Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Los
electorados ya no son lo que eran. No sabemos explicarlo muy bien, pero es lo
que está sucediendo en muchas partes del mundo. Quizá sea que la política se ha
vuelto mucho más erosiva y se produce un desgaste mayor del liderazgo y un
cuestionamiento mayor de las decisiones que los gobernantes toman o las
oposiciones proponen. Sea por lo que sea, la política ha cambiado.
Lo que
no está ya tan claro son los efectos a medio plazo de estos cambios, es decir,
los que transforman la política misma y no solo a las caras que la representan.
En el corto plazo, las elecciones se producen de forma continuada y son
sensibles a acontecimientos que pueden ser puntuales pero que poseen un efecto
devastador. Hay desgastes del día a día y hay desgaste de un día, mediante los
que se puede dar un giro a las situaciones que parecían cantadas.
Estamos
viendo cómo presidentes que llegaron a sus cargos con gran popularidad y
esperanzas sufren reveses que les hunden en picado. El caso más evidente es el
de François Hollande que se mantiene en estos momentos en un 12% de
popularidad, una de las cifras más bajas de la historia para un presidente de
la República. Hollande llegó como la gran
esperanza para Francia y para Europa y hoy las encuestas dicen preferir a
su primer ministro antes que a él. El descrédito de Barack Obama ha sido también
notable y el desastre de las elecciones realizadas hace unos días, las de mitad
de legislatura, ha sido un varapalo muy fuerte para los demócratas y para el
presidente que será sometido a un desgaste mayor e implacable.
Hablamos
de personas, pero podríamos hacerlo perfectamente de partidos, como es el caso
de España. En otros países se han producido terremotos electorales en las
elecciones europeas con el ascenso de grupos populistas, antieuropeos o
radicales. Grupos como el Movimiento 5 Estrellas, la consolidación del Frente
Nacional francés o Podemos en España, además de los casos de Grecia o en los
países nórdicos.
Creo
que es perceptible que el panorama político cambia en distintos órdenes: el
comunicativo, el representativo y el organizativo. En el plano comunicativo se
está evidenciando un cambio debido a la entrada de nuevos medios que ha
cambiado la direccionalidad de la información, han aumentado las fuentes y
ampliado exponencialmente el caudal de los discursos. Esta constancia de la
información ha llevado a vivir en una campaña
entre campañas. Lo que antes determinaba picos y valles muy
marcados en las comunicaciones, hoy se ha convertido en una irregular línea
llena de altibajos cuyo comportamiento más previsible y estándar se da
precisamente durante los periodos electorales. Hoy creo que eso ha cambiado y
que —como les suele gustar decir a los deportistas— cada partido es una final.
Esto causado
también una grave perturbación en la forma de los discursos políticos que dejan
de ser constructivos, en el sentido de buscar soluciones racionales a los
problemas, y se han convertido en más emocionales, es decir, provocan en los
que los reciben el rechazo de aquellos contra los que se apunta.
Eso, a
su vez, ha contribuido a la formación del perfil del político, que lejos de
proponer soluciones, se limita a señalar defectos y a dirigir estratégicamente el
rechazo. Esto se lo aplican especialmente aquellos partidos que no tienen
aspiraciones reales de gobierno, sino que pueden permitirse el lujo de la
demagogia agresiva contra unos y otros, sabedores de que es poco probable que
tengan responsabilidades de gobierno. La crítica deja de ser un ejercicio
político responsable y es una forma de llamar la atención dentro de un
ecosistema mediático en el que se compite en estridencia e ingenio para atraer
a la opinión pública. La demagogia puede llegar a ser insoportable y es
contagiosa.
El
abaratamiento de los medios de comunicación hace que se puedan dar unos saltos
impensados a la arena política. Las nuevas formas de comunicación que se
percibían como una forma de extensión de la democracia han ido más allá y ha
aumentado el número de agentes en liza política, atomizando el espectro
electoral.
El
filtro económico de la comunicación era uno de los más poderosos. La
comunicación era muy cara y llegar a los votantes requería reunir fondos. A los
partidos políticos se les exigía unos mínimos para poder tener acceso a los
medios clásicos como la televisión y el espacio reducido de la prensa no daba
para mucho más. La aparición de las redes y medios digitales ha causado esta
ampliación de las posibilidades de crecimiento rápido, tal como estamos viendo,
mediante los combinados de medios baratos que usan a los propios seguidores
como replicadores virales de la información. Los canales que se crearon para fundar
comunidades con lazos virtuales son aprovechados para crear corrientes de
opinión, sincronizar actividades y hacer llamadas a la participación. Y esto es
válido para los yihadistas o Podemos, para Obama o Marine LePen.
Los
nuevos medios están ahí favoreciendo el mayor empuje social y sobre todo
aprovechando el descontento de los
descontentos, que en épocas de crisis es mucho más fácil de manejar que el
optimismo. Esto conlleva unas formas altamente emocionales en la comunicación
política, que son el arma preferida de los partidos populistas. El despertar de
los nacionalismos, de los sentimientos religiosos en política (pensemos en
Francia, en la Rusia de Putin, en el islamismo), etc. son la consecuencia de
esta "era de la empatía", como algunos la han calificado, como es el
caso de Jeremy Rifkin. "Empatía" ha pasado a ser una palabra clave.
