Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
El
diario El País no trae un caso —otro
más— de joven investigadora forzada a marcharse por falta de recursos y
aceptada con plena satisfacción por la Universidad de Harvard. Se trata de una
doctoranda en biocomputación cuyo trabajo doctoral se centra en la genética del
autismo. “Es frustrante que el Estado gaste dinero en nuestra formación para
que luego sean otros países los que recojan los frutos de nuestro trabajo, es
algo sinsentido”*, señala la joven al diario. Por su parte, los miembros del departamento
de la Universidad de Jaén de la que procede se sienten orgullosos: “Supone un
espaldarazo muy fuerte y un avance muy importante a las investigaciones que se
están realizando, tanto por el prestigio que tiene esta universidad y el grupo
de investigación con el que se colabora”, señala el director del Grupo de
Investigación de Biología de Sistemas de su universidad. Todo beneficios, según parece.
Es otro caso, un
capítulo más de este proceso de descomposición en donde lo que se discute no es
lo esencial. Las Universidades hacen bien en reclamar fondos, evidentemente,
para sus grupos de investigación. Sin embargo, el problema no es una cuestión
de fondos o recortes, sino de la transformación que España inició hace décadas y
que no se corresponde con sus objetivos desde hace mucho tiempo. Reclamar más
dinero sin que esa investigación tenga una continuidad social a través de la
industria y la producción española es estar condenados a formar científicos
para otros países, algo que no somos los únicos en padecer. Hay muchos países
en peores condiciones que España que disponen de científicos galardonados con
premios importantes, ocupando los centros de investigación relevantes del mundo,
en primera línea. Es esa buena capacitación la que hace que tengan que
emigrar de sus países. No es ningún consuelo. Nuestra aspiración no debe ser
nunca que se vayan, ni siquiera utilizando el eufemismo "movilidad".
Hay que dejarse de tonterías y reconocer que se van porque ni las propias
universidades, ni la industria, etc., son capaces de absorberles y cuando lo
hacen es en condiciones infames, de abuso en muchos sentidos, muchas veces con
el beneplácito de los que derraman lágrimas cuando se van. Tienen razón en
llorar: se les han ido trabajadores brillantes, devotos y baratos. Esto no es por la crisis; viene de mucho antes. La crisis lo disfraza, como tantas otras cosas.
Este
hecho es frecuente y se da en todos los campos. Lo más preocupante de nuestro
caso es el tapón social creado entre formación y desarrollo, entre la extensión
de la educación y la inmersión de un país en un sector que no necesita de este
tipo de formación. Para los "ingenieros sociales", es la gente la que
se debe plegar a la demanda y no al contrario. Para los políticos verdaderos,
dignos de ese nombre, es la transformación social la que debe estar al servicio
de las personas, del conjunto del país.
La
crisis económica nos hace más competitivos, nos obliga a esmerarnos, ser más
eficientes, etc. etc. Pero todo ello fuera de aquí. Es estímulo y equilibrio lo
que nos hace falta. Si aquí no hay trabajo se busca fuera; hay que hace que
haya trabajo aquí y no de cualquier cosa. Si eso no es un objetivo político,
¿qué es la política?
España
no tiene ante sí una crisis. Lo que tiene delante es algo más profundo, la
decisión sobre su futuro. Cuando se debate absurdamente sobre "crecimiento"
a "austeridad", cuando se discute sobre si bajar más los salarios, se están barajando soluciones que olvidan el
potencial español para extraerse del agujero en el que sus propias decisiones
erróneas y los intereses ajenos —también le ha venido bien a algunos, que no
quieren competencia— nos han metido.
España
no está en "crisis"; está en crisis su modelo de crecimiento, un modelo que se ha desarrollado acríticamente a
raíz de la entrada en Europa, momento en el que dejó de plantearse un modelo de
crecimiento apropiado a su propia evolución; se creció muy rápido y sin modelo. No es culpa de Europa,
como no es culpa del que gana una carrera si el competidor ha decidido no
atarse las zapatillas para correr. El potencial industrial de España no se ha desarrollado, se dejó aparcado por el camino;
en cambio sí lo han hecho otros sectores que han absorbido las inversiones
necesarias porque eran de beneficio rápido y más cómodas. Los efectos de esto
empiezan a estar claros para el que quiera verlos. Un crecimiento sin aspiración social, dejado a los movimientos especulativos del interés, acaba siendo nefasto por desajustado, por su incapacidad de satisfacer las crecientes expectativas sociales y agrandar las diferencias.
