Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Decía Nicolai Steinhardt, en su Diario de la felicidad, escrito en el encierro de las peores cárceles de la Rumanía del infame Ceacescu, que quien ha aprendido poemas nunca está encerrado del todo en el fondo de su celda; que quien recuerda unos versos no tiene más que cerrar los ojos y trasladarse a los lugares de la imaginación que las palabras bellas han construido para nosotros cuando éramos libres. Steinhardt recuerda de su cautiverio cómo quienes no conocían poemas rogaban a los que sí sabían que los recitaran en voz alta para poder escapar con ellos durante unos minutos. Una especie de “gran evasión” poética en medio del infierno.
La vida es un ejercicio continuo de construcción interior para paliar las soledades que se nos van formando con el tiempo: los huecos de las muertes y de los abandonos, de las traiciones y las desesperanzas, de las desilusiones y los olvidos. Quien no se construye rincones en el fondo de su alma, está condenado a la verdadera soledad, la del vacío interior, la de la ausencia de momentos bellos que la literatura, la música, la pintura, el amor…, han creado en nosotros en forma de recuerdos. Me dice mi amigo Lorenzo, al reencontrase con uno de sus músicos favoritos en un enlace de mi muro, que hay un disco que le acompaña desde su juventud, que escucha en ocasiones. Vuelve a él y él vuelve al disco en un acto complementario. Vuelve a él, como se vuelve a un poema: como una inyección de vida que nos llega desde el entusiasmo pasado.
Una de las grandes penas que nos atacan a las personas que hemos tenido la suerte de poder disfrutar de momentos que nos siguen acompañando durante décadas es la pobreza asfixiante y alienante que ronda este universo consumista donde el ruido borra la armonía y la moda lo permanente. Tuvimos la suerte de ser alentados a la cultura como una forma de rebeldía que prendió bien generacionalmente. Tus discos, tus películas, tus poemas te identifican y tú te identificabas con ellos. La rebeldía incluía buscar en los rebeldes del pasado que había sido capaces de perdurar. La cultura era el motor de la rebeldía y la rebeldía el motor de la cultura. Y en la cultura se vivía una aventura personal y colectiva, la del descubrimiento de los modelos. Hoy se ha abierto una gran fisura comercial que condena al olvido todo lo que no entra en el modelo de consumo. Con la palabra “viejo” se etiqueta y relega al desván de lo inútil todo aquello que no ha nacido con la tara terrible de lo efímero.
“Viejo” o “antiguo” es una amplia categoría que abarca las películas mudas, el cine en blanco y negro, la música de más de dos meses, los cantantes sin videoclips, los libros de autores muertos y, así, un sinfín de experiencias que, por ser “viejas”, me ahorro en beneficio de algo que ha sido creado con la única finalidad de adularme los sentidos durante algún tiempo, poco, y debo sustituir para ser generosamente receptivo con lo siguiente. Lo uno hace olvidar lo otro. Muy poco se salva.
El vacío de lo “viejo” está lleno con Thelonius Monk, con Bill Evans y Duke Ellington, con Billie Holiday y Mel Torme, con John Mayall, como le ocurre a Lorenzo; con Potemkin y los 400 golpes y con una diva del cine mudo bajando unas escaleras hacia la luz; con jeques blancos balanceándose en el imposible columpio de un bosque y con unos niños jugando en un viejo teatrillo de un desván nórdico; con Alicia cayendo y un hombre enfermo esperando bajo la lluvia a que su jefe abandone su apartamento con el ligue de la oficina; con Guillermo haciendo jugarretas a los mayores y Huck pescando en el Mississippi; con Raskolnikov delirante y Merseault deslumbrado por el sol en el filo de un cuchillo; con Kurz esperando que le llegue la muerte en mitad del horror y Gregorio metamorfoseado. Todo esto y los millones de sueños y diálogos que han provocado; las conversaciones en las noches de verano, las risas a la salida de un cine, el amigo con la guitarra que canta a Brel, a Dylan, a Brassens… Todo eso llenará un día el vacío y recurriremos a ello cuando tengamos oprimido el corazón o, simplemente, nos apetezca salir de los carriles del día a día y pasear por la campiña interior.
Ahora ya no se me pide que recuerde; se me exige que olvide y deje sitio a lo nuevo que me invade sin miramientos, contundente, cada día. Hay que estar abierto a lo nuevo, sí, pero si no atesoras lo valioso, si no eres capaz de discriminar de entre todo lo que te ofrecen lo que vale la pena, no te quedará el consuelo de regresar a los momentos que construiste, pequeñas islas de paz, en las que puedas recogerte hasta que el viento de la vida amaine y puedas de nuevo salir a mar abierto.
Me ha encantado. Casi he oído tu voz frente a un café reflexionando. Gracias.
ResponderEliminarGracias, Bel. Seguro que hay ocasión de repetirlo y charlar allí o aquí. Y, de nuevo, gracias por leerlo. Joaquín
ResponderEliminar