En el
orden de la "representación política" se lleva tiempo poniendo sobre
la mesa la cuestión de la "legitimación". Aquí la crisis es de otro
tipo y existe un movimiento fuerte de cuestionamiento y socavamiento de las
representaciones tradicionales. De nuevo la aparición de los medios digitales
de comunicación ha sido decisiva, ya que han situado en el debate cuestiones
como la ciberdemocracia, que pretende
ser "directa" frente a las formas representativas o delegadas. El
ataque constante contra la clase política mostrando sus fallas y corrupción se
inspira en la denuncia del mecanismo de representación, que consideran la base
de muchos abusos. Se quieres más democracia directa,
delegar menos y actuar más. Curiosamente, el origen de estos grupos e ideas están
el anarquismo republicano de los Estados Unidos en los que siguen latiendo los
modelos del "pueblo" frente a la "aristocracia" política y
administrativa, y los grupos que se sitúan por encima de las comunidades.
Aquí
varía la radicalidad de las propuestas, pero en todas ellas hay un
cuestionamiento de la clase política profesionalizada —la "casta" de
Podemos— y se aboga por modelos de responsabilidad colectiva pretendiendo que,
gracias a las Nuevas Tecnologías y formas de comunicación social, el país más
grande puede gestionarse como una Suiza cibernética o que, gracias a la
tecnología, los propios partidos pueden abandonar los modelos personalistas
—característicos de la época de la Televisión— en favor de movimientos
asamblearios en los que la representatividad no conlleva privilegios ni
formaciones de elites. La ingenuidad del sistema y de las propuestas se puede
valorar de diferentes formas, desde el cinismo de las teorías sobre el poder y
la naturaleza humana hasta la eficacia de los gobiernos gestionados de esta
manera asamblearia.
El
tercer elemento es el organizativo. Este afecta tanto a las organizaciones en
sí como a los resultados que produce. Una organización tiene un "output",
que son ideas y personas, es decir, programas y dirigentes. Una buena
organización política es la que es capaz de producir en ambos campos elementos
valiosos, buenas ideas y buenos dirigentes. Los test son las crisis y sus
resoluciones, el nivel de satisfacción ciudadana, la estabilidad, etc.
La
situación de los partidos políticos españoles —habrá más casos— adolece de los
males de la organización: se los percibe como malos productores de ideas y de
personas, de líderes ineficaces o corruptos tras los escándalos salidos a la
luz. A los dirigentes se les pide que resuelvan los problemas del presente,
eviten los del futuro y den además cohesión al conjunto del país. Un partido es
acciones, ideas e ideales. Pero si se pervierten sus fines y maneras, no produce
una cosa ni otra. Se mantienen por la inercia de los votantes, que tiende a
sostener su tendencia de voto en el tiempo. Pero si se llega a un punto
crítico, como ocurre en España, con unos altos niveles de desconfianza y de
exigencia de responsabilidad a los partidos, se puede producir un giro
drástico, que es lo que asusta en estos momentos a los partidos políticos
tradicionales.
Cada
uno de estos órdenes —comunicativo, representativo y organizativo— tienen funcionamientos
distintos. Reflejan una crisis política profunda que es, sobre todo, la erosión
de la confianza en el sistema. Cada nuevo caso de perversión de la política con
acciones delictivas o inmorales, es un caso de fallo del funcionamiento del sistema.
Los
debates sobre la situación del bipartidismo en España no se orientan como
deben. El problema no es el "bipartidismo", como llevan sosteniendo
muchos años los que reclaman su hueco en el sistema. El problema es la erosión
del propio sistema y sus instituciones, en manos de personas que no han sabido
cuidarlas y mantenerlas al servicio de la ciudadanía, colapsándolas o
volviéndolas inútiles o parciales.
Hay
rivales políticos y hay rivales del sistema. Estos últimos crecen tanto por
méritos propios como por errores de los demás y no discuten en términos de alternancia sino como sustitución, que es un concepto
distinto. Otras cosa es, por supuesto, que lo puedan hacer, pero no es eso lo
que se discute aquí, sino solo la naturaleza de sus discursos. En el caso de
Podemos, lo que se ha buscado es el equilibrio entre negatividad (los otros) y
la positividad, sujeto de ese "poder" transformados en un
"podemos" acogedor e integrador. No sabemos muy bien "lo que se
puede", cuestión que queda implícita en la negación de los
"otros". En cualquier caso, el problema de la vida política española
no es "Podemos", que es solo una consecuencia directa de la
ineficacia en los fines que los partidos deben cumplir, en la forma de integrar
a la ciudadanía y sus aspiraciones y, especialmente, en la incapacidad de
purgar sus propias organizaciones de los delincuentes recién llegados o de los que
descubrieron su vocación en sus despachos y cargos.
Lo que parece claro es que estos tres elementos configuran un sistema cambiante que requiere una nueva forma de abordar la política pero mantienen una vieja exigencia: la honestidad. Es el recelo el que lleva a la exigencia de cambios cuando el sistema presenta fallos notables. Los ciudadanos deberían cuidar más a quien votan y los grupos políticos deberían seleccionar mejor a quienes proponen para ser votados y posteriormente colocados. El recelo es lo que llevará a establecer sistemas de vigilancia por parte de los ciudadanos, los medios de comunicación y de las propias organizaciones políticas.
Los que no se hayan dado cuenta de que la política ha cambiado es que no se han dado cuenta tampoco de que el mundo lo ha hecho. Los males que se les achaca a los partidos políticos son reales, no ficciones. Lo que tienen que demostrar ante todos es que son capaces de curarse sus propias enfermedades, porque de no hacerlo así, el cambio se acelerará hacia formas más alejadas de las que hemos conocido hasta ahora. Las sociedades modernas son complejas y los populismos son simplificaciones. Hay que encontrar el equilibrio en la representación, alejarse del "malestar en la política" y buscar caminos que ayuden a vivir en sistemas más armoniosos, que permitan identificarse a los ciudadanos con fines y medios.
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