Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
La
cuestión de la reducción de la clase política no es baladí. Hemos hablado de
ella en varias ocasiones y del riesgo de, al reducirla al cincuenta por ciento,
quedarnos con la parte "mala". En un país con cinco millones de
parados, la política ha sido una opción buena
para muchos. Stendhal tituló "Le rouge et le noir" una de las obras
maestras de la narrativa decimonónica, una novela sobre el ascenso social. Los
dos colores simbolizan para unos el color de los uniformes de las profesiones que
permitían entonces ascender por la escala social: el rojo del ejército y el
negro de las sotanas. Para la época, ambas profesiones significaban poder y la posibilidad de desplazarse
por un mundo mucho más cerrado. Otros han visto el simbolismo de los dos
colores como los azares cambiantes de la vida a través de la ruleta, cuyos
números, rojos o negros, determinan nuestra fortuna. Las vicisitudes del ambicioso joven Sorel son muchas, pero el camino está claro: medrar, agarrarse a los
poderosos para poder ascender. Aquí la ruleta ha estado trucada y se ha
apostado a ganador.
Hay mucho Julián Sorel suelto por partidos y
administraciones. Se ha incurrido en el error de considerar los partidos y no a
los ciudadanos como el eje de la democracia, lo que ha hecho que la
"política" sea vista con rechazo por parte de muchas personas que
piensan unos que "no les representan" y otros que "lo hacen
mal". Sobre esto último no es necesario discutir porque las evidencias son
claras: solo la incompetencia de la clase política puede habernos llevado al
desastre actual. Por acción o por omisión, estamos en este estado calamitoso
por su inoperancia. De eso no cabe la menor duda. La clase política es
responsable de la situación de los países que gobiernan. Los que van bien,
están bien gobernados y los que van mal, lo están mal. Sencillo. Podemos
discutir los detalles y matices sobre muchos aspectos, pero es evidente que aquí
la clase o casta política ha fallado.
Se
discute ahora con insistencia la reducción de la clase política. Puestos a
recortar, recortemos las cabezas
pensantes que no piensan o lo hacen mal. Podemos temer que si se suprimen
los asesores, el estado pueda quedar poco o mal asesorado; pero si somos
optimistas —y no hay más remedio que serlo—, es mejor pensar que recibiremos la
mitad de malos consejos si se despide al cincuenta por ciento.
La Vanguardia plantea con crudeza el tema:
Los últimos barómetros de opinión en España
señalan a los partidos y a la clase política como el tercer problema para los
ciudadanos después del paro y la economía, y por delante de la inseguridad
ciudadana y el terrorismo. Dos acusaciones parecen esconderse tras esa
preocupación: la corrupción y el excesivo coste de esta clase política. Sobre
lo primero, por desgracia hay ejemplos palmarios; sobre lo segundo, existen más
dudas, tanto si se refiere a los sueldos como a un supuesto número de políticos
y altos cargos, demasiado elevado en relación con el de otros países.*
Ya es
triste que los ciudadanos consideremos más preocupantes a los políticos que a
los terroristas y la delincuencia. Los baremos dicen lo que dicen, lo que la gente opina, y no hay necesidad de
discutirlo. Es opinión, pero opinión fundada.
Los
costes no se pueden evaluar solo con los sueldos, ni los puestos con el número
de cargos electos. El problema del gasto del Estado no es tan simple. Está lo
que se puede calcular, por un lado, y está lo
incalculable; es el chorreo que esas personas suponen para la
administración, es decir, para todos. No se trata de lo que cuestan ellos, sino
de lo que hacen gastar. Y muchos
están puestos allí para facilitar el gasto "redirigido", vamos a
decirlo así. El escándalo del "saqueo del Palau" de Barcelona, que
comentábamos hace un par de días, es elocuente. No son los únicos, pues pagar
comisiones, encargar informes, asesorías externas, discursos, etc., es lo que
esas personas han hecho estableciendo una connivencia entre la administración y
las tramas exteriores, ya sean vinculadas con partidos o con personas afines o afinadas.
Cuanto mayor ha sido el deterioro laboral, mayor ha sido la presión para hacer que la Administración, en cada uno de sus niveles, aumentara sus contrataciones y dirigiera sus gastos hacia ciertos puntos y gentes. No es keynesianismo, como algunos cínicamente podrían pretender; es, sencillamente, vivir de los encargos. Hacer gastar: crear aeropuertos, carreteras, líneas de ferrocarril, etc. no para satisfacer el ego de algunos, como se explica en ocasiones, sino especialmente para engordar las cuentas de otros. No son otra cosa las famosas "tramas", en las que la administración no paraba de organizar "eventos" para que estos fueran a parar a la empresas previstas. Hay demasiados ejemplos de estos "emprendedores trucados" y de sus complementarios "administradores dinámicos".
Avergüenza
ver en las primeras páginas de los diarios del mundo —como ocurrió en The New York hace unos días— la imagen
de una absurda estatua en un desierto aeropuerto en Castellón. La respuesta a la pregunta del
titular de La Vanguardia "¿Sobran políticos?" es, indudablemente, sí: todos los malos, improductivos, caros
y todos los que defraudan hacienda, leyes y votantes.
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