Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Nos dicen en RTVE.es algo que debería hacernos reflexionar sobre pasado,
presente y futuro. En estos días que se cumplen los 25 años del asesinato de
Miguel Ángel Blanco, una gran mayoría de los jóvenes no saben quién es, qué
pasó o no podrían identificar su imagen. Hace años que no escuchaba la
expresión “Espíritu de Ermua” que estos días se repite. Sumando la anterior, deberíamos
reflexionar sobre la forma en que experimentamos la historia, la forma en que
la construimos entre todos o, para ser más precisos, la olvidamos
colectivamente.
No creo que este olvido y desconocimiento -no se puede olvidar lo que nos
se sabe- sea casual, sino más bien un efecto natural de una forma de
comportarnos que se ha ido consolidando entre nosotros.
Todavía recuerdo vívidamente el momento de tensa espera en que finalmente
se encontró el cuerpo de Miguel Ángel mientras millones de personas pedían por
toda España, en sus calles, la liberación del joven. Acostumbrados a la
inmediatez brutal de los atentados de ETA, el suceso del secuestro de Miguel
Ángel Blanco y el ultimátum dado para cumplir la amenaza de asesinarlo fue un
enorme choque, un salto que provocó un intensísimo estado de conmoción
emocional. Mi cuerpo lo recuerda cuando pienso en ello, el llanto convulso, las
sacudidas. No era solo yo; eran calles, plazas llenas de gente en el mismo
estado emocional por todas partes. Fue un impacto terrible; nos sentimos parte
de algo y rechazamos con fuerza lo que significaba esa forma criminal de
actuar.
En vez de ahondar en la unión que aquello representó para todos ante una situación horrible, sin medida, en estos años hemos -intencionadamente o no- elegido una desmemoria selectiva.
La sociedad española que siguió a aquellos años ha crecido en la
desmemoria, desestructurada, inmersa en un espacio caótico de mensajes
políticos en el que todos son iguales y se superponen.
Hace unos días recogíamos aquí el diagnóstico de Yolanda Díaz para lanzarse
a su peregrinación auditiva, a escuchar al país para ver qué quiere. La palabra que usó fue “desafección”. Es propio de los
políticos, de uno y otro signo, la incapacidad de reconocer que son ellos los
que están en la base de muchos de los problemas. Díaz escuchará que la gente no
cree en los políticos, que la gente vive en un presente continuo y que no se
siente identificada (representada es otra cosa) con la clase política.
Vivir en un presente continuo es vivir cada día sin recurrir a la historia
ni al futuro, que se concreta en la supervivencia en un mundo precario,
empaquetado entre festividades, que es en lo único que se cree, un mundo de
olvidos. Mucho me temo que lo que escuche es lo que sabe que escuchará y que el
mensaje de salida será como el de entrada.
Que los jóvenes actuales no sepan quién fue Miguel Ángel Blanco ni lo que
significó es una consecuencia clara de que ha sido eliminado de cualquier tipo
de manifestación que no se entienda como lo que ayudó a superar, los límites
del partidismo absoluto, que es el
mal que nos aqueja con su unilateralismo y búsqueda constante de la separación.
No somos capaces de compartir el presente y, mucho menos el pasado y nada
del futuro. Las únicas menciones a un futuro real son las amenazas que los
políticos se hace de derogar las leyes que se aprueban sin su participación.
La incapacidad de sentir y pensar unidos es precisamente lo que ha
llevado a que el espíritu surgido estos
años sea el contrario al de Ermua. Es la desunión, el no compartir lo que nos
identifica, por lo que no hay Historia, solo historias fragmentarias en las que
cada relato tiene sus propios fines, los de quien los escribe. El discurso en
que vivimos nos lleva a estar creando constantemente leyes sobre la “memoria”
cuando lo que queremos es recordar selectivamente, lanzarnos los “pasados”
perdiendo el presente y, por supuesto, el futuro. No compartimos nada.
El olvido de la figura de Miguel Ángel Blanco y de su sentido entre los
jóvenes y los no tan jóvenes es un ejemplo claro de esta división que nos
afecta a todos como desafección y sectarismo, que son los dos extremos.
Son los propios políticos los que han enterrado cualquier atisbo de unión
porque practican cada día lo contrario. Es lo que llamaron los estudiosos la
“cultura de la polémica”, la que necesita del enfrentamiento continuo para
mantener la atención y la definición identitaria. No hay espíritu de compartir,
solo el enfrentamiento, la estigmatización y la redirección de los odios.
No hay Historia porque no hay memoria real, solo relatos y metarrelatos,
intentos de hacerse con las frustraciones reinsertándolas en flujos que puedan
canalizarse como votos en el futuro. No hay otra aspiración.
¿Causa esto desafección y, por
ende, el rechazo de cualquier intento de poder compartir unas causas generales,
unos fines comunes que nos competen a todos? Ningún país puede sobrevivir a la
ignorancia de sí, especialmente de lo que ha sido positivo porque ha
representado la unión. Poner el énfasis continuo en los que nos separa tiene
unas consecuencias que ya vemos entre nosotros a través de síntomas del egoísmo y del todo vale. La crisis que tenemos por delante necesita de mucho espíritu comunitario, de una clara necesidad de unión y solidaridad.
Empeñados en borrar, en tachar, nos borramos a nosotros mismos.
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