Cuando el maestro Elías Tannen
sintió que se acercaba el momento en el cual el cuerpo desea reposo y el alma
tranquilidad, se retiró junto a las montañas. Cada mañana salía a la terraza
que daba al valle y contemplaba la salida del sol. Un acontecimiento tan
sencillo le maravillaba y, sin embargo, no había sido consciente de esa
belleza.
—Es momento de dar gracias a Dios
por cada uno de los amaneceres —se dijo—. Parece que llevo cierto retraso.
Todos esos momentos se le habían
pasado por alto. Habían ocurrido, sin duda, pero él no había sido consciente.
Quizá fuese porque siempre había sido un noctámbulo y se acostaba poco antes de
que el sol saliera. Las tardes las había dedicado a relacionarse y vivir, pero
las noches estaban destinadas al trabajo, a la escritura de aquellos libros que
le habían conseguido el respeto de los hablantes de su lengua materna, reconociéndole
en vida el grado de maestro.
Cambió sus hábitos y se decidió a no
perderse ninguno de aquellos amaneceres. Reorganizó, liberado ahora de gran
parte del trabajo creativo, el horario con su ayudante, la señorita Flora, y se
dedicaron a atender el correo durante la mañana. Un ligero almuerzo dividía en
dos la jornada y dedicaba la tarde a la conversación con los visitantes que
acudían a aquel lugar, convertido en peregrinaje obligado de viejos amigos y
jóvenes admiradores. Si la tarde quedaba descargada de visitas, el maestro
Elías Tannen salía a recorrer las viñas situadas en el valle para disfrutar del
maravilloso espectáculo de los rayos del sol filtrándose por entre las parras.
La señorita Flora se situaba en el asiento junto al conductor y le leía las
cartas llegadas de casi cualquier parte del mundo. En ocasiones, ella volvía a
repetirle párrafos o cartas enteras porque se daba cuenta que el viejo maestro
estaba perdido en ese espacio indefinido entre el mundo interior y la realidad
exterior, ese espacio en el que la belleza se vuelve sentimental y el
sentimiento una tensión nerviosa que se esparce por todo el cuerpo. Un pequeño
suspiro o un leve gesto le indicaba que el maestro se encontraba de nuevo en el
coche y en disposición de atenderla. Ella había aprendido a formularle las
preguntas de tal forma que un simple movimiento de la mano o de la cabeza
pudieran ser tomados como una respuesta; escribía un sí o un no en la carta, y
pasaba a la siguiente.
A veces se detenían junto a una
fuente y, con una pequeña taza de cristal embutida en grueso cuero marrón,
bebía hasta dejar su garganta despejada del polvo del camino. Cuando el sol
comenzaba su descenso, regresaban a la casa en donde le habían preparado una
mesa en el jardín. Unas carnes ahumadas y algunos quesos de cabra le esperaban
para acompañar las últimas horas del día.
Cuando llegó septiembre, recibió la
visita de unos viejos amigos, un matrimonio muy querido por él desde que
empezara a labrarse una reputación en el mundo literario. Les acompañaban sus
dos nietas, a punto de entrar en la adolescencia. Corrían por la terraza,
persiguiéndose la una a la otra, ignorantes de quién pudiera ser aquel anciano
que les recibía sentado en un gran sillón de mimbre bajo las enredaderas.
La conversación discurrió tal como
suele hacerlo cuando personas que han compartido muchos momentos en la juventud
se reencuentran; como si apenas hiciera unas horas que se hubieran separado.
Cuando ha pasado tanto tiempo, no hay acontecimientos concretos sobre los que
informarse mutuamente, solo grandes episodios de la vida, grandes movimientos
que, como las mareas, se descomponen en miles de olas que en la distancia
parecen iguales.
—Habría tantas cosas que contar, mi
querido Samuel, que necesitaríamos ser jóvenes de nuevo para poder escucharlas.
—Quizá no haga falta tanto detalle
—río el visitante.
—Así es la vida. La última vez que
nos vimos, Elsa estaba embarazada. Y ahora os presentáis aquí con dos niñas que
son vuestras nietas. Cuando os vi salir
del coche, sentí que el padre tiempo me estaba jugando una mala pasada. Veros
con esas dos niñas me ha hecho sentir que hay muchas cosas que me he perdido
desde aquellos momentos. Cuando os vi, os eché más de menos. Sentí la nostalgia
de los momentos perdidos.
—Nosotros, en cambio, te hemos
tenido siempre a nuestro lado. Cada vez que se publicaba uno de tus libros nos
parecía estar contigo —dijo Samuel—. Elsa lo encargaba en la librería en cuanto
que teníamos noticias de que se publicaría una nueva obra tuya.
