Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Siempre se había dicho que la juventud era algo — ¿una enfermedad, un defecto?— que se pasaba con la edad. Esta boutade ha sido cierta hasta hace relativamente poco tiempo en el que se ha apoderado de nuestras sociedades el síndrome de la eterna juventud. No hablamos aquí de la inmadurez tipificada en el “síndrome de Peter Pan”, el rechazo a crecer, el deseo de mantenerse en una infancia o juventud cómoda e irresponsable, sino de algo muy distinto.
Durante los noventa proliferaron artículos y reportajes en los que los miembros de la generación de los sesenta y setenta —los que cogían la mochila y se iban a Londres. Ámsterdam o Ibiza, los que tiraron piedras y recorrieron Europa en un “dos caballos”— se reían de ellos acusándolos de infantiles, de enmadrados, de apáticos políticos. Ellos se defendían diciendo que los sueldos que tenían no daban para irse de casa, que la vivienda se estaba poniendo por las nubes. y que mientras algunos estaban muy contentos porque sus viviendas se revalorizaban cada día, a ellos los dejaba fuera de fuego.
Los que se quejaron del mileurismo de los noventa, ahora lo firmarían sin dudarlo. Una generación entera se ha visto maltratada por la anterior que, en vez de trabajar para ella, la ha utilizado como mano de obra barata. La figura del “becario”, auténtico paria social, ha sido incorporada como una forma de explotación por unas empresas que no invierten demasiado en investigación, pero a las que les gusta tener a sus doctores a precio de saldo durante una temporada, hasta el momento en que la situación se hace insostenible y se le manda al “mercado”, y se deja pasar al siguiente para continuar el proceso. ¡Hay cola!
¡Todavía siguen vendiéndonos que el abandono escolar en España se producía por un ansia de dinero fácil, por una mezcla de codicia y pereza que hacía que los jóvenes abandonaran sus estudios para dedicarse a vender casas y seguros! ¿No sería que los puestos de trabajo que se ofrecían eran esos, que se necesitaban personas que cobraran poco, que trabajaran a comisión, que se contentaran con poco dinero porque no tenían familias a su cargo?
Metidos en esa dinámica —comerciales de telefonía, de seguros, hostelería, repartidores, teletrabajo…—, se ha visto a los jóvenes como una mano de obra barata; se ha hecho que los trabajos de media jornada, por horas, de fines de semana fueran cubiertos por jóvenes con salarios siempre a la baja por la propia acumulación de demandantes. Para terminar de arreglarlo, nuestros políticos seguían con la teoría elaborada en los ochenta de que más vale mal pagado que desempleado, convirtiendo una gran cantidad de empleos en caricaturas laborales por las que había que seguir dando las gracias y sonreír.
Ahora los jóvenes de España, pero también los que han padecido el “éxito” de estas políticas de proletarización de la juventud en otros países, se indignan y reclaman un trato distinto. Esta forma de hacer política ha producido grandes problemas estos años. Con el grifo compensatorio de las familias cerrándose por el paro creciente, la situación se complica mucho.
Alvin Toffler acertó al considerar, ya en los sesenta, que en el futuro —hoy— las diferencias generacionales iban a ser más relevantes que las de clase. La presión realizada sobre ellos ha formado una clase-generación que avanza en el tiempo. Si esta situación se hubiera quedado en un “rito de paso”, en un tiempo de entrenamiento juvenil hasta pasar una etapa de la que se podía salir, quizá no se hubiera llegado a la gravedad de lo que vemos. Pero el problema es que se ha estirado demasiado la cuerda, la codicia y el abuso se han excedido. Lo hemos dicho ya anteriormente: cuando España iba bien, se seguía con esta cómoda política y el desempleo e infrautilización juvenil eran un hecho habitual. Esto no es una “crisis”; esto es la consecuencia lógica de una práctica sistemática, de un modelo, de un enfoque político y laboral. Es un grave problema de presente, pero lo será más de futuro porque todos nos predicen una “recuperación lenta”, a sabiendas que “recuperación” significa, en el mejor de los casos, salir de lo peor para volver a lo malo. Hace falta otra cosa. Hacen falta nuevas ideas, perspectivas y modelos.
La “juventud” se ha convertido en una trampa de la que resulta muy difícil salir. Ya no se pasa con la edad; se prolonga convertida en una situación precaria estacionaria con la que se avanza angustiosamente hacia un horizonte de cartón piedra, un decorado mal pintado, con bellas nubes, mientras un coro oficialista entona una cantata sobre el pleno empleo y la flexibilización. ¡Que no nos cuenten más lo de la “flexibilización”! Con cinco millones de parados, mal pagados, con empleos precarios, con becarios rotativos en plantilla…, ya queda poco que flexibilizar.
Manifestación de jóvenes parados en Barcelona |
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