Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Dentro
de la extraña burbuja que es Egipto, los sentimientos son confusos e intensos tras
la exoneración de Hosni Mubarak, familia y colaboradores manifiestos e
inconfesables, acusado de los crímenes de las 800 personas que murieron durante
la revolución del 25 de enero de 2011.
Ayer
recogía como primera reacción la mía, que no es ya de perplejidad desde hace
tiempo. Cuando los egipcios salieron a la calle a petición de su nuevo hombre
fuerte, el general Al Sisi, a darle carta blanca para la represión de la
violencia que se desataría contra la destitución de Mohamed Morsi y el barrido
de la Hermandad de las calles, no sabían el cheque que estaban firmando.
Unos
días antes, millones de egipcios salían a las calles a exigirle, tras la
entrega de 21 millones de cartas, que renunciaran él y su gobierno y convocara
elecciones. Entre las peticiones de Tamarod, que constituían una lista, se incluía
también la ruptura de los acuerdos con los Estados Unidos, a los que se
responsabilizaba directamente del haber llevado a la Hermandad al poder. Obama
y la embajadora Patterson eran demonizados en cantos y carteles. Al presidente
Obama se le representaba con una barba a lo Bin Laden y a la embajadora como
una bruja.
Mohamed
Morsi, uno de los peores gobernantes de la historia, había acelerado una agenda
islamista tras la llegada al poder con la promesa de gobernar para todos y como
la única alternativa que representaba a los que habían apoyado la caída del
régimen de Mubarak. Esto ya era una falsificación de la realidad porque la
Hermandad no había tenido una participación real en la revolución, prefiriendo
ver cómo evolucionaba el asunto, siempre temerosa que las fuerzas laicas y
democráticas pudieran hacerse con el poder.
La
historia de la convivencia sobre suelo egipcio de la Hermandad Musulmana y el
Ejército es compleja, pero también ilustrativa de las actitudes de unos y
otros. Son las dos únicas instituciones realmente organizadas en Egipto. Ambas
se parecen y se han encargado, sobre todo, de que ninguna otra pueda prosperar
y les quite el protagonismo necesario para seguir controlando el país. La
soberbia del Ejército, organización que controla la política y la economía, le
ha hecho menospreciar el poder de los islamistas en las calles, cuya estrategia
ha sido la infiltración institucional (sindicatos, universidades, etc.) y la
extensión social a través de la "caridad", que es la forma de
asegurarse la penetración y la dependencia social entre los que tienen poco
más. Ambos, Ejército y Hermandad tienen sus propias redes de negocios, que es
lo que interesa a los que están arriba de la sociedad.
La
Hermandad —que es una internacional— ha tenido su propia política internacional
estableciendo contactos y generando promesas con aquellos países preocupados
con la seguridad propia y la de Israel. Nadie miente más que un islamista, que
considera que cualquier engaño que le sirva para conseguir sus objetivos no tiene
mayor importancia. Eso afecta a relaciones internacionales y promesas
electorales por igual. El Ejército, por el contrario, centró sus relaciones internacionales
en la dependencia de los Estados Unidos, país que lo ha estado financiando como
parte de la seguridad de Israel. Las demás relaciones internacionales se dan
entre los apoyos circunstanciales que obtengan de los distintos países
"financieros" que existen en el mundo árabe.
Desde
Sadat se ha vendido "seguridad" en la zona. Los apoyos tras el 11-S
se hacen más intensos y esos apoyos, además del dinero y las inversiones, que
son aprovechadas para estrechar los lazos corruptos entre la clase político económica,
se entienden como una garantía de continuidad al régimen, que se vuelve brutal.
Los pocos que pueden vivir bien, lo hacen. El resto del país sufre represión y un
espectacular abandono social que va generando un empobrecimiento de un país que
es esencialmente joven. Es una juventud que ya no vive de espaldas al mundo, conectada
a través de las nuevas tecnologías, que reclama más oportunidades e incluso
aspira a una democracia moderna.
Finalmente,
tras los sucesos de Túnez y los de Alejandría poco después —las muertes por
torturas de dos jóvenes—, todo estalla. A esa juventud se unen —lo que nunca
pensaron que ocurriría— muchas bolsas de pobreza que reclaman que los jóvenes
se hagan con el futuro. Los treinta años en los que Mubarak ha estado haciendo
su voluntad parece que se acaban. La alternativa es una masacre y perder los
apoyos internacionales, básicamente los Estados Unidos, que es el que financia
al Ejército, el país en el que se han formado muchos de sus militares. También
el país en el que han estudiado sus carreras muchos de los islamistas, como es
el caso del propio Mohamed Morsi.
