Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
El resultado
de la reunión extraordinaria de los ministros de Asuntos Exteriores europeos
debería tener algún efecto sobre la situación egipcia. No me refiero a un
efecto directo, sino a una reevaluación de la situación general y de los
rendimientos obtenidos.
En
líneas generales, las conclusiones eran las que anticipaba Bernardino León y
que recogíamos ayer: condena de la violencia y llamada al diálogo. La
recomendación de que no se vendan armas a Egipto queda en manos de los miembros
en dos fases, la determinación de qué tipo de armas puedan ser usadas para la
represión y la voluntad final de hacerlo o no. La violencia se condena de forma
salomónica, por usar esta expresión:
Los 28 ministros también condenan la
violencia de los dos bandos. El texto acordado reconoce por una parte que las
fuerzas de seguridad han actuado de forma “desproporcionada” , pero también
critica los actos de terrorismo de los últimos días, como la matanza de
policías en el Sinaí, la destrucción de iglesias y los ataques contra la
comunidad copta.
El mensaje-fuerza que lanza Europa es de
condena de la violencia pero al mismo tiempo de mantener cauces para el
diálogo, con la esperanza de que los sectores más moderados de ambos bandos
puedan llegar a un acuerdo. “Tenemos que dejar la puerta abierta para el futuro,
Egipto necesita este diálogo exitoso”, dijo el titular de Exteriores británico,
William Hague.*
Así
termina su información el diario El País, algo decepcionado. Cada uno se habría hecho sus
expectativas de lo que podía esperarse de una reunión urgente de Ministros de
Asuntos Exteriores, pero la experiencia dice que las vaguedad de la
declaraciones de un diplomático pueden ser superadas por las vaguedades
conjuntas. En el fondo, la Unión Europea ha hecho lo que podía hacer, para unos
poco y para otros mucho. Nunca defrauda porque no se espera demasiado. Sin embargo, sí hay aspectos interesantes que deben ser tenidos en cuenta.
Por lo
pronto, la discusión sobre la legitimidad de Morsi —al que la revista Time consideraba no hace mucho "el hombre más importante de Oriente Medio"— ha pasado a mejor vida. Eso
ya había sido indicado en el mensaje de Obama cuando se refirió "al
gobierno y a los que están fuera del gobierno" hace unos días, dando por sentado ya quién gobierna y a quién hay que dirigirse. La
pretensión islamista de la "legitimidad" ha quedado fuera de
cuestión; nadie en la comunidad internacional ha movido un dedo en favor de
Morsi, con la excepción, claro está de Erdogan y Nicolás Maduro, que acabará
acogiéndolo ahora que le ha fallado lo de Snowden. Puede que se hayan alzado
muchas voces contra el derrocamiento, pero se han levantado muy pocas para la
restitución. Eso es importante tenerlo en cuenta.
Su
derrocamiento tras las protestas populares y su negativa a convocar elecciones
anticipadas o dar alguna solución política ha pasado a la Historia; es agua
pasada. Lo que se discute ahora es el presente y en especial el futuro. Eso es característico de la comunidad internacional en estas cosas: bien está lo que bien acaba y a ser pronto mejor. El
presente significa la disminución de la violencia y la moderación en la
represión y el futuro la creación de un escenario aceptable para la democracia.
Es lo deseable, pero no lo más probable. El gobierno no puede decirle a los islamistas cómo deben responder, pero sí a las fuerzas de seguridad. En Egipto son muchas las fuentes que apuntan a la necesidad de cambiar al ministro del Interior, Mohamed Ibrahim, que fue nombrado por Morsi y ha mantenido su cargo en el gobierno interino actual. Son las paradojas egipcias, Ibtahim un verdadero profesional de la seguridad.
Pasará
a ser importante para la situación lo que ocurra en Túnez. La
historia de la Primavera árabe tiene un extraño canto a dos voces entre Túnez y
Egipto, que se responden de forma complementaria. El valor del ejemplo circula en
los dos sentidos. Si Egipto se lanzó a su revolución siguiendo el ejemplo
tunecino, donde todo se desencadenó, el ejemplo de lo que puede ocurrir allí con los
islamistas puede modificar la situación. El caso egipcio ya lo ha hecho en Túnez, en donde el gobierno ha desistido en su negativa y se
ha ofrecido al diálogo sin condiciones. A dónde lleve ese diálogo está
condicionado por el miedo a que se repita un movimiento similar que los desaloje del poder.
A su
vez, el ejemplo de lo que puede ocurrir en Túnez debería tener algún efecto
sobre la situación política en Egipto. Sin embargo, el islamismo egipcio está
poseído por la soberbia del origen.
Si el
gobierno egipcio logra encarrilar el proceso de forma creíble hacia una salida
democrática, que fue el sentido inicial del gobierno de concentración de las fuerzas
sociales y políticas unidas, la situación puede mejorar. Pero falta saber hasta
cuándo se va a mantener el pulso en las calles. Las muertes no favorecen la
salida y están destinadas, por el contrario, a evitarlas. Los mensajes de la
Unión Europea (incluso parte del mensaje de los Estados Unidos) van en el
sentido de avisar a la Hermandad para que desista de su estrategia actual de
confrontación, que genera una espiral de respuestas que dificultan la salida.
La moderación de las medidas ante la
violencia desatada que no ante el cambio egipcio, así permiten interpretarlo.
Es
obvio que en la idea de "salida" hay muchas visiones contrapuestas.
