Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La Vanguardia de
hoy nos recuerda que hace 50 años falleció el escritor William Faulkner, al que
entonces se calificó como “un gigante de la literatura norteamericana”. En la
noticia se recoge el suelto de EFE con las palabras de John F. Kennedy
señalando que el escritor “figura, seguramente, entre los más grandes
escritores de nuestro tiempo”. No sé si el “nuestro tiempo” de Kennedy, el que
reconoció las virtudes de Faulkner, es ya el nuestro. Es el reconocimiento social
el que permite la vida de las obras. No hay grandes escritores en un mundo
pequeño. Sin lectores, no hay grandes obras, solo barcos que se alejan de
nuestras costas llevados por el viento de la ignorancia y la indiferencia.
Salía tarde ayer de la Facultad, rondando las siete, cuando
en la entrada del Metro me encontré a Pepe, el librero ambulante del que ya he
hablado y dedicado algún escrito. Había instalado esta vez su sábana con el
contenido de las dos bolsas de libros a la sombra del contenedor de basuras que
los limpiadores del metro han instalado para que se depositen los papeles de
propaganda que los repartidores entregan a los viajeros, que se deprenden de
ellos pocos metros más allá.
El libro disputado |
Mientras yo charlaba con Pepe, la muchacha cogió el Ficciones y nerviosa se puso a remirar
la oferta, hasta que, desesperada, me cogió del brazo para ver qué libros me
llevaba. Intentaba saber el destino del libro de Monterroso que, efectivamente,
tenía yo. Me hizo gracia el descaro y le dije que no había ningún problema, que
como era para regalar y yo ya lo tenía, me daba igual llevarme un García Márquez o un Borges y dejarle a ella el Monterroso.
Se sintió de repente avergonzada y nos entró a todos el ataque protocolario del
“no, no, si a mí me da igual” y el “perdone, perdone”. Para que ella no se
sintiera culpable, terció Pepe diciendo “no, si este señor se los llevaba para
regalar”, y aportó el testimonio de esa “rareza” mía. Finalmente, la muchacha
aceptó mi argumento de que lo que de verdad me importaba era que alguien interesado
lo leyera y que había que sembrar
antes que tengamos que explicar con fotos qué era un libro y contar lo que
había dentro, aunque esto último ya lo hacemos. No iba yo a interponerme entre un lector y su libro tras ese
flechazo.
Hace unos días me llamó la atención ver en el vestíbulo del
metro de la Ciudad Universitaria a una joven ensimismada, indiferente al
tráfico de gente, leyendo Las hijas del
fuego, de Gérard de Nerval, en la vieja edición de Bruguera. Estaba allí,
en una esquina, aislada dentro de su obra, probablemente esperando la llegada
de algún compañero. Siempre que veo o se menciona a Nerval, me acuerdo de
Maica, antigua alumna y amiga hoy, que convirtió a escritores como Byron o
Nerval, dandis exquisitos y rebeldes,
en emblemas vitales para combatir el aburrimiento, genuino tedio baudeleriano
que le produce el noventa por ciento de los autores y libros de los que tiene
que escribir cada día. Ella sigue en su lucha cotidiana para convencer a sus
amistades de las cosas que hizo Byron con su oso o Nerval con la langosta que
sacaba a pasear. Es anecdotario friqui
de la literatura, que convence a los demás de que si ya es de raros leer, los que los escribieron también lo eran,
manteniéndose en segundo término preventivo, como el muchacho que acompañaba a
la lectora de Monterroso. Y así se va escindiendo el mundo entre lo que leen y
los que revientan burbujitas en su teléfono “inteligente”, que efectivamente
suele ser lo más inteligente que algunos llevan encima.
