Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Anda
soliviantada mi amiga Maica, periodista cultural con conciencia —una variante cada
vez más extraña—, por el debate montado sobre si los museos son aburridos o si
lo son las personas que no entran, incapaces de interesarse por lo que contiene.
La polémica ha surgido por un artículo distribuido por CNN-México bajo el
provocativo, desafiante título: "No finjas más, en el fondo todos odiamos
los museos, ¿por qué?"*. De su autor
se nos dice en la página de la CNN: "James Durston es productor sénior de CNN Travel; ha visitado muchos de los
museos más importantes de todo el mundo. Vive en Hong Kong, pero ya no dedica
mucho tiempo a visitar los museos del lugar." Hay que reconocer que si la
presentación la ha escrito él, rezuma presunción, y si lo han hecho otros, le
tienen bien catalogado.
La
polémica, como es evidente, tiene varios niveles: el de la gente que encuentra
justificación para no interesarse por lo que ocurre más allá de los estenos de
la cartelera de esa semana —todo lo demás es el pasado remoto, las edades
oscuras—, que ven el artículo de Durston como la explicación correcta de su
desinterés; también el de los que quieren adentrar los museos en el mundo del
espectáculo para convertirlo en festejo y negocio, que lo es y más en épocas de
recortes en subvenciones y bajas en los patrocinios; y están finalmente el de
los detractores de todas estas cosas, que les parece introducir la diversión una
profanación del Arte. .
El
problema del espectáculo, que es una corriente ganadora en muchos campos —del
deporte a la política— es que acaba desvirtuando lo que promociona y
convirtiéndolo a parámetros que no son los estrictamente artísticos. El Arte tiene su sucesión y razón histórica, busca sus caminos; el espectáculo, por el contrario, busca gustar al máximo posible, llamar la atención y se quema para dejar paso a la siguiente temporada. El mejor reclamo para el Arte, para que no te resulte aburrido, es la educación, que es lo que nos falla estrepitosamente.
La
extensión social del Arte es objetivo de toda persona que lleve la organización
de un museo, pero fracasa estrepitosamente si lo que se saca como resultado no
es la reducción de la capacidad de aburrirse—mejorar intelectual y estéticamente—
sino el gusto por los espectáculos ofrecidos. Al final, corremos el riesgo de
tener grandes colas de aficionados a los museos —¡qué sitios tan divertidos!—
pero muy pocos aficionados al Arte en sí. El museo es el espacio, la caja de
los zapatos. Lo importante es cómo no sientan los zapatos y no lo brillante que
sea la caja. El objetivo no es entretener; todo lo más un medio.
Del
museo catedralicio en el que uno teme alzar la voz no vaya a desencadenar la
ira de las musas flamígeras o sufrir las miradas de Gorgona de aquellos que
necesitan del silencio para ver bien, estamos pasando al museo circense en el
que nos piden que lancemos tartas sobre la Gioconda o que seamos
irreverentes. Hace un par de días nos mostraba alguna cadena televisiva cómo se
celebraba el ciento cincuenta aniversario de Munch, el famoso autor de El grito. Se pidió a la gente de todo el
mundo que colgara sus gritos de YouTube,
algo que la gente aprovecho, con humor, para gritar a todo pulmón y dejarlo
inmortalizado en la red. Es una forma de medir la popularidad de un artista y
de convertirlo en emblema de un país, que hay que visitar, claro, como parte
del homenaje.
Llegamos
a la conclusión de que un museo es un lugar donde uno de ¡Oh! cuando le gusta, ¡Ah!
cuando se lo explican, ¡Hum! cuando
no le convence lo que ve y ¡Uff!
cuando mira el reloj para decir lo tarde que es y se tiene que ir. La nueva
oferta es que digamos ¡qué guay!, que
es lo máximo a lo que se puede optar hoy en cuestiones admirativas.
No
critico a James Durston por aburrirse en los museos. No sé si llegaba a ellos
muy divertido y los museos le cortaban el entusiasmo de golpe o si es que no
lograban sacarle de su tedium vitae.
No sé si acabará cazando elefantes en África, lanzándose desde lo alto de
edificios en ala delta o haciendo puenting
para acabar con esa oscuridad que le impide disfrutar de los museos. Es
probable que sea el resultado de una maldición que alguien le echara en algún
museo de artes oscuras. Pero la maldición que muchos otro tienen y que les
impide disfrutar en los museos se la echaron en un lugar llamado
"escuela", espacio de disfrute o de aburrimiento rutinario según las
personas en cuyas manos caigas a lo largo de tu peregrinaje escolar. Es allí
donde se echan las maldiciones y, si hay suerte, la bendición de la comprensión
y el interés por los tesoros que muchos museos guarda.
Eso no
quita para que los museos mejoren sus instalaciones dotándolas de sistemas que
permitan un mejor conocimiento de lo que exponen entre sus muros, que mejoren
su personal para que los visitantes se sientan más amparados. De ahí a no
diferenciar entre un museo y una feria de pueblo va un gran tramo. Los futuristas, que le tenían manía teórica a los museos, tenían objetivos más loables que la diversión o el negocio.
Quizá
algún día, James Durston se despierte aturdido, resacoso, en el suelo de un
museo en Hong Kong, rodeado de valiosas piezas tiradas por los suelos, y
descubra —sin recordar cómo ha ocurrido— que alguien le ha tatuado en una nalga
la cara de la Gioconda. Entonces sí que tendrá un motivo para odiar los museos, "cementerio de objetos, tumbas inanimadas", tal como el los definía en la primera línea de su provocativo artículo.
*
"No finjas más, en el fondo todos odiamos los museos, ¿por qué?"
CNN-México 23/08/2013
http://mexico.cnn.com/opinion/2013/08/23/opinion-no-finjas-mas-en-el-fondo-todos-odiamos-los-museos-por-que
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