Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Italia está ofreciendo uno de los mayores espectáculos de degradación del liderazgo político contemporáneo. Escándalo tras escándalo, la figura de Silvio Berlusconi hace avergonzarse a los italianos, o al menos a una parte de ellos. Los debates se suceden y se tiene la impresión de que los mayores ataques suscitan las mayores defensas. La falta de sentido de la política lo transforma todo en política, pero con un efecto nefasto para los pueblos.
La verdadera democracia tiene un carácter pedagógico profundo: exige la ejemplaridad. Los dirigentes no solo gobiernan sino que han de dar ejemplo a través de su forma de gobernar. Cuando el estado se cuida de sus ciudadanos, los ciudadanos se ocupan del estado y de la cosa pública. El cuidado de los ciudadanos no es solo su bienestar material, sino la capacidad de hacerles sentirse responsables de lo que afecta a todos por encima del partidismo. Los ciudadanos respetan la política cuando la política se hace respetable. El mal político solo quiere ser juzgado en términos de “eficacia”, pero también debe serlo en términos de “dignidad”. El político nos representa y eso se olvida a menudo.
La mayor perversión de Berlusconi no son los delitos de los que se le acusa —que son graves—, sino la ejemplaridad negativa que transmite al conjunto de la ciudadanía. Contemplando la instrumentalización del estado y las instituciones, Berlusconi está minando su país políticamente. Más allá de los hechos, está el fondo general, la percepción del conjunto de la sociedad del espectáculo bochornoso de la vida pública.
Los partidos tienden a monopolizar el sentido de lo político, cuando lo político es la base del conjunto de las relaciones sociales. El mal uso político acaba suscitando el desinterés, el rechazo de los ciudadanos y esta es una grave perversión ya que el objetivo de los buenos gobernantes debe ser que sus ciudadanos se cuiden lo máximo posible de las cosas públicas, puesto que son las suyas.
La profesionalización de la política ha sido uno de los factores que ha contribuido al distanciamiento ciudadano. Muchas de las personas que “están en la política” lo hacen profesionalmente y están allí no porque tengan algo que dar, sino porque buscan de qué vivir. Si vemos a los políticos como profesionales, acabamos viendo la política como cosa suya, algo que solo nos incumbe de vez en cuando. Y, por el contrario, la política es algo que nos incumbe siempre y a todos. El espectáculo de los ciudadanos de los países árabes reclamando derechos y luchando por ellos hoy en las calles contrasta con el intento de anestesiar esos mismos derechos a través de la apatía democrática.
La capacidad de elegir buenos dirigentes solo se consigue cuando somos capaces de valorarlos en su justa medida política. Esa es la base de una democracia eficaz. De la misma forma que damos muchas vueltas a ciertas cosas antes de adquirirlas, deberíamos hacer algo así antes de cargar con nuestros representantes durante largos períodos de tiempo en los que delegamos en ellos aspectos que son siempre nuestros. Hay mucha vocación de súbditos y muy poca de ciudadanía, algo que exige el ejercicio continuo y responsable de nuestros derechos.
Hay dirigentes —buenos dirigentes— que tratan de evitar que nos olvidemos de que somos nosotros los responsables últimos de la vida política. Los malos políticos, por el contrario, son los que buscan convencerte de que son imprescindibles, que el mundo marcha porque están ellos; son los que incitan a la división permanente haciéndote ver que los que opinan de otra manera son tus enemigos en vez de darte ejemplos de convivencia y moderación —mucho insulto y poco debate—; son los que nunca asumen sus errores y se mantienen culpando a los demás; son los que ponen en pie un país por sus causas personales y los llevan al sonrojo; son, en última instancia, los que no entienden que, al ser elegidos, la indignidad de su vida privada también representa a los ciudadanos.
El objetivo de la democracia no es solo vivir mejor, sino también más dignamente. No es solo la mujer del César la que debe parecer honrada; también el César debe serlo y parecerlo.
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