Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Los incidentes de ayer en Barcelona deberían hacer pensar en la necesidad de dar forma o formas al movimiento de la indignación. Hay un movimiento de indignados y hay un movimiento de indignación. No son lo mismo necesariamente.
El término “movimiento” es equívoco en su metáfora dinámica unitaria. No es un único movimiento, no hay una dirección única, sino que es un estado de ánimo, que es lo que caracteriza la idea de “indignación”. Es una actitud ante algo —los problemas sin resolver, las malas soluciones, etc.— y se puede traducir en muchas acciones de respuesta. Las causas de la “indignación” son muchas y compartibles en diferentes cantidades y proporciones por muchos.
El problema se produce cuando se trata de dar el siguiente paso, el que va de la indignación a la acción. Es más fácil coincidir en lo que está mal que en lo que hay que hacer para resolverlo. Y es normal que esto ocurra. No debería ser un problema excesivo si se plantea de forma abierta y se piensa en qué es lo realmente importante: el despertar de las conciencias.
La indignación está abocada a transformarse en acciones múltiples y diversificadas, se diversificará por el tejido social. No hay mal en ello. Los que siguen pensando en un movimiento unitario verán pronto —si no lo están viendo ya— que esto es casi imposible, que es poner puertas al campo. Y lo que es peor: a desvirtuar su origen y su intención, transformada en un movimiento de protesta permanente sin nada que aportar más allá de esa protesta. Creo que la voluntad de diálogo permanente desde el principio, esas comisiones abiertas al debate de todos, son la muestra de que en el origen está el diálogo como herramienta original de la democracia. Sobre el diálogo es posible construir siempre.
Si el “movimiento” de la indignación, el de todos los que lo que ven no les gusta, logra transformarse en una forma de articular una España más creativa, capaz de salir de las recetas inoperantes y de las tendencias al desvarío, habrá cumplido su misión de bisagra entre dos momentos y formas de entender la vida política. Ha cumplido ya un objetivo impagable: ha reenviado la discusión de los problemas al lugar donde siempre deberían estar, entre los ciudadanos.
La indignación no puede convertirse en un rechazo irracional de la política sino en un código ético del comportamiento del político, de su compromiso real con la ciudadanía, por un lado; por otro lado, en la recuperación de la ciudadanía, también desde la ética, del compromiso con la transformación de su propia comunidad a través del ejercicio permanente de las ideas.
Si la política ya no puede seguir siendo la misma después de esto, será porque los ciudadanos comprendan que la política es un ejercicio permanente de control y compromiso. Sigo pensando que la clase política que tenemos es la que hemos contribuido a dejar crecer al no hacer ejercicio constante de crítica. A esto ha contribuido una mal entendida politización partidista de las instituciones y de los medios de comunicación, que no han cumplido suficientemente la labor de crítica y han preferido la mayoría de las veces un alineamiento político que tampoco les ha favorecido.
Estos acontecimientos serán buenos si comprendemos que debemos entender que las instituciones están ahí, que no son privilegio de una clase meritoria que se releva a sí misma sino el lugar en que los ciudadanos se expresan por el bien de todos; si los partidos entienden que tienen la obligación democrática de renovarse permanentemente y evitar que se formen castas ineficaces, endogámicas, de aplauso fácil y sonrisa perenne aunque caigan chuzos de punta. Y si los medios de comunicación recuperan su independencia crítica para corregir y denunciar los excesos y no se convierten en amplificadores de personas, grupos o partidos. Serán buenos si la patronal no van planteando las cosas como “sí o sí” y entienden que viven en un país con ciudadanos y no con empleados. Serán buenos si los sindicatos incorporan también personas con ganas de trabajar por el conjunto y recuperan algo de la confianza de los trabajadores en que son capaces de interesarse por ellos y no en buscar privilegios. Por último, serán buenos si las personas que estamos en la educación nos damos cuenta que formamos personas que serán futuros ciudadanos, no solo futuros empleados unidimensionales, obedientes y disciplinados. En resumen, las cosas funcionan mejor cuando cada uno cumple honestamente con lo suyo y busca el acuerdo con los demás.
Un país no es una empresa, ni un partido de fútbol, ni una audiencia televisiva. Es un escenario vivo en el que multitud de personas, variadas, diferentes, intentan alcanzar el máximo posible de acuerdos con un mínimo de discrepancias; el máximo de diálogo con el mínimo de discusión; un escenario en el que se piensa en lo mejor para los presentes sin perjudicar a los futuros. Un buen país es el que te hace ser cada día un poco menos egoísta.
Siga pensando en cómo conseguirlo.
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