Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La sala de la Universidad en donde ha tenido lugar el
discurso del presidente Morsi es un espacio inmenso. Lo recuerdo de mi primera
visita a la Universidad de El Cairo. “Aquí es donde dio Obama su discurso”, me
dijeron. Fue el cuatro de junio de 2009 y entre ambos discursos ha habido todo un
mundo. La secuencia de la histórica visita a El Cairo del presidente Obama (junio
2009), la revolución (enero 2011), la presidencia de Mohamed Morsi (junio 2012)
comprenden un marco temporal que puede ser analizado con detalle, pero solo
imperfectamente comprendido. La historia es una ola en la que estamos subidos,
que nos arrastra y en la que nuestra
mayor preocupación es mantener el equilibrio. Lo que contemos después en la
playa a la que nos haya llevado solo son nuestras explicaciones de por qué
hemos llegado allí.
"I've come here to Cairo to seek a new beginning, one based on
mutual interest and mutual respect and based on the truth that America and
Islam are not exclusive and need not be in competittion," Obama told a
crowd of hundreds at the Cairo University.
"Instead, they overlap, and share common
principles, principles of justice and progress, tolerance and the dignity of
all human beings."
Barack Obama en la Universidad de El Cairo (2009) |
El discurso del presidente Obama tenía una importancia grande porque se dirigía a un “régimen amigo”, cuya financiación del ejército egipcio ha servido indudablemente para frenar los deseos de represión cruenta de la revolución que a más de uno le habrán asaltado en muchos momentos. Obama ofrecía la posibilidad de un nuevo modelo de relaciones, algo que no interesaba evidentemente al régimen de Mubarak, que vivía muy cómodo con su papel de guardián. Pero todo cambió con la revolución de Túnez. La administración Obama y con ella la práctica totalidad de los gobiernos occidentales, saludaron las revoluciones de los países árabes. El viejo modelo de relaciones ya no servía y esa era la evidencia de la sinceridad del discurso de Obama en El Cairo. Con Bush, mucho hubieran dado por bueno el argumento de que tras las revoluciones se encontraba el terrorismo. Con la excepción inicial de los graves errores del gobierno de Sarkozy en Túnez y de la Italia de Berlusconi en Libia, se ha estado del lado de los pueblos, junto a todos aquellos que se rebelaban para defender su libertad y dignidad. Esta vez no se trataba de apoyar dictadores, sino de apoyar pueblos. Y así debe seguir.
Se rompía la inercia de la etapa Bush del recelo generalizado hacia los
países árabes. Se iniciaba otra forma de relaciones para intentar salir de una
situación que empezaba a resultar muy incómoda: las alianzas con gobiernos
represores en nombre de una presunta vigilancia del terrorismo integrista. Los
dictadores que han ido cayendo habían utilizado esta estrategia para poder
aprovecharse en clave interna de lo que era una política occidental de
seguridad. La represión se realizaba en nombre de una seguridad internacional
que permitía seguir adelante recibiendo dinero en algunos casos u obteniendo
patentes para realizar grandes negocios a los grupos afectos a los dictadores,
como el caso de Libia.
El panorama hoy es muy diferente. Egipto ha recorrido, en
esa ola de la historia, un camino inverosímil, con avances y retrocesos, con
desplazamientos laterales y maniobras que desafiaban a la lógica y a la física.
Históricamente, las revoluciones suelen ser el resultado de
maniobras conspiratorias de grupos organizados que van llevando su sentir a una
parte de la población hasta que estalla. Nada más alejado de la realidad
egipcia. La diferencia entre conspiración e indignación es importante y
esencial para entender el carácter de la revuelta y su incidencia política posterior,
cuya mayor dificultad ha sido el proceso de identificación del espíritu
revolucionario con la fuerzas que debían canalizarla. Por decirlo de una forma
sencilla: en Egipto la indignación y la conspiración iban por caminos
separados. Los grupos políticos opositores estaban en un dique seco,
controlados por el régimen y aislados de la población por su propia inercia
ineficaz. De esto se beneficiaba, lógicamente, el régimen de Mubarak y salía
perjudicado el pueblo. El segundo beneficiario era la pseudo oposición, la
Hermandad Musulmana, que vivía y crecía de dos fuentes: no considerarse una
opción política y cubrir la falta de sensibilidad de la administración hacia
los problemas sociales. La Hermandad no era un “partido”, algo que despreciaban
en su doctrina, sino el equivalente a una Seguridad Social que la mayoría
necesitaba en un momento u otro por ausencia de una oficial.
