domingo, 4 de septiembre de 2011

Un libro: Ensayos escépticos, de Bertrand Russell

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
En la película de Martin Scorsese Taxi Driver (1976), después de que su compañero ‘Wizard’ haga un razonamiento sobre cómo acabamos convertidos en lo que hacemos, Travis Bickle (Robert De Niro) le dice: «Es la mayor tontería que he escuchado en mucho tiempo». Wizard le contesta: «No es de Bertrand Russell, pero ¿qué quieres? Soy taxista.»
Bertrand Russell murió en 1970, cuando probablemente Paul Schrader tenía en mente o ya estaba redactando el guión de la película y convierte la figura de Russell en el prototipo del filósofo contrario al pensador callejero representado por el personaje de Wizard. Russell, en el otro extremo, era el filósofo lógico, refinado y aristocrático, uno de los más populares del siglo XX, mientras que el mundo que nos muestra la película de Scorsese es el reverso del mundo de Russell, su negativo.  La racionalidad representada por el filósofo inglés está en las antípodas del mundo alucinado que refleja el guión de Schrader, un filósofo del cine obsesionado con la pureza y la inocencia en un mundo en descomposición.
En el último de los ensayos contenidos en esta obra, Ensayos escépticos*, escritos en los años 20, y titulado “Algunas consideraciones, no todas optimistas”, Bertrand Russell escribió:

Hasta ahora, el ataque y la defensa han sido exclusivamente lo único serio en la vida. Nosotros nos defendemos contra la miseria; nuestros hijos, contra un mundo indiferente […] (284)

Creo que no es mal prólogo la contemplación previa de Taxi Driver para comprender el alcance de la obra de Russell, las preocupaciones de un hombre que proviene de un mundo en el que ya se siente incómodo, un hombre de otra época ya en su propio tiempo. Como Keynes, con el que compartió espacios e influencias, formó parte de un grupo de personas, selectas en su formación, con un elevado concepto de sí mismo. Russell perteneció a un grupo de espíritus culturalmente refinados cuya tarea fue someter a revisión crítica cualquier elemento que fuese aceptado por la sociedad o incluso por él mismo. Esa es la base de su escepticismo: el cuestionamiento de cualquier elemento dado por cierto. En “Sueños y realidades” escribe:

Poco a poco, los contactos con otros seres humanos desbaratan prácticamente todos los mitos, salvo los de quienes alcanzan éxito en la vida. Los hermanos disipan la vanidad, los compañeros de la escuela deshacen el engreimiento familiar, la política difumina la pretensión de clase, y las derrotas bélicas o comerciales moderan el orgullo nacional. (43)

Wizard (Peter Boyle)  y Travis Bickle (R. De Niro) en Taxi driver (1976)
Este proceso de desmitificación en el que el fracaso actúa como correctivo ante las presunciones y pretensiones de la vida es la condición esencial de la existencia, un desengaño progresivo. Solo el que se impone puede mantener su creencia ilusoria en la validad del mito que le ampara. Mientras un pueblo no sea derrotado, por ejemplo, podrá mantener los mitos que desee sobre su superioridad, podrá creer en el favor de los dioses y ese engaño le permitirá mantener su Olimpo en activo. Será la derrota la que no solo arrastre al pueblo sino a sus dioses en la medida en que se comprueban ineficaces ante los agresores. Eso, nos dice Russel, ocurre en todos los niveles, los individuales, los familiares o los sociales. El ser humano es un fabricante de mitos, un aceptador acrítico de creencias al que solo la realidad hace bajar de su pedestal engañoso.
Pero esta dura enseñanza de la vida, su escuela cruel de realismo desmitificador, se puede y se debe institucionalizar a través de la Ciencia, auténtica correctora de los mitos y creencias irracionales. La Ciencia nos ayuda a limitar los efectos de los mitos y también de las racionalizaciones, aquellas construcciones sobre las que se levantan las creencias para parecer razonables y mantenerse en el tiempo.

