Joaquín Mª Aguirre (UCM)
En la extraordinaria obra del economista Karl Polanyi (1886-1964), La gran transformación. Los orígenes
políticos y económicos de nuestro tiempo, se recoge como cita un párrafo
perteneciente a la obra de la inglesa Harriet Martineau, History
of England During the Thirty Years’ Peace (1816-1846), publicada en el año
1849, y que le sirve para describir la extrema situación a la que se había
llegado como consecuencia del desastre generado por la política de los subsidios
que venía de antiguo, uno de los grandes debates económicos, políticos y
morales de la época. Martineau, escritora progresista, reformista social,
defensora de la igualdad de los sexos y abolicionista tras una visita a Estados
Unidos, había escrito:
El subsidio a los pobres se había convertido en un
botín público… Para obtener su parte, el bruto insultaba a los administradores,
el promiscuo exhibía a sus bastardos que debía alimentar, el flojo se cruzaba
de brazos para que lo descubrieran; los jóvenes ignorantes se casaban confiando
en él; los cazadores furtivos, los ladrones y las prostitutas lo usurpaban por
intimidación; los jueces rurales hacían repartos para ganar popularidad, y los
guardianes lo hacían por conveniencia… En lugar de contratar al número adecuado
de trabajadores para que labraran su tierra –pagados por él mismo- el agricultor se veía obligado a contratar el
doble, con salarios pagados parcialmente por los subsidios. Y estos hombres,
empleados por él obligatoriamente, escapaban a su control –trabajaban o no
según su elección-, permitían que se redujera la calidad de su tierra, y le
impedían emplear a los mejores hombres que habrían luchado duro para lograr su
independencia. Estos hombres mejores se hundían en medio de los peores; el
aldeano pagador de subsidios, tras una lucha vana, acudía él mismo a pedir
auxilio… (152) *
Harriet Martineau (1802-1876) |
Los debates hoy sobre los subsidios son otros muy diferentes. No son los
efectos de una Ley de Pobres, como ocurrió en el Reino Unido, y los debates principales
no son sobre si es mejor trabajar y recibir un sueldo o, por el contrario, vivir
permanentemente de subsidios. La situación descrita por Martineau, y recogida
por Polanyi en su análisis, da muestras
de la necesidad del trabajo, no solo para la economía, sino para la propia
dignidad de las personas individual y colectivamente.
El debate en estos tiempos es sobre “el fin del trabajo”, concepto apocalíptico,
pero vinculado de alguna forma con los debates que se plantearon ya en la época
de Harriet Martineau, cerrando un ciclo. Polanyi sostiene que fue la creación
de un “mercado de trabajo” lo que cerró la creación definitiva del “sistema de
mercado”, que necesitaba que todo quedara liberado de restricciones y límites, desregularizado diríamos hoy, para
funcionar dentro del proyecto histórico del liberalismo económico, la “sociedad
de mercado”. Pero cualquiera que fuera el futuro que le aguardara”, escribe Polanyi,
“la clase trabajadora y la economía de mercado aparecieron juntas en la
Historia” (153-154).*
La Ley de Pobres no pertenecía a ese modelo, puesto que hacía que millones de personas recibieran dinero sin hacer nada, por un lado, y que no tuvieran movilidad al estar vinculados los subsidios a las parroquias, unidad social y humana. Las nuevas fábricas de los comienzos de la era industrial necesitaban mano de obra barata y móvil, algo que no se podía alcanzar si los pobres no lo eran tanto, si tenían lo suficiente para mal vivir; y estaban ligados a la tierra en las zonas rurales, en donde recibían los subsidios. Cada parroquia repartía en función de sus disponibilidades y la gente, nos cuenta Polanyi, se desplazaba a aquellas en las que podía recibir mejores subsidios. Esto se trató de evitar ligándolos por ley a la propia parroquia, con el efecto indirecto antes señalado de impedir sus desplazamientos allí donde el capital los necesitaba, en las fábricas. El subsidio era una forma de vida, un estado que marcaba el desarrollo y los principios de aquella sociedad. El trabajo fabril sería lo que significaría el nuevo tiempo.
Karl Polanyi |
No deja de ser sintomático que las denominadas “sociedades emergentes” lo
sean porque entran en un proceso de industrialización que no habían tenido, mientras
que las más avanzadas salen de la “industrialización” hacia fórmulas
imprecisas, hacia la Sociedad de la Información, en donde trabajador, trabajo y
máquina adquieren nuevos sentidos, muchos por redefinir o descubrir. Son las "sociedades medias", como las "clases medias", las que más están sufriendo los reajustes entre las súper industrializadas y las que comienzan a industrializarse, receptoras del beneficio del crecimiento.