La
mentalidad de "gestores eficaces" no es suficiente en la política
española de hoy. Tenemos políticos mediocres, sin aspiraciones de futuro, con
el solo deseo de mejorar los "datos" y no tanto con la capacidad de
ilusionar con un futuro posible. La salida de los jóvenes del país, el
convencimiento de que no merece la pena volver, incluso ese "orgullo"
de los que los ven partir es muestra clara de abandono. Los que se van, lo
aceptan porque vivirán mejor; los que se quedan porque no les ha tocado a
ellos.
No ha
habido un solo plan integral del futuro, de dirección de desarrollo, que esté
dando esperanzas de que esto puede cambiar. Nos estamos creyendo lo datos de
los demás antes de creer en nosotros mismos. No nos miramos a la cara, sino que
lo hacemos en los espejos del FMI, de la Comisión Europea, de las agencias de rating, etc.. Dejamos que nos cuenten
cómo somos y hasta dónde podemos llegar. Todas esas estimaciones parten de este
presente gris, pero no contemplan —no es su misión— las posibilidades de los
giros que pudiéramos introducir en nuestro propio desarrollo. Ellos no trabajan con
bolas de cristal, sino con proyecciones del presente. Y es el presente lo que
hay que cambiar para que lo haga el futuro.
¿Soluciones?
La primera: terapia psicológica. Sacudirse el fatalismo y convencerse que
podemos planificar un desarrollo que acoja nuestras mejoras sociales para nivelar
formación y empleo. La segunda: desoír a todos aquellos que quieren que el país
se adapte a la mediocridad que ellos han producido y hacer que se escuche a los que
tengan buenas ideas, algo mejor que ofrecer al mundo que sol, playa y mojitos; hacen falta modelos más allá de lo deportivo, sin retórica, capaces de estimularnos hacia las direcciones adecuadas. La
tercera: dar entrada a la savia nueva, a estos jóvenes con futuro que se van y
no ponerles a llevar la cartera de sus jefes, como ocurre en muchos sitios, sino
al frente de proyectos que lideren; fomentar las empresas jóvenes —en nuevos sectores y con jóvenes al frente—, sin ataduras,
que puedan encontrar rápidamente sus huecos en el mercado y crecer.
Todas esas "soluciones" —no soy un iluso, pero no renuncio a tener ilusiones— requieren que los mismos que las niegan cada día las acepten, pero por eso
estamos donde estamos, con aspiraciones tan colosales como recortar algunas
décimas al paro cada año o subir otras décimas en el crecimiento. Nos
conformamos con poco y hay que aspirar a más. Es el conformismo el que nos
limita.
En
España se recorta mal, pero también se invierte mal. Lo más eficaz sería
plantearse esto con absoluta seriedad y sinceridad, cortando muchas cosas
improductivas e invirtiendo en lo que tiene realmente futuro, un futuro real
para beneficio de todos, que nos haga avanzar como país desarrollado.
Hay poca inversión y mucha es puro desperdicio, que
obedece a los intereses de los que han sabido copar sus territorios y quieren
seguir así. En época de estrecheces, las hienas enseñan los dientes cuando se les disputa la carroña.
Todavía
estoy esperando escuchar, en vez de satisfacción porque nuestros jóvenes más
brillantes triunfen fuera, la promesa, dicha en su cara, de que se hará lo
posible para que regresen cuanto antes en condiciones dignas y con un futuro
por delante. Me gustaría.
* “El
Estado nos forma y otros países recogen los frutos” El País 6/09/2013
http://sociedad.elpais.com/sociedad/2013/08/06/actualidad/1375800136_763328.html
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