El escepticismo es la forma de pensamiento que trata de curarse de estos males a sabiendas que de nunca sanará del todo, pues está en la naturaleza humana el fabular sobre sí y sobre el mundo. Por eso, señala Russell citando a Shakespeare, el problema que se plantea el ser humano es cómo separar al “poeta” y al “amante” del “lunático”, en alusión al Sueño de una noche de verano. El poeta y el amante también son fabuladores que mantienen en sus engaños el aspecto necesario del sentimiento. El problema lo plantea el lunático, cuyas fabulaciones llevan al desastre. Eliminar la Poesía (todo Arte, por extensión) y el Amor junto al lunático, sería reducirnos a máquinas y quitar todo aliciente a la vida. Las máquinas, dice Russell, han supuesto un avance en nuestras vidas, en un cierto sentido, pero carecen de los dos aspectos necesarios para la existencia humana, espontaneidad y variedad (97).
La vinculación del éxito con la perdurabilidad de los mitos, nos lleva a una cuestión permanente en el pensamiento de Russell: la relación con el poder y la dominación. Desde la perspectiva señalada, si los mitos que perduran representan el éxito, significa que los primeros interesados en que esos mitos se mantengan son los que los utilizan para justificar su poder y la dominación sobre los otros cuyos mitos se han visto derribados. Los poderosos se encaraman sobre los lomos de sus mitos triunfantes.

B. Russell encabezando una protesta pacifista con motivo del aniversario del bombardeo de Hiroshima
Este vínculo entre “mito”, “creencia”, “prejuicio”, etc. y el poder convierte al intelectual escéptico en una piedra en el zapato social. Nos dice Russell que la sociedad —cualquier sociedad— admite antes cualquier creencia absurda que a alguien que se confiesa sin ninguna. Lo que no se permite a nadie es no estar sujeto a algún mito porque, aunque sean contrapuestos o enemigos, el auténtico enemigo, el verdaderamente subversivo, es la ausencia de creencias. Alguien al que no se le puede manipular desde alguna creencia es demasiado libre como para ser aceptado. Esta idea es esencial en el pensamiento de Russel, y se reparte de forma directa o indirecta a lo largo de los ensayos: la sociedad no admite, o considera peligroso, a aquel que no cree, porque la creencia es la que establece los yugos y vínculos sociales. Russell se remite a unos ejemplos tomados de su propia vida:

Mi padre era un librepensador, pero cuando falleció yo apenas había cumplido los tres años de edad. Deseoso de que se me educara sin superstición, había nombrado como tutores míos a dos librepensadores. Sin embargo, los tribunales contravinieron su voluntad y dictaminaron que se me educara en la fe cristiana. Me temo que el resultado fue decepcionante, pero en eso no tuvo culpa alguna la ley. De haber estipulado mi padre que se me instruyera en otra confesión, pongamos la de los cristadelfianos, la de los seguidores de Lodowicke Muggleton o la de los adventistas del Séptimo Día, a los tribunales ni se les habría pasado por la cabeza poner ni la más mínima objeción. Al morir, un padre tiene derecho a ordenar que a sus hijos se les inicie en cualquier superstición imaginable, pero carece en cambio de la potestad de manifestar que, en la medida de lo posible, se les mantenga apartados de la superstición misma. (“El librepensamiento y la propaganda oficial” 169)

