Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Cada
vez son más preocupantes los síntomas de racismo y xenofobia que se están
manifestando en la sociedad española. Lo hemos tratado aquí varias veces y
sigue creciendo. Tiene que ver con el surgimiento de un populismo de derechas,
pero no hay que ser ingenuos, no es el único factor. Tiene que ver también con
un sentimiento más amplio, el del miedo
al futuro, que se está empezando a utilizar con demasía en la política
española como estrategia de combate. Es el miedo al agotamiento de los
recursos, a que los que llegan de fuera nos agoten pensiones, servicios
médicos, etc. Surgen de una concepción parasitaria del que llega, que viene a comerse lo nuestro.
No es solo cuestión de un movimiento o grupo político, sino de una forma que se introduce en los discursos políticos o que se alimenta del silencio, del mirar hacia otro lado porque no trae votos criticar la xenofobia.
La
política española se basa en el miedo y no en la esperanza. Eso tiene un coste
psicosocial. Los argumentos que se esgrimen continuamente son de corte
negativo, angustioso. Lo mismo es extensible a otras formas, como la publicidad
de seguros, bancos, inmuebles, etc. juegan con el miedo, con la incapacidad
para enfrentarnos al futuro, que será calamitoso. Esto implica un desgaste continuo,
una sensación de inquietud que hace que nos volvamos contra los que consideramos
que agravan nuestros problemas.
Se
percibe a los jóvenes como los que vienen a quedarse
con nuestros empleos; a los viejos, niños, etc. como quienes vienen a quedarse con nuestros servicios médicos,
asistenciales, educación, etc. y agotarlos. Ellos son el peligro. No dan nada y se lo llevan todo. Son delincuentes en
potencia o gastadores naturales, una especie de marabunta que nos asalta desde
múltiples focos.
A Trump
le ha funcionado; es el ejemplo más claro. Pero también lo ha hecho por toda Europa y España no es una excepción. Está aumentando peligrosamente la percepción de que ese es el camino.
Los
indicadores no son los de los grandes incidentes, sino los comentarios que nos
llegan del día a día, desde lo cotidiano. Estamos pensando en las grandes
manifestaciones convencionales del racismo. Pero aquí es lo que te ocurre cuando vas a
alquilar una casa o cuando visitas un centro de salud; cuando vas por la calle
o entras en una tienda, cuando vas a matricularte en la universidad o juegan tus hijos en el patio de la escuela. Tiene que ver con el trato, con el desprecio, con las
miradas, con los comentarios.
Tengo
amigos y alumnos de diferentes nacionalidades, esencialmente asiáticos y árabes.
He sentido en mi propia piel que un vigilante me acompañe en mi recorrido por
la FNAC a un par de metros de distancia por el simple hecho de ir acompañando a
una profesora que llevaba un turbante. He escuchado una y otra vez los
problemas para alquilar un piso y sobre los abusos cuando te tienen que pagar y
no hacen lo acordado por realizar una traducción, por ejemplo. Escucho todos
los días los desprecios de la gente en las ventanillas o mostradores.
No
siempre te lo cuentan. Pero cuando lo hacen caes en una depresión durante un
tiempo por la profunda injusticia, la ignorancia que demuestran y la falta
absoluta de hospitalidad, que reservamos, eso sí, para el que viene a dejarse
el dinero tomando cervezas y gambas desde países más al norte. A ese se le trata con la
humildad del que se espera una buena propina. Ese viene a dejar, a que haya trabajo en verano, etc.
Me
produce profunda tristeza escuchar algunas cosas que me cuentan. Me produce tristeza
más cuando las veo, cuando las escucho cada día en lugares y personas que
deberían actuar de otra forma, en la mismísima administración, en la universidad. Gastamos dinero y energía en hacer que vengan,
pero luego somos incapaces de explicar a los que tienen que tratar con los extranjeros las mínimas leyes de la cordialidad. Desahogamos en ellos las
frustraciones de los trabajos mal pagados, de la nula formación de mucha gente
que en vez de ayudar a quien lo necesita aprovecha para sentirse superior a ellos.
Ayer me
contaron una experiencia dolorosa y humillante. Era una visita ginecológica por
urgencias a un centro de salud. No faltaron humillaciones, malas palabras, recelos,
brusquedad contra quien tenía todo el derecho a estar allí, pero a quien no se le
concedía. Escucharlo me puso de mal humor todo el día. Ya
va siendo un estado habitual porque me tengo que enfrentar a ello casi todos
los días ante la oleada de mala educación, las descalificaciones, el tópico más
idiota, con el que se encuentran muchas personas que conozco.
Esto va
más allá de la cuestión de los "refugiados" o la "inmigración".
Es algo que nos afecta a nosotros mismos como sociedad y que nos está convirtiendo
cada día en peores personas, en una sociedad poco afable y con pocos valores, irritada y maleducada.
Me da
vergüenza observar el trato o la forma con que se habla de personas de otros
países. Y se hace de forma cada vez más abierta, más descarada, más socialmente aceptada. Se está
convirtiendo en motivo de conflicto entre unos y otros a causa de la propia
lucha política, que usa todo lo que puede para
crear conflictos y los convierte en arma arrojadiza.
Los
medios apenas ayudan. Más bien mantienen una actitud oscilante entre la
extensión de la xenofobia social y la lucha política partidista. La forma en
que se habla de los países, sin distinguir gobiernos o pueblos, hace que se vea
a los segundos como responsables de los primeros. Se hacen esquemáticas
operaciones retóricas mediante las que se responsabilizan a las personas de lo
que hacen otros, metiéndolos en el mismo saco. Y son sacos enormes, en los que
se habla con desprecio y desde una profunda ignorancia de los otros sin tener
la más mínima remota idea de lo que se habla. Pero la comunicación en estos
casos también vende porque le dice a la gente lo que quiere escuchar, reafirmar
sus prejuicios.
Hay
artículos, titulares, forma de tratar los temas, etc. que harían sonrojar a
cualquiera que tuviera un mínimo de sensibilidad social, pero es eso lo que
estamos perdiendo al desplazar el centro hacia nosotros mismos y ver a los demás
como enemigos, molestias o parásitos.
Da
igual que las cifras contradigan gran parte de los tópicos que se plantean. Aquí
nadie sale desmintiendo o rectificando, ¿para qué? Lo malo es que esto se está extendiendo por
abajo, como conducta habitual, como trato, como tema gracioso
de conversación, y por arriba, como actitud discriminadora, de verdadera
xenofobia encubierta.
Y deberíamos ser más vigilantes con nuestros valores sociales; deberíamos estar más pendientes de nuestra propia forma de ser y estar. De poco vale estar bien en muchas cosas si acabamos siendo una sociedad trivial, inculta y egoísta.
Nos
estamos dejando muchas cosas, muchos valores por el camino. Afortunadamente también queda mucha gente buena en el recorrido, gente que es capaz de acoger con un
sentido hospitalario, que es capaz de aprovechar el enorme potencial de los
encuentros para aprender de los otros y de nosotros mismos.
Pero el
mundo se nos está llenando de ignorantes, de egoístas, de olvidadizos y
maleducados. España no es una excepción. El presidente Sánchez ha presumido ante las Naciones Unidas de que el discurso xenófobo no nos arrastra. Me temo que habrá que poner más empeño si no queremos ver pronto lo contrario.
Juegar con el miedo tiene efectos secundarios importantes. Todos deberían ser conscientes de lo peligroso que es jugar con fuego. Hay que cortar los conatos de xenofobia en los niveles que se están manifestando.
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