—Sí, leíamos juntos tus obras y se
las leíamos a los niños, a Franz y a Dorita. Eras para ellos el tío Elías. Si
hubieras venido a casa, te habrían saltado a los brazos diciendo “aquí está el
tío”, y te habrían cubierto de besos.
—Vais a hacer que me emocione,
caramba. Siempre podré decir que es porque soy viejo, pero...
—Son
muchas las cosas que se pierden a lo largo de la vida. Pero tú siempre
estuviste a nuestro lado con tus cuentos, con tus poemas...
—Sí,
Elsa tuvo ganas de preguntarte tantas cosas. Cuando leía algo tuyo, se paraba y
decía “tengo que preguntarle sobre esto a Elías”. Tenía unos cuadernos en los
que apuntaba todas las cosas que le hubiera gustado preguntarte.
—¡Samuel!
Eso no tiene importancia; era una manía mía.
—Pero
si lo ha estado haciendo hasta tu última obra —se rió Samuel ante el
azoramiento de Elsa—. Ha guardado todos esos cuadernos durante años.
—¡Samuel!
—¿Es
cierto, Elsa? ¿Los has guardado todos estos años?
—Bueno,
muchos los he...
—Es
mentira, Elías. ¡Los tiene guardados todos! ¡Uno por cada una de tus obras!
Los
criados interrumpieron la conversación con la llegada de la merienda. Trajeron
té y limonada para las niñas. Se sentaron en la mesa que habían acondicionado
en el lugar más fresco del jardín y degustaron los bocadillos y pastas. Cuando
todo estuvo servido, continuaron la conversación con nuevos temas más
protocolarios. Como toda persona con una vida pública, Elías sabía que muy poco
podía contar sobre una vida que estaba expuesta al conocimiento de todos.
Samuel y Elsa le preguntaban directamente sobre cómo había sido su estancia en
el norte de África o su gira de conferencias por Sudamérica. Él, en cambio,
solo podía hacerles preguntas muy generales sobre la evolución de su mundo
pequeño y previsible.
—Franz
estudió ingeniería y está trabajando en un puerto del norte. Dorita se casó y
tiene estas dos niñas, nuestras primeras nietas. Nosotros seguimos en la vieja
casa que tú conociste.
—¿La
del soldado tejiendo? —preguntó Samuel— ¡Claro! Si no, parecería que faltaba
algo. Seguirá allí mientras nosotros vivamos en la casa. Ese soldado es cómo de
la familia.
Todos
rieron y el tiempo se fue consumiendo entre preguntas y evocaciones, entre
intentos de recordar nombres y el deseo de reordenar acontecimientos, para
fijar aquel paréntesis de separación.
—No,
no... Eso fue antes.
—No,
te equivocas, Samuel. Thomas ya se había casado. No pudo ser entonces.
—¿No
se había casado Thomas? ¿Estás segura?
La
noche se fue acercando a la montaña y Samuel llamó a las niñas, quienes había
regresado a sus juegos entre las pequeñas estatuas repartidas por el jardín.
—¡Niñas!
Tenemos que irnos antes de que se haga de noche. Hay un tramo malo en el
camino.
Elías
les acompañó hasta el coche.
—Quisiera
pedirte un favor, Elsa —dijo el maestro mientras le mantenía abierta la puerta
del automóvil.
—Lo
que quieras, Elías.
—Me
gustaría que me fueras mandando esos cuadernos, los que escribiste...
—Pero
si es una tontería mía...—dijo ella ruborizándose.
—Insisto
—bromeó él—. Además, creo que tengo derecho. Los escribiste para mí.
—Tiene
razón, Elsa. Son suyos —terció Samuel—. ¿Para qué has estado todos estos años
escribiendo si no es para dárselos algún día? Si no se los das, nada tendría
sentido.
Elsa
asintió con la cabeza y esbozó una media sonrisa. Elías estrechó las manos de
Samuel y le dio un abrazo. Después tomó las manos de Elsa y,
estrechándoselas, depositó en ellas un
beso.
Ella
sonrió y se introdujo en el coche. Elías cerró la puerta. Las niñas bajaron el
cristal de la ventanilla y, cuando el coche arrancó, dijeron adiós con sus
manos. Elías les respondió agitando la suya.
No
había llegado el automóvil a la reja metálica de la puerta cuando se detuvo. Se
abrió la puerta y una de las niñas salió y se dirigió corriendo hacia el
maestro. Recorrió los apenas treinta metros del camino en unos segundos.
