miércoles, 13 de julio de 2022

La desmemoria

 Joaquín Mª Aguirre (UCM)

Nos dicen en RTVE.es algo que debería hacernos reflexionar sobre pasado, presente y futuro. En estos días que se cumplen los 25 años del asesinato de Miguel Ángel Blanco, una gran mayoría de los jóvenes no saben quién es, qué pasó o no podrían identificar su imagen. Hace años que no escuchaba la expresión “Espíritu de Ermua” que estos días se repite. Sumando la anterior, deberíamos reflexionar sobre la forma en que experimentamos la historia, la forma en que la construimos entre todos o, para ser más precisos, la olvidamos colectivamente.

No creo que este olvido y desconocimiento -no se puede olvidar lo que nos se sabe- sea casual, sino más bien un efecto natural de una forma de comportarnos que se ha ido consolidando entre nosotros.

Todavía recuerdo vívidamente el momento de tensa espera en que finalmente se encontró el cuerpo de Miguel Ángel mientras millones de personas pedían por toda España, en sus calles, la liberación del joven. Acostumbrados a la inmediatez brutal de los atentados de ETA, el suceso del secuestro de Miguel Ángel Blanco y el ultimátum dado para cumplir la amenaza de asesinarlo fue un enorme choque, un salto que provocó un intensísimo estado de conmoción emocional. Mi cuerpo lo recuerda cuando pienso en ello, el llanto convulso, las sacudidas. No era solo yo; eran calles, plazas llenas de gente en el mismo estado emocional por todas partes. Fue un impacto terrible; nos sentimos parte de algo y rechazamos con fuerza lo que significaba esa forma criminal de actuar.

En vez de ahondar en la unión que aquello representó para todos ante una situación horrible, sin medida, en estos años hemos -intencionadamente o no- elegido una desmemoria selectiva.

La sociedad española que siguió a aquellos años ha crecido en la desmemoria, desestructurada, inmersa en un espacio caótico de mensajes políticos en el que todos son iguales y se superponen.

Hace unos días recogíamos aquí el diagnóstico de Yolanda Díaz para lanzarse a su peregrinación auditiva, a escuchar al país para ver qué quiere. La palabra que usó fue “desafección”. Es propio de los políticos, de uno y otro signo, la incapacidad de reconocer que son ellos los que están en la base de muchos de los problemas. Díaz escuchará que la gente no cree en los políticos, que la gente vive en un presente continuo y que no se siente identificada (representada es otra cosa) con la clase política.

Vivir en un presente continuo es vivir cada día sin recurrir a la historia ni al futuro, que se concreta en la supervivencia en un mundo precario, empaquetado entre festividades, que es en lo único que se cree, un mundo de olvidos. Mucho me temo que lo que escuche es lo que sabe que escuchará y que el mensaje de salida será como el de entrada.

Que los jóvenes actuales no sepan quién fue Miguel Ángel Blanco ni lo que significó es una consecuencia clara de que ha sido eliminado de cualquier tipo de manifestación que no se entienda como lo que ayudó a superar, los límites del partidismo absoluto, que es el mal que nos aqueja con su unilateralismo y búsqueda constante de la separación.

No somos capaces de compartir el presente y, mucho menos el pasado y nada del futuro. Las únicas menciones a un futuro real son las amenazas que los políticos se hace de derogar las leyes que se aprueban sin su participación.

La incapacidad de sentir y pensar unidos es precisamente lo que ha llevado  a que el espíritu surgido estos años sea el contrario al de Ermua. Es la desunión, el no compartir lo que nos identifica, por lo que no hay Historia, solo historias fragmentarias en las que cada relato tiene sus propios fines, los de quien los escribe. El discurso en que vivimos nos lleva a estar creando constantemente leyes sobre la “memoria” cuando lo que queremos es recordar selectivamente, lanzarnos los “pasados” perdiendo el presente y, por supuesto, el futuro. No compartimos nada.

El olvido de la figura de Miguel Ángel Blanco y de su sentido entre los jóvenes y los no tan jóvenes es un ejemplo claro de esta división que nos afecta a todos como desafección y sectarismo, que son los dos extremos.

Son los propios políticos los que han enterrado cualquier atisbo de unión porque practican cada día lo contrario. Es lo que llamaron los estudiosos la “cultura de la polémica”, la que necesita del enfrentamiento continuo para mantener la atención y la definición identitaria. No hay espíritu de compartir, solo el enfrentamiento, la estigmatización y la redirección de los odios.

No hay Historia porque no hay memoria real, solo relatos y metarrelatos, intentos de hacerse con las frustraciones reinsertándolas en flujos que puedan canalizarse como votos en el futuro. No hay otra aspiración.

¿Causa esto desafección y, por ende, el rechazo de cualquier intento de poder compartir unas causas generales, unos fines comunes que nos competen a todos? Ningún país puede sobrevivir a la ignorancia de sí, especialmente de lo que ha sido positivo porque ha representado la unión. Poner el énfasis continuo en los que nos separa tiene unas consecuencias que ya vemos entre nosotros a través de síntomas del egoísmo y del todo vale. La crisis que tenemos por delante necesita de mucho espíritu comunitario, de una clara necesidad de unión y solidaridad.

Empeñados en borrar, en tachar, nos borramos a nosotros mismos. 

 



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