Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Las condiciones que se exigían a los estados para ingresar en la Unión no se han mantenido una vez dentro del club. Las exigencias eran para entrar. Después algunos han puesto los pies encima de la mesa.
La queja con la que Angela Merkel contribuía ayer a la trifulca europea iba en este sentido. La canciller alemana exigía con contundencia herramientas para poder mandar ante los tribunales a los países que aprobaran presupuestos imposibles. Y no creo que esta vez sea algo que haya que entender en clave interna. Lo dice en serio y probablemente tiene toda la razón. La creencia que se está extendiendo por la mayor parte de Europa es que existen los países que trabajan con seriedad y los que viven del trabajo de los demás, los parásitos económicos europeos. No hace falta decir que entre ellos nos incluyen a nosotros, los españoles. No sé si es verdad o mentira, el caso es que es lo que creen. Evidentemente, sí importa si es verdad o no, pero a los efectos de la caída libre de la crisis es más importante ver la velocidad y contundencia con la que se buscan culpables porque son las semillas de los próximos pasos. Aquí se pasa de “salvadores del euro” a “inquisidores generales” en la misma sesión.
Es evidente que los bancos alemanes y franceses que han comprado cantidades de deuda griega y se encuentra ahora expuestos al desastre no buscaban hacer obras de caridad. Todos contaban con que el riesgo era asumible, porque el “peor escenario” no es el que se piensa en la hora de la compra. La idea es apretar las clavijas todo lo posible para aumentar la rentabilidad de la deuda sabiendo que Europa está detrás. Los que piden que se deje caer a Grecia buscan dar una lección al sistema, como cuando dejaron hundirse algunos bancos americanos para que se dejara de contar con la teoría de que no se deja hundirse a nada que tenga cierto tamaño. Lo cierto es que esta teoría se ha visto puesta a prueba con el tamaño creciente de las entidades que se han hundido cuando muchos creían que serían salvadas, precisamente, por su tamaño.
La teoría de que a los grandes no se les deja caer, lleva a perversas consecuencias si los especuladores cuentan con ella. Parte de los extraños movimientos de especulación que estamos viviendo provienen de la aplicación de esta teoría por parte de los que les gusta jugar con fuego. Bancos y países esperan apilados, próximos a las hogueras especulativas, con la inconfesa esperanza de llegar al límite en el que asegurar las máximas ganancias. Así es la inversión especulativa, la del alto, alto riesgo, una ruleta rusa.
Sí tienen, en cambio, interpretación en clave interna las palabras de Obama sobre Europa. El presidente norteamericano ha entrado ya en campaña. Unas veces en autobús y otras a golpe de medio, Obama trata de desviar la atención de la economía norteamericana, patria del desastre y maestra de las malas maneras que —es cierto— hemos copiado con alegría. Barack Obama necesita recuperar algo de la imagen de contundencia que ha perdido por los diferentes y sucesivos pulsos que los conservadores le están lanzando permanentemente. Si le toca arremeter contra Europa y responsabilizarla de la crisis, pues nos toca a nosotros escucharlo. Algunos le han contestado sin demasiadas razones, como nuestra ministra Salgado, porque tampoco hay mucho que decir. Obama, que arremetía contra las agencias de rating por hablar demasiado y perjudicar al país, traslada sus quejas y dedo acusador a los demás, que se han limitado a imitar el modelo al que él no se ha atrevido a poner límite en su casa, que es la de todos a ciertos efectos, tal como le han recriminado sus propios y más fieles seguidores.
Merkel y Obama contemplan una economía bidimiensional, plana, que se recrea artificialmente en una ilusión de realidad, la suya. Centrados en sus economías, les falta la perspectiva que les permita introducir los problemas ajenos. En una economía global, las soluciones tienen que ser globales. Si se contemplan solo algunos aspectos de los problemas, los de los demás, si se ignoran, acaban arrastrándonos, como se demuestra cada día. El 3D verdadero debe ser la suma de los dos colores, azules y rojos, la suma de los problemas internos y externos.
La economía mundial no se arregla con declaraciones, como parecen entender algunos países, sino tomando medidas para evitar errores pasados y todavía presentes. Los recortes y austeridades pueden ser necesarios, pero no van a la raíz del problema especulativo ni del peso excesivo de una economía con demasiada carga financiera y poco productiva. Si el dinero no fluye de la especulación a la producción, difícilmente se reactivarán el empleo y el consumo. Estos son los efectos de haber ido descapitalizando poco a poco a grandes sectores de la población, de ir concentrando la riqueza en los más ricos y olvidarse de que para poder consumir hay que tener algo que gastar, y que para tener algo que gastar hay que tener un empleo, a ser posible estable y suficiente. Por eso la creación de empleo —nuestro fuerte— es prioritaria.
Lo que se aplica a la economía de los países, se debe aplicar a la propia eurozona. Que tengamos una moneda común no significa que tengamos todos lo mismo para gastar. Si se acumulan desequilibrios productivos, como está ocurriendo, es fácil que la tentación de la deuda prenda en unos gobiernos que aceptan lo fácil, endeudarse, pero no son capaces de crear la producción necesaria para devolver lo prestado con sus crecientes intereses, origen del problema actual. El reparto de papeles en Europa ha concentrado las potencias productivas pasados los años y esos desequilibrios deben ser revisados. Mientras no se realice un crecimiento más armonioso que busque un necesario reequilibrio permanente, los problemas de la eurozona reaparecerán cíclicamente.
Una vez más: Europa tiene que sumar a sus ideales de crecimiento, los de reparto de su crecimiento. Parte del problema es la indefinición europea entre los países como unidades productivas independientes y esa “marca Europa” que encubre desigualdades grandes por desatención. Evidentemente ha y que exigir unas responsabilidades a los gobiernos, pero sobre todo la responsabilidad de crecer bien y no solo la de “gastar” bien o moderadamente, como está haciendo aquellos que quieren seguir siendo ellos mismos y que los demás no se les conviertan en lastre. Hay que ir más allá. Pero esto es fácil decirlo nosotros que estamos por debajo. Lo tienen que asumir los que están por encima. Angela Merkel debería ir más allá en sus exigencias de limitar el gasto y pedir crecimiento, pero —ah, amigo—, si crecemos todos, competimos y eso es otra cosa. Es la Europa de la boca chica.
Los que crecen siempre están satisfechos con lo suyo y descontentos con lo de los demás solo si se trata de gastar. Los que nos hemos visto paulatinamente desprovistos de tejido industrial gracias a las deslocalizaciones, desprovistos de la investigación gracias a que son ellos los que lo hacen, nos quedan pocas oportunidades de desarrollo. Entre la potencia investigadora de unos y los bajos precios productivos de otros, nos quedamos en medio. Sin exportar y sin innovar, solo queda servir cafés y rogar para que haga buen tiempo en nuestras playas y revoluciones en los países de la competencia. Te queda el extraño papel de gastar como alemanes y trabajar como chinos. Gasta como rico y trabaja como emergente.
Hemos aceptado demasiado fácilmente un destino que nos condenaba a ser ese país intermedio al que se le pueden vender muchas cosas, las que unos inventan y las que otros producen. Se paga con creces renunciar a tener objetivos presentables, de superación más allá del destino inmobiliario y turístico. Está bien que Ferrán Adrià innove en lo alto de su montaña, pero son los buenos platos de cuchara los que llenan el estómago del resto.
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