Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Fue el domingo y nos adelantó como una exhalación. Bajaba la calle Goya con la velocidad del rayo y el enojo del trueno resonando en su voz.
—… ¡Por mucho menos que esto Tejero ya habría dado un golpe de estado!
Fue todo lo que pudimos escuchar. El resto fue visual. Contemplamos, como si fuera una película de cine mudo, los movimientos de brazos, manos y hombros con los que aquel señor tan enfadado trataba de explicar a su acompañante los motivos de su estado de ánimo. El tiempo le acompañaba porque las nubes negras, negrísimas, se colocaban sobre nosotros. El acompañante trataba de separarse del señor enfadado, pero él seguía insistiendo. Poseído por esa extraña energía que le dan al español sus enfados, se dirigieron ambos, Castellana arriba, hacia la tormenta, que estalló pocos minutos después y nos hizo refugiarnos bajo una marquesina. Aquellos rayos y truenos, aquel chaparrón copioso, eran prolongación climática del ánimo del señor enfadado, como si de un Werther se tratara.
Recuerdo una entrevista televisiva a Manuel Summers hace muchos años. Decía Summers que él era un “español típico”, que siempre estaba cabreado. Y siempre que me encuentro a uno de esos españoles que hacen aspavientos, son apocalípticos y acabarían con los problemas con un buen sopapo, un golpe sobre la mesa o sobre el Estado, un señor de esos de “¡si a mí me dejaran…!”, me acuerdo del “español típico” de Summers.
Afortunadamente, los señores enfadados que reclaman soluciones drásticas y de sopapo han desaparecido y solo quedan algunos especímenes aislados. Pero son los restos paleolíticos de una forma de ser española maximalista e irritada que contrasta con el sentido del humor de los indignados que han salido a las calles y plazas.
Estoy seguro que muchos de los que han aguantado los chaparrones en las tiendas y bajo los toldos instalados en las plazas, tenían muchos más motivos que el señor enfadado de la Castellana para estar enfadados. También tenían más sentido de la responsabilidad porque, en vez de resolver todo a guantazo limpio, se han sentado durante horas a hacer ejercicio de conversación, de debate y asamblea. Habrán planteado ideas más o menos sensatas, más o menos utópicas, pero lo cierto es que al término salían con algo de esperanza. He visto alumnos agotados que se iban corriendo a la Puerta del Sol porque tenían tareas a las que se habían comprometido para la limpieza o cualquier otro trabajo. Iban con alegría e ilusión.
Aunque tenían muchos motivos para estar realmente “cabreados”, estaban indignados. Lo que nos les ha faltado en ningún momento ha sido sentido del humor. En eso se nota también el cambio generacional. Para bien, claro.
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