Intentan
salvar al régimen haciendo concesiones, pero la gente se niega a abandonar la
Plaza Tahrir, lugar simbólico en el que se han atrincherado. Quieren que Hosni
Mubarak se vaya. Y Mubarak, finalmente se va. El Ejército que lo había
sostenido y la policía que lo había defendido con la brutal represión, lo
relevan. La gente abraza y besa a los soldados que salen de sus cuarteles. Pero
pronto se acaba el idilio y el proceso que encabeza la SCAF, la junta militar,
empieza a ser cuestionado. Lo que ofrecen no es lo que la gente quiere.
Pero lo
que había sido unitario hasta el momento, la caída del régimen, empieza a tomar
formas y aspiraciones distintas. Los islamistas comienzan a tomar posiciones.
No quieren que sean las fuerzas laicas y democráticas las que se lleven la
partida. El Ejército tampoco. Pronto empieza la segunda tanda de mártires y
comienza otra oleada de represión.
Las
protestas siguen en la calle y los disturbios aumentan. El mundo, que ha aplaudido
la decisión de los egipcios, comienza a preocuparse. La violencia aumenta y
Egipto comienza a resentirse en su economía, sobre todo la basada en el turismo,
que se retrae. En una economía caótica y abandonada, con mucha dependencia de
los pequeños comercios, pronto comienza a prender la idea de que la
"revolución" es el desorden y que el desorden es la pobreza y la
inseguridad. Se suceden todo tipo de incidentes, especialmente de carácter
sectario religioso. Los cristianos comienzan a ser acusados de diversos cargos,
desde atacar al islam a promover vídeos contra Mahoma en las redes sociales.
Los islamistas toman posiciones. Pero el Ejército también.
Se
avanza hacia unas elecciones presidenciales y quedan dos candidatos: uno
representa al antiguo régimen de Mubarak y otro a los islamistas de la
Hermandad Musulmana. Los egipcios, enfrentados a la incongruencia que supone
votar a alguien que representa el régimen que acaban de "derribar",
votan a Morsi, que se ha presentado como un candidato de conciliación entre
todos los que quieren acabar con el régimen. Mucha gente vota a Morsi haciendo
de tripas corazón. Con el 51'53% de los votos emitidos, 13.230.131, logra Morsi
el poder; 12.347.380 votos logra su rival, Ahmed Shafiq, un militar. Entre
ambos apenas llegan al 50% de los 51 millones de egipcios convocados a las urnas.
Morsi,
como había prometido, abandona su militancia en la Hermandad Musulmana. Ningún
gesto más falso que este. Pronto comienzan las protestas por la islamización.
En las elecciones parlamentarias, los islamistas barren quedando los Hermanos
en primer lugar, con 10 millones de votos, seguidos de los salafistas que
sorprendentemente se hacen con un cuarto de los escaños. Los partidos laicos
consiguen resultados ridículos, no superando el 8%. El desengaño y la baja
participación están pasando factura. Comienza una guerra entre las fuerzas que
se resisten a ser desplazadas del poder y la nueva fuerza islamista que quiere
todo el control del Estado manteniendo al Ejército a cierta distancia,
sabedores de que es un terreno en el que no pueden entrar. Morsi nombra
ministro a Abdel Fattah Al Sisi, que acabará derrocándolo. Por medio, los
jueces han decidido disolver el
parlamento, en otra decisión insólita. Se vota una constitución "islamista"
que consagra que la revolución ha sido fruto de una gloriosa alianza entre el
pueblo y su Ejército.
A los
pocos meses de su llegada al poder, los egipcios comienzan a ver que el hecho
de que Morsi se diera de baja en la Hermandad es compensado con convertirlos a
todos a la cofradía. Es el periodo de la "hermanización", en el que
las protestas son constantes y la tensión en la calle aumenta. La política se
sigue trasladando a la calle y los egipcios empiezan a identificar la política
con las protestas y estas con la degradación. "Con Mubarak", piensan
ya muchos, "se vivía mejor y más tranquilos". La revolución empieza a ser vista
con malos ojos.
