Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Si hay
que hablar de crisis, ¿por cuál empezamos? Los medios me ofrecen un muestrario para
elegir, cuya evaluación final lleva a un cierto tipo de amargura para las
personas pacíficas y de irritación sin contener de los que gustan mucho de la
protesta activa y generalmente poco de
la prevención. Mucho de la situación actual tiene que ver con el poco interés
en solucionar problemas y, en cambio, el enorme rendimiento que se le saca a
muchos de ellos. Más que problemas que solucionar, los elegimos para protestar,
para demoler a los otros con nuestra ira selectiva.
La
política es el ejemplo más claro de esta incapacidad para resolver problemas y
la preferencia por la pancarta, el grito, la irritación, la descalificación y
el insulto. Es la vía que se ha elegido, la del desgaste frente al acuerdo, la
queja frente a la solución. Porque, casi siempre, suele haber posibilidades de
arreglar las cosas cuando hay voluntad de acuerdo, voluntad de negociar para solucionar y
no para tapar. Pero es un estilo que atrae poco la atención y, ¿quién va a
rechazar un buen problema cuando te
puede servir para destrozar al otro?
El
desgaste que esto supone para las instituciones es enorme. En los rifirrafes se
destruye la confianza de las personas en ellas y al final son estas las que
sufren el deterioro general. Y una sociedad democrática tiene que creer en sus
instituciones y resolver los problemas de forma limpia, higiénica. Pero ya nos
faltan antisépticos para tanta herida.
Hablo
con mucha gente que se ha ido pasando del partidismo a la desesperación, personas
que se dan cuenta que perdemos todos en estas luchas en las que las victorias
son pírricas y las derrotas galácticas.
El
ejemplo de la educación es claro. Una política malsana la ha ido convirtiendo
en campo de favores y luchas. A la mayoría de los que protestan y gritan les
importa muy poco el sistema educativo, cuyos males van más allá de los nombres
ilustres que no pasaron por sus aulas porque sus posaderas eran demasiado
nobles para tan modestos asientos.
Pero no
nos equivoquemos. Las tempestades vienen de vientos anteriores, de la
conversión del sistema educativo en un sistema de mercadeo en el que la gente
se ha desviado de su función real —la formación de las personas para tener
todos un futuro mejor— y se ha elevado a dogma la creación de un sistema
egoísta (lo llaman competitivo) en el que cada uno busca su camino más fácil
hacia cátedras y proyectos financiados, hacia honores y cargos.
Ese es
el verdadero mal que se sembró hace décadas y que ahora se recoge como cosecha
en la que lo que vemos es el ascenso de los mediocres, de los desaprensivos,
etc. que quedan situados en los puestos de decisión cuyo poder es decidir sobre
el futuro de las personas en una variedad de fórmulas. Hemos llenado un
sistema, el educativo, que se fundamenta en el compartir, en el altruismo de la
formación, en un sistema burocrático y desalmado en el que los favores se
recogen en taquilla, en un sistema de conversión de monedas en el que lo que
entra por un lado sale por el otro convertido en moneda educativa, ignorándose
a aquellos que cumplen, que se dedican a los aspectos esenciales, la formación
de las personas.
A lo
que asistimos en la prensa es a la pirotecnia, a los espectaculares juegos de
estallidos de los escándalos. Y estos árboles no nos dejan ver el bosque, la
realidad, el poco valor por no decir nulo que se da a la formación y el
aprendizaje y el máximo valor que se le da a los títulos, el verdadero objetivo
de unos y otros, algo que forme parte de la fachada curricular.
Todo
esto se conecta con un sistema laboral de explotación de los jóvenes, a los que
se utiliza como mano de obra barata y recambiable, porque nadie se atreve a
desmontar el edificio chapucero que se desarrolló durante la crisis económica
para tapar las escandalosas cifras del paro y de la economía sumergida. Antes
de hundir en la miseria la palabra "máster" o el nombre de las
universidades e instituciones, ya se había hecho con otra palabra noble,
"becario", que implicaba el meritorio reconocimiento de las personas,
hasta convertirla en objeto de chistes en un país en el que se prefiere al
listillo antes que al trabajador y al inteligente.
Pero el
sistema desprecia esta forma de actuación; prefiere y admira a los que
ascienden con poco esfuerzo, haciendo bueno el tópico. El truco, claro, está en
eliminar de los méritos el trabajo real y desviarlo hacia aquellos aspectos que
se controlan, haciendo más poderosos a quienes se instalan en ellos.
La
traducción en actos son estas tesis fulminantes, esas carreras aprobadas en
unos meses. Configuran un acto en el que unos piden y otros consiguen,
despreciando ambos su función real. Pero todo es una conversión a un sistema de
trueque y mercadeo. Cada uno paga y cobra en la moneda que le interesa. El
catedrático — ¿cuántos tramos, reconocimientos, etc. tiene? ¿quiénes le auparon
a aquel puesto?— que logró colocar su instituto de ¡Derecho Público! en un
centro de peregrinación, en un nuevo Lourdes en donde entrabas con taras y
salías hecho un pincel, es un resultado de un sistema de cualificación que ha
fallado. Pero no porque haya salido rana para alguien cuyo campo de conocimiento
son las instituciones públicas, sino porque hizo precisamente lo contrario de
lo que el sistema busca, la formación en el derecho, en la justicia, etc. No es
una excepción, una anomalía, es un resultado lógico cuando se tuercen los
valores.
Para
aquellos que todo lo que se les ocurre es pedir mayor control, les diré que no ha habido más control que en la
Alemania nazi o en la Rusia de Stalin. No es cuestión de más control, sino de
mejores principios, de más valores morales.
Esto es
válido para todos los campos en los que se dan formas de corrupción. El mayor
control en un estado como el actual solo produce más poder en quienes lo
ejercen, que son los más favorecidos por un sistema erróneo, perverso, que ha
perdido su rumbo, y ha convertido en acto egoísta lo que debe ser generoso. De
nuevo, la política ofrece un buen ejemplo. Una noble actividad, pues se trata
de mejorar la sociedad de todos, de vivir en armonía, se convierte en un campo
egoísta en el que todo vale. Y todos salimos perjudicados.
También
la educación, como la economía, etc. se han transformado en actividades
egoístas y fratricidas, en los reinos de los codazos y las exclusiones, de los
favores y del beneficio colateral.
Hablar
de moralidad, de ejemplaridad, de valores, etc. que deben primar en las
instituciones les sonará a muchos a risa, pues lo que vemos es el ascenso de
los desaprensivos, inmorales y egoístas, esos, sí cubiertos de títulos
obtenidos en muchas partes del mundo. Son disfraces hechos a medida.
Un tribunal
ha tenido que decir hace poco —lo comentamos aquí— que las personas que evalúan
las publicaciones académicas deben leerlas. ¡Cuánto trabajo! Es preferible basarse
en los indicadores que otros crean, mitificarlos, para justificar lo que el
sistema no hace. Al final, comunidades que deberían ser críticas, como la
política o la académica, se convierten en nidos dogmáticos interesados en
mantener su propio estatus quo, sus monedas que intercambiar y sus lindos ropajes con
los que tapar sus vergüenzas. Nadie quiere comprometer su futuro denunciando. Cada uno a lo suyo.
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