Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Hay algo perverso en el fondo de cómo se está llevando todo esto. De golpe, caen las caretas y dejan de existir por innecesarios los políticos, que son los que se están demostrando como el eslabón más débil, como el capitán borrachín de tantas películas clásicas. Desde el momento en el que los mercados pueden dictar las políticas nacionales, los políticos sobran. Hablar de ellos como la representación de la voluntad popular pasa a ser una ironía, una falacia absurda.
Las interacciones entre el mundo y quienes lo gobiernan son transmitidas por agentes oraculares, como David Beers, director de calificaciones de deuda soberana de Standar & Poor’s, una de las agencias de rating. Hay mucho de obscenidad en cómo estas agencias se están manifestando. La altanería de su pragmatismo va creciendo conforme la debilidad de los países se manifiesta. Atrapados por la acumulación de sus propios errores y carencias, los países deben asistir impotentes a estas manifestaciones descarnadas en las que su soberanía se muestra como una ilusión ridícula. Ha señalado el director de calificaciones de S&P:
Las implicaciones de una doble recesión para las calificaciones de los países desarrollados dependerán entonces de cómo los Gobiernos respondan a la crisis de confianza, raíz de la debilidad económica, ha explicado Beers.
Esa respuesta debe ir más allá de la rebaja del déficit y afrontar las preocupaciones de los mercados sobre los posibles hundimientos de bancos y centrarse en los causantes del déficit, principalmente la sanidad y las pensiones públicas.
"Si los Gobiernos no son capaces de centrarse en los impedimentos que a largo plazo obstaculizan el crecimiento, entonces la austeridad por sí sola no va a ser suficiente para generar crecimiento", ha señalado Beers en referencia expresa a Italia.*
La aplicación de una teoría del valor de cambio a países enteros, como objetos de mercadeo, con su cotización bursátil ascendente o descendente, en las que hay que bailar ante un público invisible, pervertido y onanista, que asiste al espectáculo degradante de la exhibición de las miserias nacionales para que le arrojen unas monedas al final del espectáculo, tiene algo de infamia.
El lenguaje descarnado y profesional no oculta nada, es obsceno. Y entre las cosas que muestra, hay esencialmente dos cosas: la inutilidad de la voluntad de los gobiernos, cuyos movimientos por tanteo son dirigidos por subidas y bajadas bursátiles y de calificaciones (“caliente, caliente; frío, frío”) por ese público mirón desde el fondo de la oscura sala; y, en segundo lugar, el abandono de las inversiones sociales, consideradas dinero improductivo.
La primera parte, la evidencia de la inutilidad de los gobiernos, hasta haciendo que los electorados se muevan instintivamente hacia aquellos que considera que le pueden defender de esta pérdida evidente de soberanía. El problema está en que las deudas acumuladas por los países son el resultado de las alternancias de los gobiernos, ya que se han producido en tiempo extenso, implicado a todos los partidos que han pasado por el poder. Nos han entrampado entre todos.
Los agentes del mercado toman las riendas de la economía cuando han visto que las acciones son inútiles y pierden el control de sus inversiones en deuda, que los países pueden incumplir sus compromisos por falta de crecimiento. “La austeridad no basta”, ha señalado Beers. Quieren asegurarse el pago de los intereses.
Y es ahí en donde entra en escena la segunda enseñanza: la consideración como inversiones improductivas de la sanidad y las pensiones públicas. Las palabras de David Beers son, como decíamos, obscenas porque eliminan cualquier eufemismo, cualquier cortesía verbal, para atenuar la rotunda claridad de su teoría y visión del mundo. Sanidad, pensiones, educación —los gastos sociales—son considerados como inversiones improductivas, dinero tirado a las alcantarillas por los estados. Ese dinero se debe destinar a elevar la producción para que generen con qué pagar la deuda y sus intereses. Las agencias son meros verbalizadores de aquellos que quieren la máxima rentabilidad de sus inversiones. Y han invertido en países, en deuda soberana. Son nuestros accionistas, los que nos financian, como en cualquier empresa.
La lección que debemos aprender todos —y que nos entrará con sangre— es que generar deuda es caer en manos de estos prestamistas internacionales anónimos que, tal como ocurre en las novelas decimonónicas, acaban controlando tu vida y la de tus hijos y nietos. En esa lección, y por el mismo descomunal precio, se incluyen los efectos de la demagogia de los políticos que utilizan el dinero de mañana para halagarnos hoy y asegurarse los votos con su populismo fácil. Espero que, desde ahora, comprendamos que los conejos que salen de la chistera y tanto nos divierten siempre hay que comprarlos en algún sitio y a precio de oro temporal y material. Los políticos han aprendido, gracias a nuestra candidez y simpleza interesada, que no preguntamos de dónde sale el dinero, sino que nos limitamos a gastarlo y que les damos las gracias sin saber que ese dinero que hoy agitan ante nuestros codiciosos ojos y perezosas manos sale de nuestros bolsillos de hoy, mañana y pasado mañana.
Si han dicho que no basta con la austeridad, vayámonos preparando. Lecciones, con sangre, te da la vida.
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