Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Frustración. No puede calificarse de otra manera. Recurríamos hace un par de días a la figura del patriarca para explicar su actitud. Mubarak ha comenzado su discurso: “Les hablo como un padre a sus hijos”. No podía haber empezado peor ni terminado peor. Mubarak no entiende que el pueblo egipcio no quiere ser su hijo, que no le reconocen como padre, que es un padre repudiado. El patriarca Mubarak es incapaz de entender lo que ahora surge como un clamor tras su discurso: “¡Abajo Hosni Mubarak!” “¡Vete, vete, vete!”. Lo repiten miles y miles de voces.
El discurso ha sido una auténtica infamia política en la que el responsable del régimen se pone del lado de las víctimas y comparte su dolor e indignación. “Soy”, les ha venido a decir el dictador pétreo, “como vosotros, quiero lo mismo que vosotros, y con vosotros vamos a llevar esta nave a buen puerto”. Pero lo más irritante han sido sus “nosotros”, su empeño constante de incluirse en un nosotros del que los demás ya le han excluido. “Yo también he sido joven”, les ha dicho con desvergüenza. ¿Qué parte no entiende?
Hosni Mubarak acaba de cerrar todas las puertas posibles y se ha quedado solo, solo con su dedo, ese dedo con el que recibe los mensajes del destino y que le ha guiado por las avenidas de la Historia. Ha puesto en el disparadero al pueblo, al ejército y al resto del mundo. La apelación permanente de Mubarak a que morirá en Egipto podría ser un deseo inconsciente o una invitación absurda a terminar un calvario. El problema es lo que costaría.
Ha cerrado, además, las posibilidades ya complicadas de Suleimán, al que le ha cedido “algunas funciones”, marca infamante y que no hará sino aumentar el rechazo.
La Plaza, las calles de Egipto, son ahora una gigantesca olla en la que se está cociendo un futuro demasiado cierto. Las posibles jugadas son cada vez menos y la partida se está acabando.
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