Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
El
centro comercial de mi pueblo tiene la planta superior dedicada casi en
exclusiva a los restaurantes. Solo el cine y una bolera rompen la variada oferta
de comidas y tapas en esta planta, desde un kebab
hasta un restaurante italiano decorado en blanco y negro con aires
minimalistas. Día tras día compruebas los efectos de la crisis económica en los
desplazamientos del público de una oferta a la otra.
El
viernes pasado, un grupo de tres parejas pasó junto a nosotros con sus bandejas
del burger. Normalmente la gente que va a una
hamburguesería —hasta hace muy poco reservada a los más jóvenes o a familias
con niños— viste bastante "informal" y más en verano, pero este grupo iba especialmente acicalado y elegante. Era viernes y salían a pasar la noche y
divertirse en compañía. La tradicional cena con los amigos en el fin de semana
se había transformado en una entretenida reunión alrededor de un menú con
hamburguesas con queso, patatas, ensaladas y refrescos.
Lo
importante es mantener el tipo y la compostura. La reducción drástica de ingresos, cuando
no el paro, la necesidad de ahorrar, etc., repercuten directamente en el mundo
de la relaciones sociales a través del dinero disponible para este tipo de
gastos. Muchos restringen sus encuentros y ponen excusas para no tener que salir y
así ahorrar. Es la muerte social. Pero cuando la situación se extiende y
agrava, la solución más lógica es asumir la situación y valorar lo importante,
la compañía, por encima del lugar y el gasto.
La
campaña realizada por Pau Gasol para una marca de cervezas sin alcohol, nos lo
muestra en un elegante (y probablemente caro) restaurante comiendo con unos
amigos. Al finalizar, le pide al camarero que le ponga "para llevar"
la comida restante en unas cajas al efecto. La buena idea publicitaria se junta
con la necesidad social del ahorro en una situación en la que la comida
sobrante puede servir para una posterior. Esto choca mucho con la mentalidad
española, mientras que es frecuente verlo en muchos países que entienden que es
normal que uno se lleve a casa la comida que ha pagado y que no es de miserables
comérsela después. Lo anormal (e indecente) es tirarla.
Recuerdo
lo mucho que me chocó la primera vez que vi esta práctica, hace casi treinta
años, a amigos extranjeros, alemanes y austríacos. Esto en España no se hace, pensé. Gracias a aquellos amigos pude
ver entonces que la gente hacía también cosas tan raras como reciclar la basura
en distintos cubos, ir en bicicleta a trabajar, etc.. Todas esas cosas que a
nosotros, los españoles, nos hacían esbozar una sonrisa condescendiente. Hoy la
mayoría lo hacemos con toda normalidad.
Poco a
poco vamos venciendo esa reticencia a cambiar costumbres de hidalgos venidos a
menos, empobrecidos por las crisis, y entrando en el reciclado y el
aprovechamiento, algo que el español confunde con la pobreza y esta con la
vergüenza social. La base de la cocina popular o tradicional (por más que sea
la más olvidada) es el reciclado de los materiales sobrantes de los platos del
día anterior. Nada sobra cuando todo falta.
Por eso
la generosidad española tiene muchas veces algo de soberbia porque es en muchas
ocasiones la ocasión de exhibir lo lejos que se está de la pobreza, aunque no lo esté. Las peleas
de los españoles por pagar asombran a los ciudadanos del resto del mundo, que
pagan cada uno lo suyo o lo reparten equitativamente sin que a nadie se le caigan los anillos,
expresión muy española y reveladora de nuestra mentalidad. Igualmente me
sorprendía, por ejemplo, que a una pareja se le preguntara habitualmente en los
restaurantes alemanes "juntos o por separado" cuando se pedía la
cuenta. Damos por naturales muchas
cosas que no son más que el reflejo de las mentalidades, las trampas que las
épocas "mejores" nos dejan como malas costumbres. Cuesta ser flexible y
adaptarse a las situaciones nuevas, pero hay que hacerlo.
El
español es muy dado a las apariencias, como nos han mostrado nuestros clásicos con
la picaresca, a ocultar sus miserias luciendo con garbo su capa y escondiendo
bajo ella los harapos. Hace días las portadas españolas reflejaban cómo Angela
Merkel "reciclaba sus vestidos", repitiendo modelo en ocasiones
señaladas. Deberían aprender muchos. Especialmente todos esos que sin un gran despacho,
coche oficial y escolta se consideran poco más o menos que ofendidos; todos
esos que cuando llegan a un cargo, lo primero que hacen es solicitar que les
cambien el mobiliario, no vaya a ser que queden restos de alguna sustancia
tóxica sobre los asientos en los que pondrán sus posaderas. El despilfarro político
español tiene mucho de exhibicionismo. Y eso se traduce en despachos, obras
faraónicas o aeropuertos fantasmas.
Desde
hace un par de años es frecuente ver en las zonas de oficinas reuniones de
ejecutivos en las cafeterías, incluso en las hamburgueserías. Las reducciones
de los tamaños de las oficinas hacen más práctico y barato reunirse tomándose
un café que mantener espacios más caros. Las comidas de negocios, igualmente,
casi han desaparecido. Los ejecutivos lo llevan con naturalidad y discuten sus
planes y se muestran sus ordenadores en medio de reuniones de adolescentes
merendando tortitas con sirope.
En el
mundo laboral es más sencillo el salto mental, ¡qué remedio! Con decir que así se es más competitivo es suficiente, lo
entiende todo el mundo. Antes el éxito en los negocios se mostraba a través de
las oficinas ostentosas y viajes en primera. Ahora no es lo más conveniente,
desde luego. Como en la sociedad, lo que desaparecen son las clases medias.
Quedarán algunas oficinas de lujo, con grandes despachos y salas de reuniones,
y muchas otras con el centro de reuniones en la cafetería.
Son
signos de que se empieza a vivir la crisis con cierta normalidad o resignación,
como prefieran, de que se asumen sus efectos para no agravarla, en vez de
negarla como hidalgos españoles. Esto es positivo porque al desastre económico no
es bueno sumarle el trauma psíquico y social. Es mejor salir a tomarse una
hamburguesa o un bocata con los amigos, con toda dignidad, que perderlos de
vista enclaustrándose para ocultar que se ha producido un recorte en los
ingresos. Es mejor tener oficinas pequeñas y reunirse en una cafetería que despedir personal.
Cada
día hay más gente que lleva sus bolsas de comida a la oficina, cada vez veo más
bicicletas en el tren, más ejecutivos en las cafeterías... Cuando era niño llevaba
al colegio una cesta de mimbre y dentro unas tarteras de aluminio con la comida.
Eran otros tiempos. Hoy, en parte han vuelto, en detrimento de comedores
escolares cuyos costes muchas familias no pueden sufragar. La crisis se reparte en todos los niveles.
Por eso
también —y con razón— no hemos vuelto todos mucho más intolerantes con el
despilfarro, con los sueldos excesivos, con las prebendas en los cargos, etc.
Llegarán tiempo mejores, ¡seguro!, pero no perdamos lo que estamos aprendiendo en
esta crisis, que es mucho. Aprovechemos para enterrar ciertas mentalidades,
tanto de nuevos ricos como de nuevos pobres.
Alabemos
a los que repiten vestidos o despachos, por austeros, y no los critiquemos por
aburridos.
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