Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Ayer
los canales internacionales de noticias tenían a sus corresponsales políticos
en la puerta de la residencia del primer ministro británico, Boris Johnson. Uno
tras otro nos ofrecían la fachada de la residencia mientras cambiaba la cara
del comentarista (por cierto, al llegar la canal español nos encontrábamos con
imágenes retrospectivas de los sanfermines).
La
atención del mundo, de la BBC a Al-Jazeera, pasando por la CNN y France24 era
esa fachada tras la que se discutía la necesidad de la dimisión de Johnson. Se
había visto entrar a diputados y ministros, pero de allí no salía la esperada
noticia de la renuncia de Johnson, de su dimisión como primer ministro.
Los
titulares especulan sobre cuánto tiempo podrá aguantar así cuando se han
producido cuarenta renuncias de ministros y altos cargos en un solo día como
muestra de desacuerdo con lo realizado por Johnson. La lista de despropósitos
es mostrada hoy, caso por caso, en RTVE.es
En la
lista hay poca política y mucho desmadre. A Johnson no lo van a llevar a casa
errores políticos sino una política de errores personales, de decisiones
frívolas y de apoyo o de disimulo ante casos de acoso sexual por parte de
diputados tories.
Boris
Johnson ha sido un político espectáculo y ahora el espectáculo es bochornoso.
De la descripción de las fiestas celebrada cuando nadie debería estarlo por las
restricciones impuestas a la población a los escándalo por acoso sexual,
pasando por el donante del papel dorado para decorar su residencia, Johnson ha
tenido la capacidad automática y constante de pedir perdón, de disculparse
cuando no le han funcionado las excusas por desconocimiento del hecho, su
origen o alcance.
Johnson
no dimite. Pese a los escándalos constantes, el no es su respuesta. Lo defiende
amparándose en una supuesta épica heroica que hace que cuanto más grandes sean los
obstáculos en el camino, mayor es su grandeza como primer ministro. Se le
olvida el detalle, claro está, de que es su propio partido el que le está
pidiendo la renuncia, que son los que él nombró los que dimiten y le piden que
dimita. Pero a Johnson esta épica de la renuncia de los cargos no le sirve.
Johnson se aferra al cargo, a Downing Street y a lo que haga falta.
El
populismo actual se basa en la popularidad. Las dos palabras tienen las raíces
en el pueblo, pero de muy distinta manera. El populismo pasa a ser una
ideología que tiene el "pueblo" mitificado como raíz, mientras que la
"popularidad" es un intento de acaparar la atención de ese pueblo que
será quien te mantenga en un cargo electo o te aplauda en un balcón mientras
ejerces el poder de forma autocrática.
Putin
es populista autoritario y quiere ser popular. Johnson es populista en una
democracia, pero se niega a reconocer que ahora es impopular cuando antes no lo
era. Cuando a Putin le dicen que baja su popularidad, decide encarcelar o
eliminar a los que dicen cosas contra él y su política, organiza un desfile
militar o recibe bendiciones del Patriarca de Moscú. Con eso su popularidad
sube y sigue en el poder.
Cuando
a Johnson le dicen que ha bajado su popularidad, que se encuentra bajo mínimos
y que va a llevar al desastre al partido tory, Johnson tira de la épica
personal, reafirma la importancia de su gestión y del papel de la Gran Bretaña
en el mundo. Johnson, por supuesto, no puede encarcelar o hacer desaparecer a
sus críticos. Vive en un sistema democrático y está mal visto hacer esas cosas.
Tampoco puede hacer uso de la estrategia española, la de decir que si la
oposición te critica mucho es que lo haces muy bien, porque es su propio
partido el que le está implorando que dimita, que ya no se puede aguantar tanto
escándalo.
Cada día, los británicos se levantan con dos dudas, si hay algún escándalo nuevo y si Boris Johnson dimitirá. La primera es más probable que la segunda. Son dos dudas justificadas, algo ya habitual, como el que mira la sección del tiempo cada día para saber si debe coger el paraguas.
Cada
político pasa a la historia por algo. Eso puede ser positivo o negativo. A
veces políticos que hacen buenas cosas pasan a la historia recordados por una
tontería. En el caso de Johnson será literalmente una tontería detrás de otra,
una acumulación de estupideces, que es lo que menos se perdona. Los analistas e
historiadores se dedican a pormenorizan las causas que llevaron a la pérdida de
una guerra o al triunfo de unas elecciones. Pero las estupideces las entiende
todo el mundo y no necesitan de analistas ni expertos para ser entendidas y ser
traducidas a la lengua del pueblo, al chascarrillo, el chiste, la caricatura. Y
a eso solo sobrevive Donald Trump, imposible de superar por cualquier intento
de caricatura, como dijimos en algún momento de su "reinado/mandato".
Una forma de medir el nivel democrático de un país es precisamente saber dónde se encuentra el límite de su tolerancia ante excesos y errores se sus políticos. Todos los indicadores, tanto del electorado como de su propio partido y, por descontado, la oposición, muestran que quieren que Johnson dimita. Él no lo hace invocando esos grandes principios antes señalados. Los indicadores son claros, pero Johnson los ignora. Él los llama "tiempos difíciles". Habrá algún Dickens que los describa.
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