Es el
momento de la segunda revolución, la de junio de 2013, con Morsi cumpliendo un
año en el poder y millones pidiendo su dimisión. Tamarod, un movimiento joven,
propone llegar al primer aniversario de la llegada al poder de Morsi con tantas
cartas pidiéndole la dimisión como votos obtuvo, es decir, trece millones.
Conseguirán 21 millones de cartas. Morsi se niega a dimitir y convocar
elecciones. Los islamistas son como garrapatas una vez llegados al poder.
Se
produce el derrocamiento de Morsi por el Ejército, a petición del pueblo, por
supuesto. El argumento es evitar una confrontación civil. Morsi es detenido y
las fuerzas de seguridad y el ejército se despliegan. También los islamistas
salen a la calle. Diferentes partidos políticos e instituciones, incluidas las
religiosas, apoyan el cambio de rumbo. La palabra "golpe" empieza a
ser eliminada del vocabulario. Es una "revolución". El pueblo, de
nuevo, ha hablado. Con una gran manifestación, convocada por las nuevas
autoridades, se reclama esa carta blanca para luchar contra el terrorismo y
conseguir la paz social. Es la nueva
"revolución" que cierra el ciclo comenzado en 2011.
La
historia desde entonces es la del enfrentamiento constante, con miles de
muertos y detenidos, con manifestaciones y ataques terroristas. Se desata el
miedo y la sisimanía. La imaginación egipcia tiene ya un objeto de deseo en la
figura del general, que habiendo prometido que no tenía aspiraciones políticas
y que no se presentaría a la presidencia, la gana con el 97% de los votos. No
hay que resistirse al destino.
El
entusiasmo provocado por Al Sisi, sin fundamento político alguno, solo por el
ejercicio de la fuerza (no ha habido discursos ni actos que justificaran tal
acogida) hace ver que el problema de la forma de liderazgo es uno de los más
graves que tiene la sociedad egipcia. Los años de figuras caudillistas —Nasser,
Sadat, Mubarak— hace ver la formulación faraónica del poder. Los parlamentos o
los partidos no son más que ornato ante la necesidad anímica de tener un líder
al que besar en las fotografías, alguien en quien volcar histéricamente la
frustración y el deseo.
Se
reforma la constitución desislamizándola
y dándole unos toques liberales que son papel mojado ante las exigencias del
momento. Son dos las prioridades: mantener el orden callejero y mejorar la
economía. De nuevo los mismos que reprimieron con Mubarak, con la SCAF y con
los islamistas, pues no ha habido cambios, salen mantener el orden que ahora se
ve más complicado por la violencia terrorista en el Sinaí. Cuanto más
terrorismo y violencia haya, más justificado está el imponer el orden.
Pero
pronto algunos empiezan a caer en el desencanto. El nuevo régimen está dando
paso al resurgir del viejo, que sale de las sombras. La crítica empieza a
hacerse imposible y los medios empiezan a silenciar a sus periodistas a los que
acusan de traidores.
El
camino estratégicamente elegido es el del nacionalismo y criticar es antipatriótico.
Cualquier cuestionamiento es señal de ser agente de potencias extranjeras. Eso
se le aplica a Mohamed El Baradei, que tras su retirada después de las primeras
masacres callejeras recibe todo tipo de insultos, descalificaciones y
acusaciones. Es un traidor más en la larga lista que se irá forjando. Egipto
comienza a ser un coro monocorde. Los dueños de los medios privados firman una
alianza mediante la cual se abstendrán de perjudicar a la patria criticando al
gobierno, ejército y policía, y jueces. Muchos periodistas firman un manifiesto
de protesta contra esta decisión que les parece una forma de autocensura.
En este
resumido panorama surge ayer el acontecimiento de la exculpación de Hosni
Mubarak, sus hijos, el ministro del interior durante el 25 de enero, y algunos
empresarios corruptos sobradamente conocidos de su régimen. Los tribunales los
han declarado sin cargos.
Esto
vacía de sentido las muertes de los manifestantes que contribuyeron a su caída y
la revolución del 25 de enero, que se ha ido presentando como el principio de
las desgracias consecutivas que han llevado hasta el momento actual. El dolor y
la rabia de los familiares de los manifestantes muertos, de los mártires que
poblaron los grafitis de El Cairo, Alejandría o muchas otras ciudades,
estallaba ayer ante los juzgados.
