jueves, 4 de octubre de 2018

Más valores

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Si hay que hablar de crisis, ¿por cuál empezamos? Los medios me ofrecen un muestrario para elegir, cuya evaluación final lleva a un cierto tipo de amargura para las personas pacíficas y de irritación sin contener de los que gustan mucho de la protesta activa y  generalmente poco de la prevención. Mucho de la situación actual tiene que ver con el poco interés en solucionar problemas y, en cambio, el enorme rendimiento que se le saca a muchos de ellos. Más que problemas que solucionar, los elegimos para protestar, para demoler a los otros con nuestra ira selectiva.
La política es el ejemplo más claro de esta incapacidad para resolver problemas y la preferencia por la pancarta, el grito, la irritación, la descalificación y el insulto. Es la vía que se ha elegido, la del desgaste frente al acuerdo, la queja frente a la solución. Porque, casi siempre, suele haber posibilidades de arreglar las cosas cuando hay voluntad de acuerdo, voluntad de negociar para solucionar y no para tapar. Pero es un estilo que atrae poco la atención y, ¿quién va a rechazar un buen problema cuando te puede servir para destrozar al otro?
El desgaste que esto supone para las instituciones es enorme. En los rifirrafes se destruye la confianza de las personas en ellas y al final son estas las que sufren el deterioro general. Y una sociedad democrática tiene que creer en sus instituciones y resolver los problemas de forma limpia, higiénica. Pero ya nos faltan antisépticos para tanta herida.
Hablo con mucha gente que se ha ido pasando del partidismo a la desesperación, personas que se dan cuenta que perdemos todos en estas luchas en las que las victorias son pírricas y las derrotas galácticas.


El ejemplo de la educación es claro. Una política malsana la ha ido convirtiendo en campo de favores y luchas. A la mayoría de los que protestan y gritan les importa muy poco el sistema educativo, cuyos males van más allá de los nombres ilustres que no pasaron por sus aulas porque sus posaderas eran demasiado nobles para tan modestos asientos.
Pero no nos equivoquemos. Las tempestades vienen de vientos anteriores, de la conversión del sistema educativo en un sistema de mercadeo en el que la gente se ha desviado de su función real —la formación de las personas para tener todos un futuro mejor— y se ha elevado a dogma la creación de un sistema egoísta (lo llaman competitivo) en el que cada uno busca su camino más fácil hacia cátedras y proyectos financiados, hacia honores y cargos.
Ese es el verdadero mal que se sembró hace décadas y que ahora se recoge como cosecha en la que lo que vemos es el ascenso de los mediocres, de los desaprensivos, etc. que quedan situados en los puestos de decisión cuyo poder es decidir sobre el futuro de las personas en una variedad de fórmulas. Hemos llenado un sistema, el educativo, que se fundamenta en el compartir, en el altruismo de la formación, en un sistema burocrático y desalmado en el que los favores se recogen en taquilla, en un sistema de conversión de monedas en el que lo que entra por un lado sale por el otro convertido en moneda educativa, ignorándose a aquellos que cumplen, que se dedican a los aspectos esenciales, la formación de las personas.


A lo que asistimos en la prensa es a la pirotecnia, a los espectaculares juegos de estallidos de los escándalos. Y estos árboles no nos dejan ver el bosque, la realidad, el poco valor por no decir nulo que se da a la formación y el aprendizaje y el máximo valor que se le da a los títulos, el verdadero objetivo de unos y otros, algo que forme parte de la fachada curricular.
Todo esto se conecta con un sistema laboral de explotación de los jóvenes, a los que se utiliza como mano de obra barata y recambiable, porque nadie se atreve a desmontar el edificio chapucero que se desarrolló durante la crisis económica para tapar las escandalosas cifras del paro y de la economía sumergida. Antes de hundir en la miseria la palabra "máster" o el nombre de las universidades e instituciones, ya se había hecho con otra palabra noble, "becario", que implicaba el meritorio reconocimiento de las personas, hasta convertirla en objeto de chistes en un país en el que se prefiere al listillo antes que al trabajador y al inteligente.
Pero el sistema desprecia esta forma de actuación; prefiere y admira a los que ascienden con poco esfuerzo, haciendo bueno el tópico. El truco, claro, está en eliminar de los méritos el trabajo real y desviarlo hacia aquellos aspectos que se controlan, haciendo más poderosos a quienes se instalan en ellos.
La traducción en actos son estas tesis fulminantes, esas carreras aprobadas en unos meses. Configuran un acto en el que unos piden y otros consiguen, despreciando ambos su función real. Pero todo es una conversión a un sistema de trueque y mercadeo. Cada uno paga y cobra en la moneda que le interesa. El catedrático — ¿cuántos tramos, reconocimientos, etc. tiene? ¿quiénes le auparon a aquel puesto?— que logró colocar su instituto de ¡Derecho Público! en un centro de peregrinación, en un nuevo Lourdes en donde entrabas con taras y salías hecho un pincel, es un resultado de un sistema de cualificación que ha fallado. Pero no porque haya salido rana para alguien cuyo campo de conocimiento son las instituciones públicas, sino porque hizo precisamente lo contrario de lo que el sistema busca, la formación en el derecho, en la justicia, etc. No es una excepción, una anomalía, es un resultado lógico cuando se tuercen los valores.


Para aquellos que todo lo que se les ocurre es pedir mayor control, les diré que no ha habido más control que en la Alemania nazi o en la Rusia de Stalin. No es cuestión de más control, sino de mejores principios, de más valores morales.
Esto es válido para todos los campos en los que se dan formas de corrupción. El mayor control en un estado como el actual solo produce más poder en quienes lo ejercen, que son los más favorecidos por un sistema erróneo, perverso, que ha perdido su rumbo, y ha convertido en acto egoísta lo que debe ser generoso. De nuevo, la política ofrece un buen ejemplo. Una noble actividad, pues se trata de mejorar la sociedad de todos, de vivir en armonía, se convierte en un campo egoísta en el que todo vale. Y todos salimos perjudicados.
También la educación, como la economía, etc. se han transformado en actividades egoístas y fratricidas, en los reinos de los codazos y las exclusiones, de los favores y del beneficio colateral.
Hablar de moralidad, de ejemplaridad, de valores, etc. que deben primar en las instituciones les sonará a muchos a risa, pues lo que vemos es el ascenso de los desaprensivos, inmorales y egoístas, esos, sí cubiertos de títulos obtenidos en muchas partes del mundo. Son disfraces hechos a medida.
Un tribunal ha tenido que decir hace poco —lo comentamos aquí— que las personas que evalúan las publicaciones académicas deben leerlas. ¡Cuánto trabajo! Es preferible basarse en los indicadores que otros crean, mitificarlos, para justificar lo que el sistema no hace. Al final, comunidades que deberían ser críticas, como la política o la académica, se convierten en nidos dogmáticos interesados en mantener su propio estatus quo, sus monedas que intercambiar y sus lindos ropajes con los que tapar sus vergüenzas. Nadie quiere comprometer su futuro denunciando. Cada uno a lo suyo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.