Esta idea de la peligrosidad de carecer, en la medida de lo posible, del condicionamiento que suponen las creencias inculcadas en cualquiera de sus variantes, no afectan solo a lo religioso. Ocurre igual con la moral convencional o las costumbres. Ni la propia Ciencia, el arma más poderosa contra la creencia localmente triunfante, escapa al poder de las creencias. Quizá sea este aspecto omnipresente de la creencia, es decir, la incapacidad de escapar plenamente de ellas, lo que permita considerar a Bertrand Russell con una conexión mayor con nuestro pensamiento. Escribe: “tenemos que ser escépticos aun de nuestro escepticismo” (“La necesidad del escepticismo político” 162). De la misma manera que no se debería perder el sentimiento o la ficción del Arte, el escepticismo no tiene por objeto acabar con el problema del conocimiento, sino convivir con él, ya que el problema en sí es irresoluble: somos seres limitados.
Esta conciencia de los límites de lo humano hace de Russell un “racionalista” en un sentido particular y alejado de las formas idealistas y racionalistas continentales, a las que se opuso. La base de la racionalidad, la guía de la acción, es esencialmente pragmática. Señala Russell:

En una comunidad bien ordenada es muy precario para el interés de uno hacer algo muy perjudicial para todos. Mientras más irracional es uno, menos percibirá que, lo que es perjudicial para los otros, también lo es para él, porque el odio o la envidia le ciegan. Así pues, aunque no pretendo que el egoísmo inteligente es la más alta moralidad, creo que si se generalizase, haría al mundo infinitamente mejor de lo que es.
La racionalidad, de hecho, puede definirse como el hábito de recordar todos nuestros principales deseos y no solo aquel que domina de momento. […] Creo que todo verdadero progreso del mundo consiste en un aumento de racionalidad práctica y teórica. […] Una persona es racional en la medida en que la inteligencia informa y regula sus deseos. Creo que el gobierno de nuestros actos por la inteligencia es, en último término, lo más importante y lo único que hará posible la vida social a medida que la ciencia aumenta nuestro poder destructivo para con los demás (“¿Puede el hombre ser racional?” 66)

La solución final a la pregunta que Russel se hace —y da título al ensayo— carece de intencionalidad esencialista y sí, en cambio, la tiene pragmática y social. La pregunta no es “si el hombre es racional”, sino “si el hombre puede ser más racional”. Es cuestión de grado. La respuesta tiene dos niveles que son descritos por el autor. El primero es individual, en el que ser humano se plantea el problema de la racionalidad como la capacidad de tener presentes sus deseos ("informados por la razón", nos dice) sin que ninguno le haga olvidar los otros, es decir, que ninguno le domine. Después, la racionalidad es cuestión social ya que, como señala, el poder de la ciencia es cada vez más destructivo y los hombres pueden aniquilarse si no logran resolver de forma pacífica y conveniente sus disputas, es decir, su deseo de poder sobre los otros.


Para lograr que los seres humanos logren vencer sus propias tendencias, nos dice Russell, la educación debe dejar de jugar el papel adoctrinador, fomentador de irracionalidad, es decir, dejar de hacer que los hombres actúen irracionalmente contra sus propios intereses a favor de los intereses triunfantes de los que les dominan. Escribe Russell:

La educación ha de tener dos objetivos: en primer lugar, ofrecer un conocimiento definido, el de la lectura y la escritura, la lengua y las matemáticas, etc.; y en segundo lugar, crear los hábitos mentales que facultan a las personas para adquirir conocimiento y formarse ideas sensatas por sí mismos: podríamos dar al primero de esos logros el nombre de información, y al segundo el de inteligencia. […] Pero la utilidad de la inteligencia solo se admite en el ámbito de la teoría, no en el de la práctica: no se desea que la gente ordinaria sea capaz de velar por sí misma, ya que se tiene la percepción de que la gente que piensa por sí misma resulta más difícil de manejar, siendo además fuente de dificultades para la administración. Únicamente los guardianes, por utilizar la terminología platónica, han de pensar; el resto ha de obedecer, o seguir a sus líderes como un rebaño de ovejas (“El librepensamiento y la propaganda oficial” 180-181).

