Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La rebelión de los países árabes ha seguido un proceso propio en cada uno de ellos. Túnez fue diferente a Egipto y ambos han sido diferentes a Libia. Siria y Yemen, rebeliones en marcha, también presentan sus propias variantes en la forma de los conflictos. Libia ha vivido un proceso de extraña guerra civil rápida con intervención de apoyo de fuerzas internacionales gracias a los amplios acuerdos conseguidos en un bando y la presencia de mercenarios en el otro. Siria, en cambio, nos muestra un proceso de represión masivo a cargo de un régimen cruel y sanguinario enfrentado a un pueblo absolutamente determinado al sacrificio y a seguir la senda de los mártires. Yemen, un caso distinto, está abocado a recrudecimiento que puede acabar en guerra civil si regresa su chamuscado y tramposo presidente, un auténtico obstáculo, para un pueblo que también ha mostrado su determinación de seguir adelante.
Queda el caso de Bahréin que, sencillamente, ha desaparecido del mapa informativo desde que entraron en el pequeño reino las tropas de los países del Golfo. Algún día la Perla que presidía aquella plaza arrasada volverá a ocuparse de nuevo. Las ganas de libertad no desaparecen.
Con costes diferentes, parece indudable que los procesos iniciados, acabarán triunfando, por una vía u otra, más pronto o más tarde. Cada muerto en estos países, que han dado un ejemplo de coraje, ha sido un aliciente para avanzar reforzados en sus deseos de libertad. Los han convertido en los mártires a cuya memoria dedican sus esfuerzos.
Una de las consecuencias más importantes y emotivas en esta lucha es el resurgimiento de un orgullo genuino, especialmente en los jóvenes, que han pasado de la ausencia de expectativas de un futuro inexistente en un país desdibujado a creer en que lo que hacen tiene algún sentido y merece la pena luchar por ello.
Me viene al recuerdo una pregunta realizada, con cierta tristeza, por una amiga egipcia hace ya algún tiempo y que se me quedó grabada: «¿quiénes somos los egipcios?». Pasada la fase primera de la revolución, muchos egipcios han cambiado esa pregunta por la que me hacía otra persona hace unos días con un ánimo bien distinto: «estoy orgullosa de mi país, ¿qué puedo hacer por él?»
Las dos preguntas identifican a generaciones distintas. La pregunta sobre el quiénes somos, sin dejar de ser importante, quizá no sea el camino inmediato y convenga reformularla en términos de futuro: «¿quiénes queremos ser y qué tenemos que hacer para conseguirlo?» Los pueblos demasiado obsesionados por quiénes son olvidan que esa es una pregunta que, como el movimiento, se demuestra andando. Por eso creo que es más productiva la pregunta sobre el qué puedo hacer que la del qué soy.
Las preguntas por el qué somos nos hacen construir demasiadas diferencias, levantar demasiadas barreras, nos vuelven estáticos y demasiado prisioneros de nuestras definiciones. La pregunta por el qué puedo hacer, en cambio, nos permite actuar con los otros, buscar empresas comunes, llegar a acuerdos y avanzar. La identidad surge precisamente de la unidad de los que son capaces de hacerse conjuntamente la misma pregunta.
Los países no son; se van construyendo por su deseo de ser. Como decían los viejos maestros existencialistas, la existencia precede a la esencia. El ser es algo que está al final y no al principio. Somos hasta donde llegamos; somos lo que hemos sido capaces de ser cada día.
La fe que ha sostenido a estos pueblos, la que les ha guiado en su lucha contra los gigantes de sus propios miedos históricos encarnados en sus respectivos dictadores, es la fe del querer ser. Por eso la pregunta que me hacían hace unos días no tiene más que una respuesta: ponte a soñar en el país del que quieres formar parte, el país en el que te gustaría vivir y convivir. Y luego despierta y ponte a trabajar sin descanso junto a los que tienen el mismo sueño hasta conseguirlo. Túnez, Egipto, Libia… tienen que reinventarse para poder avanzar ligeros hacia su nuevo futuro.
Lo que han recuperado es el derecho a soñar y también la obligación de llevar a cabo lo soñado. Por eso su futuro está en la juventud, no de forma retórica, sino real. Los mayores lo han comprendido. Son esos jóvenes los que han llevado adelante sus revoluciones y los demás les han seguido. Son una generación que ha recuperado el derecho a soñarse como pueblo y el deber de construirlo.
En una entrevista televisiva un ciudadano libio de a pie comentaba: «La economía es un desastre; el medio ambiente está destrozado…, pero somos libres.» Y lo decía con la sonrisa del que sale del sufrimiento y se dirige al esfuerzo que supone la reconstrucción moral y material de un país medio en ruinas. Hemos visto heridos que levantaban sus manos con dolor y esfuerzo para realizar el signo de la victoria ante una cámara y testimoniar que lo que han hecho, su sacrificio, vale el esfuerzo.
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