Lo que la comunidad internacional, el gobierno egipcio y los Hermanos
Musulmanes pueden considerar "salidas" puede ser muy diferente. El
problema es dónde se resuelven esas diferencias, si en la calle con más muertos
o en otros escenarios más discretos, más eficaces y menos sangrientos. ¿Será un
nuevo enquistamiento problemático, como ocurre muchas veces en Egipto?
Una vez
que la cuestión de la legitimidad ha quedado fuera, zanjada, por parte de la
comunidad internacional, el problema que queda —el más importante— es el de la
violencia, el de las muertes en las calles, capital para el desenvolvimiento
democrático y especialmente para mantener la unidad necesaria. No es un
problema pequeño pues atañe a dos partes en liza y corre, además, el riesgo de escaparse
de las manos con ese flujo de profesionales de las armas que se desplaza de
Libia a Siria o a donde haga falta.
No es
fácil meterse en la cabeza de los islamistas de la Hermandad (y otros grupos) y
entender cuáles son sus prioridades, tan alejadas a las de otras mentalidades.
Si la presidencia de Morsi ya no es el objetivo —no es un objetivo lo que está
fuera de discusión— está por ver si la estrategia pasa por intentar
incorporarse al proceso —han dicho que ilegalizarán la Hermandad, que consta
oficialmente como una ONG, pero se dejaría el partido Justicia y Libertad como
posibilidad política— o, por el contrario, boicotearlo mediante el mantenimiento
de la violencia callejera.
Es aquí,
en las presiones de otros grupos islamistas internacionales, que pueden verse
afectados en sus propios países donde puede estar la clave de los futuros
movimientos. El mundo islamista es complejo y de conexiones intrincadas. Los
Hermanos Musulmanes tienen más historia subterránea que en la superficie; su
aparición política ha sido reciente y se salda con un gigantesco fracaso. Para
ellos la política no es el arte de escuchar a los ciudadanos, sino el de
decirle lo que deben pensar y hacer, correctores fraternos con mejores o peores modos según convenga.
El
islamismo político tiene un doble problema. Bloquea el islam evitando que se
pueda evolucionar hacia posturas más acordes con el mundo actual y los deseos
de las personas —su respuesta ortodoxa es que es el mundo el que debe cambiar y
las personas salir de su error— y bloquea la política, pues su manejo del poder
es totalitario, se usa para ir quitando obstáculos a su programa visionario. Es
un problema de naturaleza cultural que no se centra en las relaciones entre el
mundo islámico y Occidente, como se suele pensar, sino en el seno mismo de una
cultura en las que se han abierto paso las ideas hacia otros horizontes
posibles. Las revueltas contra el islamismo político se están produciendo en seno
mismo de los países islámicos porque es allí donde se sufren sus efectos. Lo
sufren personas que no quieren verse condenadas a no tener libertad en nombre
de costumbres, tradiciones que les pueden parecer respetables, pero sobre las
que reivindican su derecho a decidir en libertad. Hasta el momento, la única
opción que tenían los discrepantes era el exilio, vivir fuera su diferencia de
pensamiento o vida. Lo que reivindican ahora es algo que en ocasiones cuesta
entender ante la política de "bloques culturales" que la idea de
"choque de civilizaciones" puso tan de moda: que igual que nosotros
podemos estar descontentos con lo nuestro y queremos cambiarlo, los demás
puedan estar descontentos con lo suyo.
Egipto
es un pueblo milenario que lleva toda su historia intentando ser "Egipto";
especialmente durante los dos últimos siglos, su lucha ha sido dramática. Ha
pasado por todas las fórmulas habidas y por haber de dominación y control. La
Revolución de Enero fue una explosión identitaria que tiene que ser rellenada para
poder salir adelante. Egipto experimenta dolorosamente con su propio cuerpo
para modelarse en la Historia. Incluso la época de Nasser vivió el trauma de la
creación y disolución rápida de la República Árabe Unida (RAU), de su unión y
separación —entre 1958 y 1961— con Siria. Unos han jugado la baza nacionalista,
otros la panárabe otros la islámica, además de las coloniales que le fueron
impuestas. Han sido parte de imperios, protectorados, jedivatos, monarquía y
república. Han pasado de ser colonia al socialismo de Nasser, al liberalismo de
Sadat y al aburrimiento burocrático de Mubarak; de ser cabeza de los países no alineados a tener el Ejército financiado por los Estados Unidos. Ahora quieren
serenidad y paz para poder ser egipcios
con normalidad, algo que no conocen.
Egipto
necesita lo que no ha tenido nunca: un tránsito en paz de una situación a otra.
Todos su cambios han sido traumáticos, sangrientos. Por eso la Revolución debía
ser el proceso final de la identidad, un país con el que todos pudieran
identificarse, unido y no sectario, superador de heridas. Desgraciadamente, el
gobierno islamista fue de nuevo excluyente y sectario. Y es lo que determinó
realmente su caída popular y su derrocamiento militar.
La
unidad es el valor más importante que ahora tienen. Lo que la favorezca, un
programa común en el que quepa el máximo, será bueno para ellos; lo que vaya en
contra, les alejará de ese mundo que muchos quieren y con el que sueñan, algo
que vaya más allá de los cantos: un Egipto en progreso, justicia y libertad.
*
"La UE solo recomienda suspender la exportación de armas a Egipto" El
País 21/08/2013
http://internacional.elpais.com/internacional/2013/08/21/actualidad/1377097172_863734.html
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