mostrarse, algo que nos podemos
permitir como lujo filosófico, pero no como participantes en la vida social. Si
las cosas simplemente ocurren, nos
desbordan.
Juega Baudrillard con dos palabras, “sentido” y “encanto”,
entre las que existe una gran distancia, pero que él astutamente convierte en
sinónimas. De esta forma sutil se desplaza desde aquello que podemos (y
debemos) comprender hasta lo que nos encanta,
término que juega entre el hechizo y la seducción, maniobras ambas en la que
nos dejamos llevar, somos manejados por otros cediendo el control.
Pero, ¿por qué ese “encanto” de lo accidental? ¿Por qué no seduce? La seducción es precisamente una
anulación de la racionalidad. Aquello que nos seduce, decimos, nos hace perder el sentido. La seducción de lo
accidental es el dulce atractivo de la impresión estimulante frente la
reflexión comprensiva.
El auge de la emoción como sentimiento rector, ya sea desde
de las neurociencias o desde los libros de autoayuda, es un hecho característico
de nuestra sociedad, que busca en lo accidental la sorpresa como factor
dominante de las acciones. Sorprendentemente —paradójicamente, decía
Baudrillard— en una sociedad de la acción, una sociedad dinámica, se acaba
produciendo una apatía que valora en lo accidental la capacidad reactiva. El crescendo de las emociones intenta
compensar el mundo de protocolos y rutinas en las que el estado-fabril
(político-económico-productivo) se ha convertido y ha transformado nuestras
vidas. Oscilamos entre lo fabril y lo febril, entre la rutina y el
accidente, entre el rigor productivo y el arrebato emocional.
La preferencia encantada
por lo accidental nos muestra que se renuncia a la comprensión de los marcos
para centrarnos en aquello que llama nuestra atención, palabra clave en una
sociedad espectáculo en la que la mirada tiene su privilegio, una mirada
desconectada del cerebro y cuyos estímulos se reparten por el cuerpo.
Vamos de estímulo en estímulo, de accidente en accidente,
sin construir la figura que los une. Los medios hoy no transmiten sentido sino accidentes,
que son los capaces de atraer nuestra atención a través de la seducción. Lo
accidental triunfa sobre lo esencial, que se oculta a la mirada.
Que encontremos más sentido y encanto en lo accidental
significa que el mundo que nos rodea ha adquirido una racionalidad que no le
concedemos, sino que procede de su propio orden, un orden que no necesita de
nuestra comprensión. Es un orden monstruoso, inabarcable, que nos desborda. Es
la racionalidad con la que chocaba el agrimensor K en El castillo kafkiano.
El espectáculo del comportamiento de los mercados, por
ejemplo, nos hace dudar de si estamos ante un comportamiento racional o
irracional, si nos encontramos ante un orden subyacente de variables
desconocidas o ante la emocionalidad más absoluta que se disfraza de simulación
matemática para ocultar su origen accidental. No sabemos si estamos ante la conspiración o el caos globales.
Ante procesos como estos, nosotros —agrimensores que hemos
renunciado a preguntar— recorremos las estancias del castillo-mundo deseosos de encontrar los acontecimientos con los
que ser seducidos, más reales y estimulantes que los intentos de comprensión de
lo esencial que se nos escapa por los corredores oscuros de la realidad.
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