sábado, 3 de septiembre de 2011

Coloreando el odio

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
En Estados Unidos se acaba de publicar un libro conmemorativo del 11-S, «We shall never forget 9/11: The Kid’s Book of Freedom», del que sea hecho eco ampliamente la prensa. Nadie duda del derecho al dolor, a la indignación y al recuerdo de las víctimas de uno de los grandes actos criminales de la historia moderna, el atentado del 11 se septiembre en Nueva York. Muchos no pondrán siquiera en duda la acción que llevó a la muerte al terrorista Osama Bin Laden, responsable último de aquel y otros crímenes, con dos millares de muertos inocentes de cualquier culpa.
Pero lo que repugna de esa publicación conmemorativa es la instrumentalización que asoma tras el hecho de ofrecer a los niños la posibilidad de colorear la situación de la muerte de Osama Bin Laden. En un post anterior criticamos la negativa de las autoridades palestinas a que se enseñara en las escuelas montadas por la ONU el holocausto del pueblo judío en manos de la Alemania nazi. Nos parecía entonces que la enseñanza nunca debe ocultar la verdad y que este hecho no es más que una forma de manipulación de las personas más indefensas intelectualmente, los niños. Una cosa es la enseñanza, que supone respeto, y otra el adoctrinamiento, que crea servidumbre.
Con la misma contundencia se debe condenar una visión de la educación que confunde el recuerdo positivo de los muertos con la recreación simbólica, pues no es más que eso pedirles que recreen el dibujo coloreándolo, de la muerte del asesino. Hay cosas que no se pueden simplificar porque no lo son.  Deberíamos, a la vista de lo que hay, tener más cuidado con las semillas que lanzamos. El recuerdo de los crímenes de Noruega están demasiado próximos. Demasiado dolor creado por el odio.

El anuncio oficial de la muerte de Osama Bin Laden
No hay nada que cuestionar: Bin Laden era un asesino. Pero no se trata de eso, sino del ejercicio manipulador, de la perversión del dolor que conlleva. Aprendí que no había que celebrar la muerte de nadie, ni de mi peor enemigo, ni celebrar las desgracias de otros. Llorar a los muertos y pedir justicia es loable. Recrease en el castigo y hacer que se instaure esa práctica en la mente de los menos protegidos, los niños, es un hecho repudiable. No tiene nada que ver con la memoria.
La responsabilidad de esto es siempre de quien lo hace. Hay muchas personas en Estados Unidos que señalaron en la muerte de Bin Laden que sus sentimientos les pedían llorar a sus muertos, pero no salir a festejar la muerte de su asesino. Estas dos actitudes diferentes retratan a quienes las mantienen. Hay una diferencia entre poder descansar cuando desaparece tu enemigo y la recreación permanente de su ejecución.

Hay un cuento sufí en el que dos hombres van por un camino  y, ante la vista de una prisión cercana, uno de ellos le comenta al otro que estuvo allí preso hace años y que desde aquel día no ha dejado de odiar a sus carceleros. «Pues entonces nunca has sido libre» —le comenta el otro— «siempre has estado entre sus muros». El que mantiene vivo el odio es preso del odio, como el recluso que nunca abandonó mentalmente su celda porque no pudo olvidarse de sus carceleros. Las verdaderas cadenas son nuestros odios, que son los que nos dirigen y condicionan. El que odia nunca es libre.
Afortunadamente son muchas más las personas que prefieren no dejarse llevan por esas cadenas que envilecen y poder seguir el camino de la vida libres del fardo de los odios. La mochila de la ilusión es más ligera que la del pesimismo; la de la alegría, más gratificante que la del odio.
Lloremos a los muertos y a los mártires, pero no convirtamos esas lágrimas en riego del futuro porque contienen la sal que todo lo seca, la del odio. Enseñar el odio o el escarnio solo es sembrar espinas para el mañana. Nos les enseñamos a superar el pasado, sino a repetirlo.
El odio no se puede colorear. Es siempre en blanco y negro.




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