Que hoy el presidente Morsi enarbole la bandera de la
revolución puede entenderse en un sentido retórico o de forma sincera. La
Hermandad Musulmana no ha estado jamás en el poder, carece absolutamente de
experiencia política, incluso como partido, pues el partido de la Libertad y la
Justicia se creó para no contaminar la marca de origen. La Hermandad carece de
experiencia internacional, pues se limitaba a tener contactos de apoyo con
aquellos países que deseaban tener controlados mediante la financiación a cualquier
grupo egipcio para poner una piedra en el zapato de Mubarak y su régimen.
La transición egipcia no ha terminado ni se ve muy cercana
la otra orilla. Morsi debe realizar un programa de integración nacional para
acercar los deseos de la revolución, que no son solo un grupo de jóvenes, sino la
reivindicación de modernización, libertad y justicia social frente a lo que
representó el abandono absoluto del régimen.
Esa transición deberá contar, como han descubierto al final,
con el apoyo de todos los "hijos de Egipto" porque las amenazas siguen presentes, enquistadas en un
régimen que no se ha disuelto y cuyos intereses se encuentran repartidos por
todos recovecos del estado, del mundo empresarial, etc. Son los restos
importantes del apoyo de un régimen que hacía pasar por la corrupción para
conseguir los fines. Están ahí y seguirán durante mucho tiempo, bajo cada
piedra que se levante, como gusanos e insectos que corren bajo la nueva luz.
La Hermandad Musulmana tendrá que adecuarse también al nuevo
modelo que reclaman los egipcios y no vivir de las carencias del estado sino
transformar el estado para hacerlo eficaz en beneficio de todos. Para ello
tendrá que irse alejando de sus funciones asistenciales y apoyar las públicas
para que funcionen. Deberá crecer el partido y no ser solo una maquinaria
electoral. Tendrán que ver cómo se traducen sus principios en acciones en un
sistema real y no ideal, un sistema en el que convivirán con otros egipcios que
piensen de forma diferente pero que serán tan buenos egipcios como ellos
mientras todos quieran lo mejor para su país y su pueblo.
El discurso de Morsi ha sido conciliador. Ha dicho que el
Ejército y la Policía son importantes, pero que deben recuperar su función de
proteger a los egipcios y las fronteras del país. Ha dicho que Dios es
importante, pero que el poder viene del pueblo. En el diario Al-Masry Al-Youm
se contaba hace unos días:
Mohamed Qasim, one of the administrators of the
We Are All Khaled Saeed Facebook page, famous for its mobilizing power before
and during the revolution, says that there’s something interesting in the
political lucidity displayed by people nowadays. “When I was praying at the
mosque [in Matareya] a few days ago, the sheikh started promoting Morsy. People
rose angrily and asked him to stop mixing religion with politics. I was
pleasantly surprised. These are important details.”*
La anécdota no es única y revela esa lucidez política del pueblo egipcio, que sí es religioso, pero sabe diferenciar entre serlo e imponerlo. Esa gente es la que ha votado a Morsi no porque se lo digan en las mezquitas ni en las caravanas médicas, sino porque sabían que debían desprenderse de un régimen que usaba la religión de forma negativa también para hacer política. La prohibición de partidos religiosos, que mantenía el régimen de Mubarak, era una forma de introducir la religión, retorcida pero eficaz y que sirvió para fortalecer a la Hermandad y a Nour, los salafistas, que canalizaron el tradicional sentimiento religioso egipcio.
