Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Volvemos a tener el reverso de la promesa. Lo que se nos dice que no ocurrirá, es lo que ocurre. La promesa de la estabilidad, de la prosperidad, de la democracia, de la fraternidad europea se convierte en lo contrario, en aquello de lo que huíamos. Finalmente, es la Europa que no queríamos, la de los intereses económicos, la de los mercaderes, la que está imponiendo su cara.
Nadie nos está explicando esto. Vemos correr nerviosos a los políticos europeos de un lado a otro, reunirse y dar ruedas de prensa llenas de eufemismos. Y nos dicen que algo grave está pasando, pero no se acaban de explicar ni sus causas ni sus consecuencias. De nuevo, lo que no podría ocurrir nunca ocurre. Los países en alto riesgo aumentan y se habla —de nuevo los eufemismos metafóricos— de “contagios”, pero solo se contagian los “sanos”, que pasan a estar enfermos. Y, según parece, no es el caso. ¿Estamos todos “enfermos”? ¿Cuál es nuestra “enfermedad”? ¿Qué estamos pagando y vamos a pagar realmente?
Nos encontramos con la barrera de unos políticos, que son los administradores, los responsables de que estas cosas no ocurran, que guardan celosamente el problema hasta que estalla. Es la consecuencia de la política de la confianza, del aquí no pasa nada, del a nosotros no, que preside las actuaciones de los políticos y que nos muestran su falta de liderazgo real. De repente, Europa se reduce a Merkel y Sarkozy. Las preguntas, a diez años de la introducción del euro, se acumulan. Pero es tabú formularlas.
El origen y la consecuencia de las fluctuaciones del sistema, de su inestabilidad, es la falta de control sobre el conjunto, lo que está llevando a una crisis en la que los que pagan mandan, donde los que están sanos mandan sobre los enfermos. La falta de control de unos produce menos control total.
Esto está favoreciendo la pérdida de soberanía en lo económico que pasa a ser la única dimensión posible de la identidad europea. Europa es una empresa que compite con Estados Unidos y China. Pero Europa es algo más que esto. Obsesionados por una política de mercados, de valores oscilantes y especulación, al final han convertido Europa en un valor cotizable en bolsa. Ahora nos toca estar a la baja.
No cabe duda de que el diseño europeo es defectuoso. Si no, no ocurriría lo que ocurre. Lo importante es saber cuáles son las medidas y cuáles los efectos, cuáles son las acciones y cuáles los costes. Y eso es lo que se nos oculta. Indudablemente, algo se ha hecho mal, pero nadie habla de ello. El origen del mal se mantiene oculto porque es donde se dejará en evidencia a los que han fallado. Si tras diez años de panacea euro, el resultado es este, alguien no nos ha hablado sinceramente.
El descontento europeo se produce por muy distintos motivos y en muy diferentes grados. Porque ser “europeo” es una dimensión superpuesta, una operación retórica que no puede ocultar los problemas nacionales. ¿Puede existir una “Europa fuerte”, un “euro fuerte” con economías nacionales al borde de la bancarrota? El descontento de los alemanes no es el de los griegos, el de los españoles no es el de los franceses. Comenzamos a estar descontentos unos con otros. Y eso es peligroso.
La receta de “café para todos” que significa el “Pacto del euro” soslaya que a más de uno le puede sentar mal el café. Supone, en última instancia, la imposición de los que pagan las consecuencias de nuestros errores para no tener que seguir pagándolos. El euro ha vinculado nuestros destinos y es como el ahogado al que hay que dormir de un buen golpe para evitar que te arrastre al fondo. Somos los ahogados. La bancarrota les afecta porque son los países ricos los que están financiando a los problemáticos. Ese es el verdadero contagio. Y esa es la fuente del recelo.
Ante la cuestión del origen hay dos formas de enfocarlo: o es un problema “global”, del sistema diseñado, un defecto europeo, o, por el contrario, es un problema “local”, de los gobiernos de cada país que han sido incapaces de controlar sus economías. Si lo enfocamos desde una perspectiva global, se nos dirá qué podemos y qué tenemos que hacer. La soberanía queda reducida casi a cero, por más que el eufemismo permanente hable de “recomendaciones”. Si consideramos, por el contrario, que el problema es “local”, seremos nosotros los que tengamos que decidir qué hay que hacer sobre nuestras instituciones, las que no han cumplido con sus deberes de vigilancia y control para mantener nuestra economía sana.
El problema para decidir cuál de los dos enfoques es más eficaz es que las instituciones europeas echan la culpa a las nacionales y las nacionales echan la culpa a las europeas. Aquí nadie ha hecho nada mal, según parece.
Creo que lo más sensato, ya que nadie se responsabiliza del desastre, es responsabilizar a ambos. Algo falla en el diseño de Europa y algo falla bastante en nuestro diseño económico. No sé lo que podemos hacer respecto a Europa, pero creo que se pueden hacer muchas cosas en España. La cuestión de nuevo es qué se puede hacer, pues los márgenes de maniobra son cada vez menores.
Con cinco millones de parados y unos sectores económicos que siguen apostando por lo mismo que ha fracasado, que siguen pensando que esto es temporal y que enseguida volverán a levantar casas y a abrir inmobiliarias, a llenarse los chiringuitos de la playa, la cuestión está complicada. Cuando has desmantelado las políticas fiscales para asegurarte que te vienen los inversores, no es fácil hacer cargar el peso de las crisis en los que más tienen; cuando has multiplicado las administraciones para poder colocar clientela, tampoco es fácil hacer un estado ágil y ahorrador.
Un país con cinco millones de parados en los que las empresas con beneficios —grandes beneficios— se permiten poder despedir gente con toda la tranquilidad del mundo y que después son recibidos como mesías benefactores por el presidente del gobierno, no es un país serio. O no es un gobierno como debería ser. Cuando recibes a los grandes empresarios y les pides 30.000 becas, [ver entrada] que es el precio que has puesto a la foto pertinente, es que has renunciado a hacer una política económica y lo has dejado en manos del que tenga más, les has dado manos libres y le has asegurado, tácitamente, que pueden hacer lo que quieran. Estamos apoyando que nuestros empresarios inviertan fuera de España mientras aquí mendigamos que vengan los capitales inversores de China y los países del Golfo. No lo entiendo muy bien.
No se avecinan buenos tiempos para Europa en su conjunto y nosotros nos veremos afectados por nuestros propios defectos y la incapacidad de los políticos de realizar política con objetivos. Las recetas simples no valen; las recetas globales tampoco. Pero es cierto que si nuestros políticos no hacen nada por mejorar esto, las opiniones médicas se van reduciendo y habrá que cortar por algún lado. Lo que no sé es quién decidirá por dónde.
Es necesario reformular Europa, como es necesario reformular nuestra forma de hacer política y economía. Lo contrario es abocarnos al descontento permanente, a las crisis crónicas, y a que tras las grandes cifras se camuflen los dramas de lo cotidiano. La única forma de hacer una política responsable es pensar en tu país en términos de personas, de bienestar social del conjunto. Cuando eso está asegurado, comienzan los otros juegos.
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