La anécdota contada por Russell sobre su educación marca su visión del mundo y su comportamiento. La vida es una lucha, podemos decir, por hacerse con el control de nuestras inteligencias para torcer nuestra racionalidad y hacer que veamos como racional lo que no lo es. El pacifismo de Russell, por ejemplo, es percibido entonces como el intento de vencer la manipulación de los poderosos (los que tienen éxito y convierte sus creencias en normalidad, diríamos) para que vayas al campo de batalla contento creyendo defender a tu país (Russell se define como "internacionalista") cuando lo que estás defendiendo son los intereses de los que te oprimen, que se han encargado de inculcarte mediante un sistema educativo que es irracional en el sentido de inculcar “creencias” y no enseñar cómo librarse de ellas. De ahí que Russell señale el poco interés del sistema educativo en ir más allá de la “información” y hacer que los individuos sean autónomos. Lo mismo ocurre con la moral o con cualquier otro aspecto social. La socialización es control.
Los ensayos de Bertrand Russell siguen resultando interesantes en muchos aspectos y una lectura recomendable también por diversos motivos. Nosotros nos acercamos a Russel atravesando los filtros fangosos de la Posmodernidad, con un Psicoanálisis devaluado y en plena Globalización.
Un Russell a través de la Posmodernidad resulta interesante en su concepto de “creencias” como el vínculo de lo individual y lo social. Resulta hoy, en cambio, ingenuo en el valor que le concede al Psicoanálisis como herramienta para eliminar la irracionalidad. La terapia se nos muestra hoy como un tipo específico de creencia. Para Russell, en cambio, era un aumento de la racionalidad en la medida en que obligaba al paciente a enfrentarse a su propia irracionalidad represora a través de la palabra catártica. Por último, las ideas vinculadas a un futuro Gobierno Mundial para gestionar la complejidad de un mundo industrial, como forma de evitar choques destructivos ante el aumento del poderío militar por los avances científicos, queda hoy relativizadas, aunque incluyen algunas reflexiones interesantes en el campo de las relaciones internacionales sobre el papel futuro de las instituciones y la necesidad de llegar a acuerdos. Las reflexiones sobre, por ejemplo, la entrega de los hijos al estado, etc. son típicas cuestiones del pensamiento especulativo socialista sobre el futuro de la sociedad. No dejan de ser interesantes cuando se plantean como recordatorio de los 80 o 90 años que nos separan del momento de la escritura.

Sigue siendo válida su reflexión sobre la autonomía del individuo y la necesidad de alcanzar una independencia que le permita alejarse de las manipulaciones que tratan de dirigir sus actuaciones, ideas y sentimientos. Escribe Russell:

La democracia, según la conciben los políticos, es una forma de gobierno, es decir, un método para logar que la gente haga lo que sus dirigentes desean que haga sin dejar en ningún momento de tener la impresión de no estar realizando sino sus propios deseos (“Libertad frente a autoridad en materia educativa” 113).

La crítica al funcionamiento de políticos y partidos es una constante a través del análisis de esa primera motivación del conjunto de sus acciones: convencer a otros de la validez de sus propias creencias.
No creía que pudiéramos alcanzar grande metas con el equipaje de que disponemos, pero sí creía que se podía avanzar mucho liberando al ser humano de los condicionamientos que le rodean permanentemente. La política, la educación, cualquier actividad humana, son positivas si ayudan al hombre a emanciparse y a buscar su propia felicidad en compañía de otros. El camino para ello es aligerar su equipaje de lo negativo.
Russell fue un refinado pensador, desarrollador de una filosofía analítica, con fundamentos matemáticos y lógicos, Pero junto a esta faceta especializada, profesional de la filosofía, se encuentra también el polemista brillante, el autor de panfletos pacifistas o agnósticos, el libre pensador deseoso de extender el mensaje de la Ciencia y de la Razón. Russell fue Premio Nobel de Literatura.

* Bertrand Russell (2011): Ensayos escépticos. RBA, Barcelona. 285 pp. ISBN: 978-84-9006-042-1. Trad. de Miguel Pereyra, Tomás Fernández Aúz y Beatriz Eguibar.


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