—Esto
es para usted —dijo la niña con la respiración fatigada por la carrera
tendiéndole un pequeño cuaderno de notas—. De parte de mi abuela.
Elías
la vio alejarse en dirección al automóvil. Elsa había salido para dejar pasar a
la niña. Él tomó el cuaderno e hizo el gesto de llevarlo a su pecho. Ella le
sonrió y se introdujo en el coche que reemprendió la marcha.
Los
vio partir. La penumbra del atardecer se tragó a aquellos visitantes que
parecían haber salido de un pasado irremisiblemente perdido. Elías se dirigió
hacia la terraza y se sirvió un poco de limonada antes de que retiraran la
mesa. ¡Limonada! Hacia años que no tomaba limonada. Habían tenido que llegar
aquellos fantasmas para recuperar aquel sabor. Unas niñas habían tenido que
recorrer su jardín para que se desencadenaran de golpe todas aquellas
sensaciones.
Se
sentó y pidió que le acercaran una lámpara. Cuando se la trajeron abrió el
cuaderno de Elsa. Era un cuaderno de notas con cubiertas de cartón entintado
del que salía un pequeño trozo de cinta azul. Lo abrió por la página que
marcaba la cinta. La vista le fallaba pero sintió un pequeño estremecimiento al
reconocer la letra de la muchacha. Era tal como la recordaba; una letra
menuda y cursiva, que buscaba cuadrar en la página como si fuera un texto
impreso. No quiso leer nada todavía; sin embargo sí se fijó en los grandes
signos de interrogación que la pluma de Elsa había dibujado. Abrió el cuaderno
por la primera página y miró la fecha. ¡Treinta y dos años! Quizá fuera uno de
los primeros cuadernos que la muchacha escribiera. Trató de hacer memoria y
determinar a qué libro podrían corresponder todas aquellas anotaciones. Hay
preguntas que se tardan en formular, pero finalmente llegan las respuestas.
Lo
cerró y se dejó llevar por el efecto de la brisa que comenzaba a soplar por
entre las montañas. Pronto debería retirarse antes de que empezara a refrescar.
Así es la montaña, no hay apenas tránsito entre el calor del día y el fresco de
la noche; apenas unos momentos para disfrutar del placer del equilibrio.
¡¡¡Muy hermoso y enternecedor relato!!! Me ha encantado y a la vez me ha dejado con ganas de seguir leyendo más... Ante todo me ha dejado una deliciosa sensación de serenidad, de reflexión, y de la paz que se siente cuando desde el presente miramos hacia atrás y sentimos una profunda comprensión "Ante la vida".
ResponderEliminarGracias, Carmen. Eso es lo que trataba de transmitir junto a la melancolía que tiene la consciencia de que la vida también "fluye" por los laterales, que no somos el centro, sino solo uno de ellos. También que aunque nosotros dejemos de pensar en los demás, arrastrados por nuestra vida, podemos formar parte de la vida de otros, ser importantes, sin ser conscientes de ello. La importancia en la vida no se mide por los honores, sino por las personas que nos quieren. Me alegra que te guste. Iré dejando caer algún otro cuento de vez en cuando. Un saludo
ResponderEliminarMe ha gustado mucho lo que transmite, Joaquín.
ResponderEliminarEs genial esto de las evocaciones del tiempo futuro cuando uno se hace viejo y uno siempre se termina acordando de lo que se ha quedado en el tintero, sobre todo lo no vivido con algunas personas de tu vida . Ayyy, no quiero ni pensarlo, jaja. Pero el relato se disfruta;suscribo el primer comentario. Enhorabuena.
Gracias, Isaac! Avanzar en la vida es siempre dejar caminos laterales, muchas veces sin quererlo. Los olvidamos y un día reaparecen como oportunidades que se perdieron. Así es la vida, sin discusión. A veces, como en el cuento, se puede recuperar algo cuando los demás no te han olvidado, aunque tú sí les hayas olvidado a ellos. Es el amor lo que nos hace recordar a los que queremos. No todo está perdido cuando no olvidamos, cuando amamos. Es la falta de amor la que lleva al olvido y no al contrario. Un saludo y gracias
ResponderEliminarMe ha encantado Joaquín, será por la edad que vamos acumulando ya, pero creo que todos tenemos un poco de Elías y un poco de Samuel. Siempre queda atrás algo en nuestro pasado, algo casi olvidado que cualquier momento lo puede hacer despertar.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo tocayo.
Gracias, Joaquín. Sí, todos tenemos algo de todos ellos, según el momento y nos toque recordar o ser recordados. Hacemos las dos cosas: echamos de menos a los que queremos y nos gustaría ser echados de menos por los que están lejos. Un abrazo
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