Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Estuve por última vez en El Cairo en el mes de junio. Volví allí, pasados apenas un par de meses, por la impresión que me causaron los estudiantes de su universidad. Todavía recuerdo con agrado conversaciones, con una bandeja de comida delante, sobre las relaciones entre la poesía de Wallace Stevens y la obra de Octavio Paz o sobre la utilidad de realizar una tesina sobre la obra de Ricardo López Aranda. No son temas frecuentes en las conversaciones y yo los encontré con los estudiantes de El Cairo. Los que van a hacer simple turismo no se preocupan demasiado porque los jóvenes que le esperan en el aeropuerto para llevarlos hasta su hotel hayan estudiado el Mío Cid y la Celestina.
Lo que estamos viendo en los países árabes es el resultado de una política sin futuro que está destruyendo a la juventud de muchos países. Pero no es exclusivo de ellos. Hay países que tienen visión de futuro y otros que no. Los que no la tienen acostumbran a ver a sus jóvenes como mano de obra barata y como consumidores. Esta visión afecta a políticos y al mundo de la empresa y está destruyendo el fondo de las relaciones sociales tiñéndola con desesperanza e indiferencia. La revolución del mundo árabe es la de los jóvenes a los que se fuerza a malvivir en sus países o a emigrar a otros donde son tratados, en muchos casos, como delincuentes potenciales. Atrapados entre estas dos opciones, la respuesta no puede ser otra más que la rebeldía, la rabia que estalla finalmente.
Me decía una amiga periodista egipcia al comienzo: “el peligro de todo esto es que se junten los jóvenes internautas con los chabolistas”. No le faltaba razón; la desesperación camina entre los dos extremos. La conjunción de los que no tienen nada que perder y los que no tienen nada que ganar es siempre explosiva y en el caso de Egipto y de otros países árabes es la triste realidad.
Occidente tiene mucho que aprender y mucho que aportar en esta situación. Tiene que aprender que crear generaciones sin futuro es muy peligroso y tiene que aportar al mundo árabe algo que este urgentemente necesita: esperanza y mano tendida. El gran problema del mundo árabe es la pérdida de la autoestima, el sentirse completamente abandonado por los que les gobiernan y despreciado y criminalizado por los que están fuera. El camino que emprenden ahora necesitará de mucha ayuda y comprensión, sobre todo. La necesidad urgente hoy es edificar un moderno islam que puede llevarles hacia el futuro, su propio futuro. De no entender esto, se corre el riesgo de que las fuerzas no vayan hacia el futuro, sino hacia el pasado, sacarlos fuera del tiempo. Los cientos de miles de árabes que hoy han vencido el miedo, que han quebrado el muro de los discursos recibidos durante décadas piden libertad y un mundo más justo, piden libertad y el derecho a poder trabajar dignamente; reclaman el derecho a tener gobiernos que se preocupen de sus pueblos y no de sus propios fines. No piden mucho más…, por ahora. Occidente necesita menos geoestrategia y más sentido común para entender estas situaciones, menos cálculo y más generosidad.
En la rebelión, como señalaba alguien que conocía muy bien el mundo árabe, Albert Camus, está la dignidad. El “viernes de cólera” vivido no es más que el resultado de muchos otros viernes sin cólera, viernes de resignación y de confiar en la providencia. Por eso se equivocan los que pretenden que la situación se pudra. No es un desahogo. Quizá no haga falta demasiada reflexión para entenderlo. Albert Camus escribió en la que sería su novela póstuma: “… a fin de cuentas el único misterio es el de la pobreza, que hace que las gentes no tengan nombre ni pasado”* (279). Sin nombre, sin pasado… y sin futuro, solo quedan las calles y la cólera.
*Camus, Albert (1994): El primer hombre. Tusquets, Barcelona.
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