La desindustrialización es un efecto del nuevo reparto global del trabajo, en donde la cuestión ya no se plantea entre la parroquia rural y la ciudad fabril, sino entre países en los que es más barato producir y en los que es más beneficioso vender. El capital se desplaza y va dejando huecos allí de donde se desarraiga. Esos huecos son parados. El problema pasa a ser social y de gran envergadura, dada la amplitud de estos procesos hoy en día.
La llegada de la marcha de los mineros a Madrid, después de la larga
caminata reivindicando su trabajo y su fuente de vida, nos lleva de nuevo a los
debates sobre los subsidios, el trabajo, la movilidad y la desindustrialización.
Si hay algún sector decimonónico es el del carbón, alimento de las máquinas de
vapor que significaron el desarrollo industrial en la Inglaterra de entonces y
en otros lugares del mundo de los que se abastecieron. El carbón sirvió entonces
para moverlo todo, de los trenes a las máquinas de la industria. Los rostros tiznados de negro son los propios del siglo XIX, los que lo identifican. Es el hollín que teñía el mundo de negro.
La misión de los pensadores -políticos, filósofos, economistas,
historiadores…- es buscar alternativas para garantizar un futuro para todos. No
se puede intentar tapar los agujeros del barco cuando exceden cierto número o
tamaño. Tampoco se puede permitir que se hunda dejando los botes salvavidas
para los pasajeros de primera clase, mientras escuchamos indiferentes los
gritos del resto, arrastrados al fondo por el sistema.
La desigualdad social creciente, constatada en todas las sociedades, es un problema porque lo hace en un mundo que va hacia nuevos problemas o hacia nuevas versiones de los viejos, como vemos en el texto citado por Polanyi, que adquiere siniestras resonancias como un futuro posible, basado en las grandes bolsas de subsidios como alternativa al caos producido por el crecimiento desigual.
O nos planteamos todos alternativas a un desarrollo que, liberado de
restricciones, nos devolverá a un mundo que pocos deberían desear, o los
problemas crecerán y a las marchas de mineros seguirán las de todos los
desesperados a los que no se les han dado más alternativas que vivir de subsidios
o emigrar, en función de sus conocimientos, a países que crean o a países que producen
barato, con centros de I+D o con fábricas decimonónicas.
Ambas “soluciones” solo se pueden plantear allí donde la política reniega
de su finalidad principal: conseguir lo mejor para el máximo número de
ciudadanos. Hemos hecho el mundo “pequeño” y, por tanto, los problemas “grandes”,
ya que tienen incidencia en todos los lugares del globo. Los subsidios son
malos cuando se convierten en una forma de tapar los problemas y no de
solucionarlos. La emigración es una pérdida social irreparable, un fracaso
colectivo, que ya que -es nuestro caso- no afecta a los menos cualificados,
sino a los mejor preparados en sociedades que son incapaces de crear un empleo
que crezca en paralelo a la propia mejora de sus habitantes. Se produce así esa
selección negativa que solo quiere
personas con baja cualificación porque no puede ofrecer nada mejor. La huida de
nuestros investigadores, la ocultación de los estudios superiores como forma de
acceder a subempleos no son anécdotas; son síntomas de enfermedades sociales
que llevan el camino de convertirse en crónicas.
La política tiene que volver a despertar ilusiones de futuro y no
convertirse en el arte del desdoblamiento entre discursos y hechos, entre
soluciones y problemas. Pero nada más fácil que vender futuro. Los ciudadanos
van aprendiendo a leer la letra pequeña de los discursos y a exigir que se
piense en ellos desde otras perspectivas más humanizadas y no solo como piezas
de un sistema productivo.
Polanyi termina su capítulo con las siguientes palabras:
El mecanismo del mercado se estaba afirmando y
reclamando su terminación; el trabajo humano debía convertirse en una
mercancía. El paternalismo reaccionario había tratado en vano de resistirse a
esta necesidad. Saliendo de los horrores de Speenhamland, los hombres corrían
ciegamente en busca del abrigo de una economía de mercado utópica (155).
Los subsidios produjeron sus “horrores” instaurando una pobreza que
degradaba a las personas; la mercantilización del trabajo, convertido en pura
mercancía, lo somete a los vaivenes y especulaciones a las que hemos asistido
desde entonces, otras formas de degradación y explotación que se abren de nuevo
ante nosotros.
Hoy no corremos ciegamente hacia ninguna utopía; más bien estamos paralizados
por la caducidad del pensamiento que aplicamos a los problemas que el propio
sistema produce. Necesitamos que nuestras marchas sean hacia el futuro.
* Karl Polanyi (1957, 2011 2ªed, 2ª reimp): La gran transformación. Los
orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo. Fondo de Cultura Económica,
México. [1944-1957 en inglés]
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