He
querido resumir esta intensa historia porque uno de los objetivos de la revolución,
de las gentes que se enfrentaron a los poderes luchando día a día en aquellas
revueltas era llevar a Mubarak ante el banquillo. Lo consiguieron, pero se
olvidaron antes de cambiar a los policías, fiscales y jueces intervinientes en
el proceso. Un olvido que no hay que achacarles.
Si hay
que recriminarles algo a los egipcios es la credulidad. Han creído en los jueces
que los encierran, los policías que los golpean y en el Ejército que reprime y
vigila. En todo ello han creído como parte de una gigantesca fantasía que surge
con la revolución nasserista y que se prolonga hasta hoy mismo. Muchos egipcios
han despertado de ese sueño, pero suele ser acosta de muchos sufrimientos e
incomprensiones. Se paga caro ser la conciencia de un pueblo que no quiere
acabar de despertar.
De
todas las reacciones que he leído en la prensa egipcia sobre lo que significa
el veredicto para el futuro del país, en las que unos se alegra y otros
condenan, en las algunos consideran que es una patente de corso para la
violencia futura de las fuerzas de seguridad, que podrán seguir con sus
brutales actuaciones, me quedo con unas recogidas en la calles por Daily News Egypt. No son de analistas
políticos ni de expertos, ni de miembros de partidos o grupos, pero me parecen
muy elocuentes respecto a esa fantasía en la que muchos viven y que se va
extendiendo:
Mubarak supporters gathered early Saturday
morning chanting for Mubarak, demanding his release along with that of his sons
and officials. After the verdict, they cheered in joy, praising the judiciary,
the army, the police and President Abdel Fattah Al-Sisi.
One supporter said that the Egyptian people
“now know who killed the protesters during the “25 January crisis”. He added
that “it is now clear that snipers from the Muslim Brotherhood group killed the
protesters in Tahrir Square and in all other places”.
“What are we trying him for? For 30 years of
security and prosperity? Or for the October victory?”, another supporter said.
Eman, a 22-year-old student who came with her
family to celebrate the verdict, said that “the court’s decision proves that
the last four years was a plot by the West, Qatar, Hamas, and Israel”.*
La exculpación de Hosni Mubarak y los suyos es el cierre
final del trayecto de la Revolución. Es un punto incompatible históricamente
con lo que ha ocurrido en este tiempo. Las explicaciones de estos seguidores,
en su euforia, son un calco de las ironías que yo escribía ayer al enterarme
del veredicto. Representa, más allá de lo anecdótico, aquello a lo que se ha
inducido cuando se empezó a asimilar "revolución" con
"caos". Una revolución que, podemos comprobar ahora, no llegó a trasformar
más que a los que quisieron serlo.
La confrontación —hay que decirlo— no llegó de las
pretensiones democráticas y modernizadoras de los que se comprometieron con ella
sino, por el contrario, por parte aquellos que desde dentro no abandonaron sus
posiciones privilegiadas y los islamistas que, desde fuera, también vieron
Egipto como una nueva parcela que administrar en su provecho. El compromiso con
la revolución que modernice el país ha quedado en el silencia, el exilio o la
cárcel, en la que se encuentran muchos de los que no renuncian a poder ver
algún día un Egipto distinto.
La revolución de enero
"trajo" paro, inseguridad, pobreza, discordia, etc. Esa es la
nueva versión. La que comenzó el 30 de junio es la que traerá, en cambio esa
paz que si no se logra es por la gran conspiración internacional, histórica,
existente contra Egipto. Es una fantasía que permite ajustar el fracaso
histórico producido. Egypt Independent no da un lacónico tuit del escritor y crítico de Mubarak, Alaa al-Aswany: «People, never raise your chins before your masters again».**
Nos informan discretamente de las protestas de unos cientos de egipcios en la Plaza de Tahrir. Vuelven al punto de partida preguntándose qué extraño giro han tomado los acontecimientos y por qué el dolor por los amigos muertos es ahora ira contra los que han sido exonerados. Estos tres años son de gran intensidad, parecen siglos. El viejo dictador, sin embargo, apenas ha cambiado. Ellos sí.
*
"Shock, dismay, jubilation outside Mubarak’s court" Daily News Egypt
29/11/2014
http://www.dailynewsegypt.com/2014/11/29/shock-dismay-jubilation-outside-mubaraks-court/
** "Politicians, activists divided over Mubarak’s innocence" Egypt Independent 29/11/2014 http://www.egyptindependent.com//news/politicians-activists-divided-over-mubarak-s-innocence
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