La república byroniana del inconformismo lector irá
creciendo. Son los que se alimentan de libros de segunda mano, que les parecerán
más interesantes que los se les vende bajo presión mediática, a golpe de promoción
y entrevista. Los máximos responsables de la degradación del gusto lector son
los editores y, en general, aquellas personas que han rodeado de comercialismo
un mundo que tiene la mala suerte de estar entre el arte y el negocio, entre la
cultura y el ocio; que es pasto de profesionales interesados en lo suyo, y eso incluye a críticos,
profesores y demás relacionados. Vender, se vende lo fácil y así seguimos
bajando, bajando.
Cuando se piensa en la popularidad de un William Faulkner o
de otros autores, que no eran precisamente fáciles de leer porque no
renunciaron a la idea de que un autor es alguien que doma al público y no al
contrario, no deja uno de sentirse pesimista ante los derroteros de la cultura,
sustituida por la idea de industrias culturales. Hemos destrozado nuestro
sistema de formación al dejar de creer en la formación de la persona en ámbitos
que no tienen “aplicación” directa y no hay forma de medir su rendimiento. La idea
de que la cultura no es necesaria para triunfar en la vida y que empresarios,
deportistas, actores y demás líderes sociales son felices y ricos sin abrir un
libro, ha cundido. Ha sido fomentada por la gente profundamente inculta que es
incapaz de entender que hay principios sobre los que se sostiene el mundo que
no son los de la física material, sino los de la física de las ideas, que son
las que elaboran nuestro concepto de equilibrio social y personal, nuestros valores, y marcan
nuestros rumbos.
Es la ausencia de rumbo lo que determina precisamente nuestra sociedad vacía. Los rumbos vitales han sido sustituido por los “objetivos”, práctica plana tomada del mundo de las empresas automatizadas, que a su vez provenía del mundo anímico del que surgieron estas prácticas, esa pragmatismo anglosajón que llevó a Benjamín Franklin a escribir su lista de trece virtudes, con veinte años, y a practicar una y solo una cada semana el resto de su vida. No hay duda de que Franklin fue un hombre sistemático, aunque él mismo dudaba sobre si había sido un hombre virtuoso. Fue un gran hombre, un hombre práctico. Su justo destino fue prestar su rostro generosamente al billete de cien dólares.
Nuestra enseñanza se parece mucho a la lista de las trece virtudes de Franklin. Cada semana se practica algo que se ignora la siguiente. Y es porque no hay rumbo, solo objetivos. Sin rumbo, no hay formación de la persona, que simplemente es “idónea”, término que gusta mucho en esta sociedad que hemos hecho, ya que implica que nada vale por sí mismo, sino que siempre se “vale para algo”. Lo malo es que ese algo es siempre exterior a nosotros mismos, siempre nos viene dado por el que decide si somos idóneos o no. No habrá juicio final, sino selección de personal.
Gérard de Nerval |
Es positivo que alguien te dispute un libro en la puerta del
metro. Para ella será un libro con
historia, el libro que le arrebató a un tío muy raro que lo había pillado
antes. Seguro que comenzó a leerlo esa misma noche. Me produjo una gran satisfacción ceder en esto.
Y al final del día, culminada la obra de la vida por ese día, se escucharon aplausos y vítores. Y se tiraron rosas al escenario por los acontecimientos acaecidos.
ResponderEliminarUn "bravo" para Joaquín, y sin quitarle mérito y el reconocimiento una vez más de sus reflexiones inspiradoras y emocionantes para nosotros, un bravo también para la "chica curiosa" que ganó ese día un hito importante y un último bravo para Maica, por constante, por haber sabido recoger el testigo de Joaquín y por ser esa gran periodista dedicada a la cultura.
Gracias, Isaac, por el comentario y por el "bravo". Lo justo es que vayan los bravos por la muchacha que leía a Nerval, la que me arrebató a Monterroso, y la que se pelea con sus amigos porque no se creen que Gérard de Nerval paseaba a su langosta, a pesar del testimonio irrefutable de Los Simpson. Cada vez que Maica logra colar un reportaje sobre Byron, Nerval o Mann se gana la mirada recelosa de sus jefes, pero también un trocito de cielo. Un saludo
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