Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La segunda oleada de la revolución ciudadana de Túnez se ha llevado por delante a Mohamed Ghanuchi, el primer ministro interino, la persona que pensaba liderar el cambio. Eso ha ocurrido en Túnez y puede no ser el único lugar en el que suceda en fechas próximas.
Es el resultado de la desconfianza en personas que no se la han ganado en el pasado y que afrontan el futuro con poco crédito. Uno de los elementos básicos que se exigen en esta nueva situación es la credibilidad y las generaciones de políticos marcados por su servilismo, su rapacidad y su capacidad de mirar hacia otro lado ante las desgracias de sus pueblos no la tienen.
El pueblo tunecino ha dicho no a quien era conocido como “Monsieur Oui Oui”. Desde luego, un mote así no se le pone a una persona con mucha capacidad de entusiasmar en un proceso de cambio. Además de la desconfianza, el pueblo tunecino está mandando un mensaje de cambio muy claro: quieren cambios de verdad y ya.
El mundo árabe tiene un gran reto tras el desafío que ha supuesto enfrentarse a sus malos gobernantes: encontrar un repuesto. Las largas dictaduras son máquinas de laminar la credibilidad de los que se quedaron dentro. Los exiliados, en muchos casos, tienen una relativa credibilidad por diversos motivos: la desconexión de la política local y su distanciamiento de los problemas del conjunto. Tienen otro problema: los pueblos no ven en ocasiones claro su papel. Esos calificativos que se han aplicado a los nuevos aspirantes a gobernantes “el hombre de Washington”, “el candidato de Francia”, “el favorito de Reino Unido”, etc., no son la mejor credencial para muchos políticos importados. A muchos se les ve como títeres de terceros países. Quieren sus propios gobernantes, comprometidos con sus pueblos, no tutores.
El rechazo a los gobernantes transitorios hasta llegar a los cambios definitivos debe acompañarse de la detección de líderes en los que confiar. Los que han dicho “oui, oui” a todo no son demasiado creíbles y están demasiado acostumbrados a gobernantes así.
Los egipcios ya lo hicieron con Suleimán y están también dispuestos a hacerlo con aquellos de los que no se fíen. No es fácil encontrar políticos creíbles que tengan la gallardía de ofrecerse para liderar un periodo de transición. El mundo árabe, que está dando una gran lección, tiene que emprender un proceso de construcción de su nueva clase política capaz de enfrentarse al más grave de sus problemas: la corrupción crónica. La libertad se escribe en grandes letras en el frontal de las constituciones; pero la desaparición de la corrupción enquistada en los más pequeños rincones de estos países costará mucho eliminarla porque ha sido una forma de vida normal durante décadas, por no decir siglos. De no hacerlo se verán abocados a situaciones como las de algunos países que no logran sacudirse la condena de la corrupción de sus políticos en todos los niveles. Además de evitar que salgan de las situaciones de pobreza, sumirán en la apatía y en el fatalismo de que nada puede cambiar.
Una parte importante de responsabilidad en la corrupción la tenemos nosotros, los occidentales, que hemos aceptado esta forma de relación bilateral en la que exigimos honestidad a nuestros gobernantes pero aceptamos hacer negocios con los corruptos de otros países. La caída anunciada de la ministra francesa de asuntos exteriores no es más que un pequeño detalle que podría y debería ampliarse a muchos otros escenarios.
El capital de ilusión encarnado en sus juventudes tiene que verse recompensado por una limpieza del campo para avanzar hacia el futuro, ese futuro que están ganando entre todos día a día. “No han robado el futuro”, decía indignado un joven árabe en una entrevista televisiva.refiriéndose a sus gobernantes. Cuando se dice que la familia de Ben Ali controlaba el 30% de la economía en Túnez es posible comprender el tipo de gobernantes que necesitan. Ellos lo tienen muy claro y no son precisamente los que dicen sí a todo.
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