Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Los belgas están ejerciendo algo que Nietzsche no les concedía, el sentido del humor. Porque, ¿de qué otra forma pueden tomarse el record recién batido de días sin gobierno superando al anterior campeón Irak? Lo han probado todo y ha sido inútil. Incluso han recurrido a huelgas sexuales, es decir, a exigir a esposas y maridos de los implicados en la decisión de formar gobierno tenerlos a pan y agua afectivos hasta que haya gobierno…, pero ni por esas. Porque hay belgas que no quieren ser belgas, o solo quieren ser un pocos belgas, o incluso los hay que no quieren ser nada belgas. La gente, la mayoría de la gente de Bélgica, parece ser que sí quieren seguirlo siendo, pero eso no significa mucho. Lo peor de todo es que, cuando han echado cuentas, han descubierto que el déficit se ha reducido mientras no hay gobierno. Con este descubrimiento en la mano, algunos han sacado la conclusión de que si siguen así, se arreglarán solas las cuentas del país, terrible conclusión si se extiende.
A mí todo esto me ha traído al recuerdo la figura del humorista francés Coluche y su aforismo «Los jefes son como las nubes… ¡cuando desaparecen, el día se arregla!», que parecía anticipar el descubrimiento de los belgas. Coluche, humorista de buen corazón y verbo acerado («Toujours grossier, jamais vulgaire», siempre grosero, nunca vulgar), azote de la estupidez con el látigo de la inteligencia, decidió presentarse a presidente de Francia ante lo que a él le parecía la oferta electoral de un pobre material humano.
En las últimas décadas, la política ha perdido idealismo y ha ganado vulgaridad en unos casos y excentricidad desvergonzada en otros. Nuestra teoría de la eficacia ante todo, la teoría del “buen gestor”, nos ha traído una lista de gente cuyo objetivo primordial son las cuentas y, en política, cuentan más cosas. La carrera política ha dejado de ser una metáfora y se ha convertido en una mediocre realidad. Los políticos simpáticos, que prefieren tener chistes y ocurrencias antes que ideas, han proliferado para desgracia de todos. Igualmente han proliferado las carreras de los delfines, jóvenes que entran en los partidos y trepan por las escalas internas hasta llegar a sus niveles de incompetencia en la administración, que pagamos todos.
Ahora mismo tenemos a un ministro de Defensa alemán denunciado por “cortar y pegar” su tesis doctoral y al presidente de un gobierno que se las tendrá que ver con un tribunal para explicar sus aventuras con menores. La explicación general que da el presidente es que es guapo, simpático y rico. ¡Qué más puede pedir un país! Pues, según parece, algunos piden su dimisión y otros están orgullosos de tener a un tío tan simpático al frente de sus destinos. En política, piensa algunos, no hay nada que no se arregle con un buen lifting y una sonrisa.
Y la culpa es nuestra porque nos han acostumbrado a sus gracias y chascarrillos y nos reímos con sus simplificaciones y simplezas, con sus gestos estudiados en cursillos de comunicación no verbal, y sus trajes seleccionados por sus jefes de imagen. Sobra telegenia y hacen falta ideas. El liderazgo es algo más que encuestas entre bostezos generalizados. Del líder carismático hemos pasado a esta extraña figura seductora, mediática, a políticos con guionista, que consideran que la argumentación pasa por la peluquería.
Desgraciadamente todos estos personajes se alimentan de nuestra dejadez, de nuestra risa fácil, de nuestra creencia en que sobrevivimos porque muchas cosas marchan solas, en que por muy malos que sean ellos, los países —como los gatos— siempre caen de pie. Lo peor de todo es la pedagogía negativa que supone, la producción de indiferencia y desinterés para con la política en las nuevas generaciones. Las encuestas dicen que la gente se fía poco de los políticos, pero a ellos eso les da igual. Siguen ahí porque si no es uno es otro.
Hacen falta personas que realmente tengan algo que decir a sus ciudadanos desde el respeto a su inteligencia y sobran aquellos que se benefician del fomento de la estupidez. Entre “eficaces” y “simpáticos” estamos reduciendo el nivel de nuestra vida política al de un elegante patio de vecindad. Nada pervierte más la vida política democrática que el desinterés. Decía Coluche que la dictadura es decir “¡cállate!” y la democracia “¡habla todo lo que quieras!” Es cierto, pero, además de hablar, es bueno que ese decir tenga algún sentido.
En la política nos sobran payasos y nos falta Coluche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.