Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Una de las teorías que suelen aplicarse para explicar las revueltas y revoluciones es la de las apariciones de los líderes carismáticos. También la sublevación egipcia está siendo atípica en este punto. Esos cientos de miles, de millones de personas repartidas por todo Egipto, han aprendido algo de cincuenta años de regímenes personalistas, la diferencia que existe entre el líder carismático y el culto a la personalidad. La historia del Egipto moderno es la que va del carismático Nasser al faraónico burócrata que es Hosni Mubarak.
Una de las cosas a las que he prestado atención entre los miles de imágenes que nos han ido llegando en estos días era a la aparición de las imágenes de Nasser. Es un signo importante porque forma parte del mundo árabe, no solo egipcio, y de su escenario simbólico. En su apasionante obra El desajuste del mundo*, Amín Maalouf dedica un espacio considerable al análisis de lo que Nasser supuso para todos los árabes y al problema de la legitimación. Nasser fue un líder carismático, alguien en cuyas manos un pueblo pone su destino. Nasser fracasó y, además, marcó la percepción de sus dos continuadores, Sadat y Mubarak. Nos dice Maalouf:
Sadat se convirtió en un icono, pero para la opinión occidental, no para la opinión árabe, que no llegó a identificarse con él en momento alguno. […]
Seguramente a Sadat le guardaban un rencor inconsciente por haber sucedido a Nasser, de la misma forma que se puede aborrecer al nuevo marido de una madre sólo por el hecho de que ha ocupado el lugar de un padre idolatrado. (173)
Nos plantea Maalouf dos problemas separados: el del sustituto del insustituible y el del icono exterior. Muchos dirigentes han tenido que luchar contra la memoria de sus predecesores y eso abarca todo tipo de organizaciones, de las presidencias a los papados. Da igual que lo hagan mejor o peor; tienen que competir con un recuerdo que se hace mito en la memoria colectiva, que tapa los errores y resalta los aciertos con el paso del tiempo. El otro problema, el de ser un icono exterior, es el que le ocurrió, por ejemplo, a Gorbachev. Los occidentales le adorábamos y los rusos le despreciaban. Paradojas locales de la historia.
Mubarak tiene ambos problemas y se ha dado cuenta tarde. Nunca pudo vencer, como tampoco pudo Sadat, a la figura de Nasser y, en segundo lugar, ha sido más valorado en el exterior, como valedor de las alianzas occidentales de Egipto, que en el interior. En un texto anterior señalábamos que Occidente puede apoyar a ciertos dictadores si no se convierten en dictadores escandalosos, es decir, que les creen problemas con sus opiniones públicas porque pueden ser compañeros envenenados. En Francia ya hay montado un gran escándalo político doble: el de la ministra de asuntos exteriores, Michèlle Alliot-Marie, y el del primer ministro François Fillon. Alliot-Marie había propuesto la cooperación policial con el régimen tunecino anterior para sofocar las revueltas que han desembocado en el cambio. Después se supo de sus viajes financiados por un allegado a Ben Alí cuyas cuentas acaban de congelar en Suiza. La defensa de la ministra diciendo que, gracias a este tipo de viajes, sus vacaciones no les han costado un céntimo a los contribuyentes nos demuestra que es de la vieja escuela política y que no ha entendido nada. El primer ministro François Fillon pasó las vacaciones navideñas en Egipto pagadas por Mubarak (es decir, por los egipcios). Los dictadores arrastran a sus amigos en su descenso. Unos van hacia el exilio, lo otros hacia la vergüenza en cómodos jets.
* Amín Maalouf (2009): El desajuste del mundo. Cuando nuestras civilizaciones se agotan. Alianza, Madrid.
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