En la medida en que la democracia se asiente sobre una
constitución plural, que es el gran reto al definir las reglas del juego, se tenderá
a relativizar ese impulso de imponer a los demás la visión propia, de
considerar como verdades esenciales e indiscutibles nuestros principios sobre
los de los demás. Si Egipto logra una constitución que no busque consagrar
principios para imponerlos, sino crear principios plurales con los que
convivir, habrá dado un gran salto adelante y habrá conseguido aislar los
temores y miedos que han sido aprovechados en detrimento del pueblo egipcio,
enarbolados para su control permanente y su condena a la infancia política y
civil.
Mohamed Morsi necesita mostrar a todos que sus palabras de
apoyo a la revolución son reales y hacerlo con hechos en beneficio de su pueblo
y eso quiere decir pan y educación, modernización del estado y limpieza
institucional. Tiene que salir al mundo y aprovechar la mano tendida que supuso
el viaje de Barack Obama en su momento y mostrar que la amistad es posible y
beneficiosa para todos. Y debe mostrar a su pueblo que eso es bueno, olvidar el
autismo político y sus temores. Ha hecho bien en señalar los deseos de paz y
respeto de los tratados junto a su apoyo a los pueblos palestino y sirio.
También en señalar sus deseos de independencia y de no influir en los demás,
mensajes en clave para todo el espectro del mundo árabe.
La necesidad de restaurar la autoridad en Egipto señalada,
por Morsi, se basa en el principio previo de que sea la propia autoridad la que
se regenere y muestre que está del lado del pueblo, atendiendo sus necesidades.
Los egipcios, que inventaron el estado, no son ácratas. Su indignación y
desesperación proviene precisamente de las perversiones constantes de la
autoridad, puesta al servicio de unos pocos en detrimento de muchos. En la
medida en que la autoridad sea justa y trabaje para todos, la soberanía popular
dejará de manifestarse en las plazas de todo Egipto y podrá salir, orgullosa, a
manifestar su civismo en conmemoración de sus mártires, que habrán dado su vida
por algo con sentido.
Ha hecho bien Mohamed Morsi en dedicar una parte amplia de la introducción de su discurso al escenario en que se encontraba, a la Universidad de El Cairo, a dar las gracias a los estudiantes, que han visto interrumpidas sus actividades y exámenes; también en reconocerse como un hijo de esa universidad, y padre de alumnos, algo importante en clave de la propia sociedad egipcia, ya que es el centro de la “ciencia” frente a la “otra ciencia”, como irónicamente la llamaba Taha Husein, en Los días. El progreso de Egipto, de su pueblo, debe salir del compromiso de los que tienen el conocimiento y la voluntad de ponerlo al servicio de su pueblo para sacarlo adelante. Pocos pueblos tienen esa voluntad tan marcada como los egipcios, y es lo que manifestaron los “jóvenes” ilusionados tras el estallido de su revolución, que era la de todos y que se reflejo en el lema “orgulloso de ser egipcio”, es lo que unió en un solo grito a los universitarios con los más desfavorecidos, que veían en ellos la única posibilidad frente a la indiferencia habida hasta el momento. Egipto debe aprovechar esa fuerza surgida de sus universidades, abandonar el derrotismo desesperanzado. Esa creatividad y generosidad debe ser canalizada. Si el nuevo presidente es capaz de hacerlo, habrá ganado mucho para el país, que surgirá de nuevo hasta ocupar el puesto internacional que le corresponde por historia y por valor.
Dios es grande y el poder viene del pueblo. Antes que a la Universidad del El Cairo, Morsi se dirigió a la plaza de Tahrir, a mostrar su compromiso con la revolución y sus ideales generales de transformación y enterramiento definitivo de un régimen corrupto e ineficaz. Fue un gesto, un gesto importante para mostrar a todos los apoyos con los que cuenta en el difícil camino que tiene por delante. No se trataba solo de mostrar que él apoya la revolución, sino de que la revolución le apoya a él para seguir adelante. De los “hijos de
Egipto” provienen los imperativos de las necesidades y los anhelos de sus
sueños; a sus dirigentes les exigirán el cumplimiento de un futuro que no se
base en la providencia sino en la eficacia. Como ya escribimos, debería llegar
un momento en que se dé gracias a Dios por la eficacia de los gobernantes que
elegimos, más que porque nos permitan sobrevivir.
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